Os conozco, chatarreros

Personas a las que aprecio y admiro suelen aconsejarme que no reincida en el error: «No deberías escribir esos artículos, hombre, quedas de pena…», me susurran contemplándome con lástima amical. Seguro que tienen razón. Pero me temo que reincidiré. De hecho, voy a recaer ahora mismo.

La opinión que me hace quedar como un garrulo es mi queja, anclada en un sentido común primario y una educación media, de que a estas alturas del siglo XXI tirar por el suelo de una inmensa estancia blanca unas tablas, unas bolsas de plástico o unos ladrillos (o colgar una alfombra de un alambre, o guardar en una urna una botella de refresco) no es arte. En realidad se trata de una impostación bastante ramplona, que revisita con una pereza intelectual notable añejas bromas vanguardistas multisobadas, que datan del siglo pasado. Un tinglado falsario, decadente y endogámico, sostenido por un círculo de mutua ayuda entre «creadores» pícaros –sufragados casi siempre por fondos públicos– y académicos papanatas, que idean el alambicado soporte teórico que justifica la gran nada.

No soy ningún erudito. Tampoco un especialista en arte, literatura o música. Simplemente pasé por la Universidad, tengo la tumba más cerca que la cuna –algo he visto– y soy una de tantas personas ordinarias que disfrutan con las creaciones ajenas. Si hay una buena exposición, me acerco. Si veo una galería atractiva, entro. Compro música, libros, películas, láminas, algún cuadro. Asisto a conciertos, voy al cine. Un simple ciudadano de clase media, que disfruta con eso que resumimos como «cultura». Nada más. Tampoco menos.

Os conozco, chatarrerosEntiendo que la cultura, en general, y el arte, en particular, deben estar al alcance de una persona de formación mediana que se acerque con cierto interés. Una obra de teatro de Shakespeare, una novela de Kafka o de Richard Ford, los frescos de la capilla Sixtina, los cuadros de Pollock o Lucian Freud, los conciertos de Mozart, el «Love Supreme» de Coltrane, el «A Day in the Life» de The Beatles, «Ciudadano Kane» o una escultura de Giacometti son experiencias artísticas de primer orden, al alcance de cualquier persona educada y algo vivida. No hace falta la intermediación de un catálogo ininteligible, ni haber completado una tesis doctoral. De un modo u otro, te llegan. Incluso a obtusos tan reaccionarios como al parecer soy yo.

Acabo de pasar, una vez más, por la extraordinaria Tate Modern de Londres, el museo de arte moderno más visitado del mundo. Vi, claro, las muchas maravillas que allí albergan. Clásicos (Picasso, Warhol, Roy Lichtenstein, Paul Klee, Sonia Delaunay, Matisse…) y obras de hoy mismo igualmente admirables. Pero también vi la morralla habitual. El rey desnudo. El truco mil veces regurgitado, que causará risas sardónicas en un futuro que intuyo no lejano. Una urna con tres botellas de Coca-Cola (arte). Un simple tronco cortado (arte). Una cama oxidada colocada tal cual en una estancia vacía (arte). Una alfombra árabe colgada de un alambre (arte). Un cubo de hormigón en el suelo (arte). Unas mochilas tiradas (arte). Unas estanterías de metacrilato alineadas (arte).

También vi tres pantallas de televisión en las que se proyectaban vídeos. Era una instalación de una tal Sturtevant (1924-2014). Estadounidense, «pionera del arte de la apropiación», según rezaba en la ficha. El trabajo se llamaba «Trilogía de la transgresión» (2014). En la pantalla se veía un culo femenino en pompa, probablemente de goma, pero altamente realista, verosímil. El asunto consistía –y disculpen, pero es la única manera de relatarlo– en que se introducía una lata de Coca-Cola y, en la siguiente filmación, un pequeño crucifijo. La sala estaba llena de escolares. Unos se reían. Otros miraban perplejos. La mayoría ponían cara de asco. «El trabajo nos invita a ver la relación entre la imaginería sexual y banal, revelando cómo la mente puede registrar asociaciones sin ser plenamente consciente de ello», explicaba el texto petulante del comisario de turno, simulando razonar lo irrazonable.

Si lo que entraba por allá en vez de un crucifijo hubiese sido un Corán, el revuelo habría resultado estruendoso. Una agresión de tal calibre resultaría inadmisible en la feliz «Inglaterra multicultural». Pero la blasfemia contra la fe en cuyos valores se fundaron Gran Bretaña y Europa solo es «un trabajo que invita a ver la relación entre la imaginería sexual y banal». Así se labra la decadencia europea, que empieza a recordar la carcoma que retrata el clarividente historiador Gibbon en su clásico sobre la caída de Roma.

Tanto talento me puso creativo. Me veo de nuevo en la Tate, pero exponiendo. Titularé mi muestra «#Migas de Éter» (o casi mejor: «#EterCrumbs»). No quiere decir nada y es una sandez, pero aporta el pellizco cool adecuado. La primera sala será una denuncia alegórica de los estragos del cambio climático. En una urna de cristal enorme encerraré un Trabant, el viejo coche de la RDA, y lo mantendré encendido todo el día. La nube de humo será desasosegante, una conmoción y un aviso. ¿Título? «Green». Qué brillante «oxímoron dialéctico». En la Sala 2: «Wall». Un gran muro de cristal divide la enorme estancia alba. A un lado, cien filas de chalets adosados hechos de Lego (que se han currado mis ayudantes, pues yo hago como Weiwei, alquilo), del otro lado, solo arena y más arena. En letras rojas sobre el cristal: «Frontier». Uff, qué alegoría. Sala 3: «Refugees»: diez actores que he contratado caminan por la sala en pelota picada y en círculos portando maletas de cartón. Sí: mi arte será «comprometido» (aunque en realidad estoy frivolizando con el terrible sufrimiento ajeno). Sala 4: un muro de televisiones con Donald Trump hablando constantemente, los sonidos se sobreponen conformando un vocerío incomprensible. Enfrente, un pastor alemán disecado. Título: «Heil!». Sala 5: Treinta trapecios cuelgan del techo. En cada uno he sentado a una muñeca Nancy con una postura diferente y el pelo de un color distinto. Se llama «Clito-Iris»… etcétera.

Lo calamitoso es que si toda la quincalla mental anterior, al alcance de cualquiera, fuese llevada al museo: 1) Se daría por buena. 2) Sería objeto de críticas densas y mayormente encomiásticas en los principales diarios de Londres. 3) El público acudiría y se detendría con cara de concentración intensa. 4) Incluso me pagarían y entraría en el circuito de simuladores/instaladores, lo que me permitiría jubilarme juntando chatarra por museos públicos de todo el orbe. Os conozco, chatarreros. ¿Carca? Bueno. Lo prefiero a pánfilo.

Luis Ventoso

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