Ostracismo

La expulsión de individuos que ponen en riesgo el pacífico funcionamiento de la comunidad es tan antigua como la vida del ser humano en sociedad. En todos los tiempos el exilio ha sido considerado un castigo especialmente grave, solo superado por la muerte en el catálogo de las penas.

Caín fue el primer desterrado como criminal y huyó al oriente del Edén. En cada cultura posterior variaron los modos de aplicarse el castigo y las circunstancias de su cumplimiento. Los romanos regularon el exilio y el confinamiento para evitar la arbitrariedad de la condena. No se consiguió. Ovidio, el poeta, fue desterrado al Ponto, en los limites del imperio. En sus cartas «Tristes» y «Pónticas» demostró la injusticia de la condena. Había dedicado sus poemas «Amores» -se dijo- a Corina. Resultó ser todo falso, incluyendo la identidad de la cortesana. Cicerón, como político, sufrió el rigor del destierro sin otra justificación que su defensa de las viejas tradiciones republicanas frente a la tiranía.

El ostracismo ateniense tenía siempre finalidad política. Se aplicaba para alejar de la ciudad a todo aquel que supusiese peligro para la democracia. Buscaba la defensa de las instituciones y el alejamiento de cualquier riesgo de tiranía. Era un extrañamiento temporal. El pueblo debía ratificarlo votando con trozos de vasijas y cerámica en los que se escribía el nombre del condenado. La manipulación del pueblo era usual. Cuenta Plutarco que a Temístocles «vino a conciliarle la envidia», de su rival Arístides, conocido como «el justo». «Sembró falsos rumores» sobre él y consiguió que fuera condenado al ostracismo. Hasta tal punto se manipulaba al pueblo que en la votación para condenar a Arístides tuvo lugar este incidente, que narra Plutarco: «Un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha a Arístides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese Arístides; y como éste se sorprendiese y le preguntase si le había hecho algún agravio: “Ninguno” -respondió-, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el justo». Buen precedente.

España tiene una dolorosa tradición de exilios por razones ideológicas. Pero hace ya tiempo que nuestras leyes fueron depuradas de las penas de destierro y de extrañamiento, por anacrónicas. Y se ha disfrutado del periodo más largo de nuestra historia durante el que ningún español ha sido forzado a exiliarse por motivos religiosos o políticos. Sin embargo hemos decidido, una vez más, progresar hacia el pasado. Se trata de un ejercicio práctico de memoria histórica (contemporánea).

Hay una España abrumadoramente minoritaria, a la que -con escasas excepciones- se le presta un interés desproporcionado en los medios de comunicación; las opiniones de sus líderes son siempre atendidas y sobrevaloradas; están hoy, según las encuestas, sobre-representados en las instituciones; se les ha acogido más que generosamente en el Gobierno. Es la España en la que se siente a gusto la militancia joven del PSOE. Quieren revertir la transición y la Constitución del 78 como paso previo para alcanzar una democracia «real», popular y plurinacional. Sus líderes miran a Venezuela más que a Bruselas. La monarquía es el primer estorbo: en una España cuyos lazos comunitarios se aflojan cada día, la Corona es quien mejor garantiza nuestra unidad y nuestra estabilidad. No es una garantía doctrinal: se ha comprobado en la práctica en situaciones límite. Don Juan Carlos I simboliza el insustituible valor de la Corona. Su aportación -tangible- personal e institucional al bien de España difícilmente admite comparación con ningún otro reinado anterior. Es por ello el primer objetivo a batir.

Si las cosas se hacen, se hacen a conciencia. Se prepara una campaña de acoso y derribo en la que rumores, declaraciones ambiguas y chismorreos se multiplicaron en los medios. Cualquier insinuación, sin necesidad de precisar sus circunstancias o considerar sus posibles puntos débiles, se da inmediatamente como hecho probado y constitutivo de delito. El tipo penal se retuerce lo que sea necesario para darle encaje. A pesar de ello, después de muchos meses no aparecen indicios de conductas que al entender de la justicia suiza o española justifiquen un encausamiento de Don Juan Carlos. Pero en la España de hoy las tertulias y el amarillismo son una nueva y prevalente fuente del Derecho. Sus representantes ya han emitido el veredicto.

El precedente del marido de una infanta juzgado, condenado y encarcelado, no es suficiente garantía de la independencia y del rigor de nuestros tribunales. Por lo tanto ¿para que esperar a la justicia? No se puede demorar la ejecución del plan esperando la actuación de los jueces. ¿Y si se ponen estrictos en la apreciación de las pruebas y en la aplicación de los tipos delictivos y no llegamos a nada? La nueva España social y plurinacional no puede ponerse en riesgo por el formalismo de un proceso judicial que a lo mejor ni siquiera se inicia. Los acusadores chismosos se revisten entonces con el manto de la transparencia y de la ejemplaridad, los valores sagrados a los que tiene derecho el pueblo por encima de cualquier manifestación burguesa de justicia terrenal.

Vuelvo a Plutarco: «El ostracismo -dice- no era pena de alguna mala acción, sino que se le llamaba humillación y castigo del orgullo, cuando en realidad no era más que consuelo de la envidia». Por eso no se aplicó «esta especie de destierro a hombres bajos y conocidamente malos». Donde no hay prestigio ni orgullo es innecesario humillar. Ahora bien, la Corona encarna el prestigio y el orgullo de la nación. No debe de ser humillada. Cualquiera de las confusas acusaciones que se están haciendo a Don Juan Carlos I, en el peor de los casos, se diluirá en el prestigio de la Corona ganado día a día durante cincuenta años.

Me temo que la situación actual no acallará los ataques y no asegurará la ausencia de acciones judiciales. Pero si estas se producen, permitirán al menos una defensa no en la calle sino en el ámbito que corresponde en un Estado democrático, que tanto le debe al Rey.

Daniel García-Pita Peman es miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *