Ortega y las comunidades autónomas

Una de las cosas que más me ha extrañado en la amplia bibliografía sobre Ortega y Gasset es la falta de comentarios sobre su intento de vertebrar España tras haberla invertebrado en otro libro de enorme difusión. Pudo deberse a que el intento no tuvo éxito ni público, según él mismo reconoce en el prologo del libro que posteriormente publicó, aparte de reconocer que en aquel momento, comienzos de la Segunda República, «era imposible». Pero la realidad es que Ortega fue, no voy a decir el padre, sino el abuelo del Estado de las autonomías que surgió tras el franquismo, cuarenta años más tarde, cuando Ortega era una reliquia para quienes aprendimos a pensar con él, más que otra cosa.

Y, en parte, tuvo la culpa al mezclar conceptos tan distintos como región, provincias y gran comarca, que sólo llevan a la confusión. Pero que la idea era la misma lo comprobará el lector que tenga la paciencia de leer hasta final.

Como casi todo lo que nuestro filósofo dio a luz, apareció primero en un periódico, ‘El Sol’, entre 1927 y 1930, es decir, al final de la dictadura de Primo de Rivera, bajo el título de ‘Ideas políticas’, para aparecer corregido y aumentado en ‘Revista de Occidente’ en forma de libro bajo y el título ‘La redención de las provincias’, que termina con el grito: «¡Eh, las provincias, de pie!», que conduce a la primera confusión, pues a quien Ortega intenta despertar es a lo que llama «gran comarca», para no confundirla con los nacionalismos catalán y vasco que empezaban a amenazar la unidad española. En cuanto a las provincias, las considera «una institución triste, sórdida, lamentable, arbitrista e importada (evita decir de Francia). Algo espurio, en el cuerpo nacional español, un tatuaje extraño y torpe en su piel». Para seguir: «Mientras la gran comarca, la región, es algo natural en él mismo, algo a lo que uno pertenece desde su nacimiento. Sobre ella debe de organizarse, por tanto, la vida nacional». Se atreve incluso a enumerarlas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, País Vasco-Navarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía y Extremadura. «Gobernadas por sí mismas en todo lo que afecte a su vida interna. Es más, en todo lo que no sea estrictamente nacional». Díganme si no parece el bosquejo del Estado de las autonomías que quedó consagrado en la Constitución de 1978. De hecho, sólo Ejército, Justicia, vías de comunicación interregionales y servicios pedagógicos, científicos y económicos que afectasen al entero territorio nacional quedarían en manos del Estado, junto al derecho a intervenir cuando las grandes comarcas sobrepasasen sus funciones. El resto pasaría a manos locales. Y añade: «Cada una sería regida por una asamblea de carácter legislativo y fiscal, que elegiría su propio gobierno. La elección de la asamblea sería por sufragio universal, con un diputado por cada diez mil habitantes, desapareciendo las actuales circunscripciones, base del caciquismo. Tanto la asamblea como el gobierno regional y sus distintos órganos administrativos se asentarían en la ciudad que cada comarca eligiese como capital». De ahí en adelante, Ortega deja volar su imaginación: «Entonces se vería cómo las regiones, transformadas de ficticios entes de nostalgias en órganos operativos, alzaban el vuelo, mientras el Estado, libre de los problemas menudos que le venían lastrando, alcanzaba el prestigio que le correspondía. No se trata de un proyecto utopista ni meramente reformista -advierte-, sino de algo emanado de la realidad española. Una realidad que, durante los dos últimos siglos, la política y los políticos se han empeñado en olvidar. Encontrándose como contrapartida que esa realidad les olvida a ellos. La dicotomía España real-España oficial viene de ahí. El Estado que padecemos semeja un artilugio inventado para crear problemas a la nación y presentar quejas al Gobierno nacional. Con el consiguiente envenenamiento de la vida nacional. Sólo unos gobiernos regionales serían capaces de cargar de energía política la inerte masa provincial».

Como previendo lo que podía ocurrir, el filósofo baja de las nubes y hace una advertencia: «Si se quiere que esta reforma político-administrativa tenga pleno efecto, debe ir acompañada de una reforma de la sociedad o, mejor dicho, de la mentalidad de los españoles, esforzándoles a salir de su indiferencia y absentismo, obligándolos a asumir responsabilidades, a sacudirse su abulia secular, a transformarse, en suma, de súbditos en ciudadanos, tanto en derechos como en deberes».

Creo haber demostrado que Ortega fue el primer diseñador del Estado de las autonomías. Pero que estas no han seguido el rumbo que les señaló está clarísimo. Más que hacia la autonomía se dirigen a la soberanía. Es más: la reclaman no sólo las grandes comarcas o regiones, sino también las provincias, instituciones «tristes, sórdidas, lamentables» para Ortega. Lo estamos viendo en Castilla y León, donde Soria y Ávila han decidido competir por separado, y seguro que les imitarán otras. Estamos hablando de dos regiones claves en nuestra historia. León fue el primer reino tras el Principado de Asturias, que Alfonso VII convirtió en imperio tras anexionarse Galicia y Castilla, que pronto se haría hegemónica aunque Ortega la profetizó con aires de maldición: «Castilla hizo a España y la deshizo». Advirtiendo que sin igualarnos en derechos y deberes, nunca tendremos nación ni Estado. Con las grandes comarcas reapareciendo como la santa compaña. ¿Pedirán su ingreso en la Comunidad Europea? Puigdemont, desde luego.

José María Carrascal

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