Otegi y la corrupción

Otegi y la corrupción

Las biografías teatralizadas o llevadas al cine sobre santo Tomás Moro -Lord Canciller de Enrique VIII y por él martirizado- narran un episodio de sobra conocido: el intenso debate entre Moro su yerno Roper. Resume muy bien la actitud del hombre de leyes ante la necesidad de respetarlas, aunque beneficien al mismísimo Diablo, y advertir de los beneficios que se derivan de ese respeto, beneficios cuyos primeros destinatarios somos nosotros mismos.

Muy en resumen, Roper se indignaba ante los miramientos del Lord Canciller hacia Rich, uno de los personajes más detestables de la época de los Tudor y cuyo perjurio en el juicio seguido a Moro ayudó a condenarlo a muerte. Roper clama por su detención, pero Moro -en un apasionado y apasionante diálogo- deja bien claro que, si no ha transgredido la ley, no puede ser perseguido. Su yerno -y su hija- se revuelven: Rich es un diablo y ¿no mandaría detener al Diablo?, ¿le dejaría huir? Moro se mantiene en sus trece: no lo haría mientras no incumpla las leyes. Roper se irrita ante tanta ley que acaba beneficiando al Diablo y Moro le recuerda que ese bosque de leyes son la garantía frente a la arbitrariedad del poder.

Durante décadas esa tensión entre las exigencias de la ley y la lucha contra nuestro particular diablo -ETA- llevó a muchos a sostener y defender una suerte de un "todo vale" con tal de acabar con los etarras. Ése ha sido uno de los grandes riesgos: incurrir en atajos y que la lucha sucia contra el terrorismo acabase en su máxima manifestación, el terrorismo de Estado. Pero había otro riesgo: sin llegar a esos extremos -a los que se llegó-, que ese trabajo sucio se endosase a los jueces y que se llegase a una Justicia sucia contra el terrorismo, una suciedad concretada en ignorar las garantías penales, forzar la interpretación y aplicación de las leyes o subvertir los principios penales y procesales. Afortunadamente no ha sido así.

Estas ideas me han vuelto a la cabeza contemplando el debate sobre si Otegi puede presentarse como candidato en las próximas elecciones vascas. Como se sabe, fue condenado a diez años de cárcel por intentar refundar Batasuna a través de Bateragune. Además de la pena de cárcel, se le condenó a la pena de inhabilitación especial hasta el año 2021. La imposición de esa pena exige la concreción de aquellos cargos, empleos o actividades a las que el condenado no puede acceder o ejercer. En el caso de Otegi, la inhabilitación es tanto para acceder a un cargo público como, expresamente, para ejercer el derecho de sufragio pasivo, esto es, para ser votado, es decir, para concurrir en unas listas electorales como candidato. La sentencia fue muy clara en cuanto al alcance de la condena, luego en lo que ahora interesa -concurrir a las elecciones por Bildu- esa inhabilitación especial surte todos sus efectos.

Si he recordado el caso de Tomas Moro y ese debate, esa tensión entre la ley y el Diablo no es porque Otegi pueda asumir en este caso la ventajosa posición del Diablo, y que me perdone el Diablo por asimilarle a Otegi. No, en este caso no estamos ante una ley que le beneficie y que, aunque nos repugne, se le deba aplicar, sino precisamente por todo lo contrario: he recordado ese episodio porque en esta ocasión la ley es clara y se le aplicó rectamente por el tribunal que le condenó. Por tanto, no hay que sufrir viendo que el Diablo, por muy Diablo que sea, marche impune, sino porque a Otegi -que no será el Diablo, pero sí un pobre diablo- esta vez se le puede y se le debe aplicar la ley con un resultado satisfactorio para toda persona decente.

El caso de Otegi puede verse así en tres aspectos. Uno es el legal, en el que no hay espacio para reinterpretaciones ni relecturas que valgan; es decir, no hay sitio para esa prevaricación de alto standing que es el llamado uso alternativo del Derecho.

El segundo es el moral y viene a reforzar la recta aplicación del Derecho. Aparte de que la razón legal no le asiste, la dureza de sus consecuencias recaen sobre quien no merece miramiento alguno: un criminal, un terrorista declarado así en firme, que jamás se ha arrepentido ni ha pedido perdón no ya a las víctimas del terrorismo en general, sino a sus concretas víctimas. A esto añádase que ETA ni se ha disuelto, ni ha entregado las armas, ni ha colaborado declarando quiénes fueron los autores de los delitos cometidos y no esclarecidos.

Pero si el problema no es legal -no debería serlo- y si la moral da fuerza a la aplicación de la ley, ¿dónde está el problema? Pues en el peor aspecto: en el político, ámbito en el que lo jurídico se ignora si conviene y el sentido ético sí puede retorcerse. No me adentraré -no me corresponde- en las tácticas de otras fuerzas políticas ante el empeño de Otegi en concurrir a las elecciones vascas. Sólo diré que de los posicionamientos de los partidos -estatales incluidos- una vez más se deduce que todo lo valoran en términos de conveniencia. A unos les conviene que concurra Otegi como candidato para así frenar el ascenso de partidos emergentes y al emergente para no perjudicar futuras alianzas a los separatistas de toda la vida, porque Otegi no deja de ser su gente.

En definitiva: no levantamos cabeza. Tenemos una clase política empecinada en que su lógica no sea la del sentido común, la de la dignidad. E indigno es que si conviene que un terrorista, un criminal condenado -y que no ha cumplido su pena- se presente a las elecciones, lo haga. Lo más aproximado a planteamientos éticos sólo se advierte en asuntos de corrupción -la ajena- y poco más. Pero corrupción no sólo es sinónimo de recalificaciones urbanísticas interesadas, subvenciones irregulares, comisiones, amiguismo, cuñadismo, etc, sino algo más. Luchar contra la corrupción sería, por ejemplo, que quienes provienen del terrorismo sin arrepentimiento alguno no tengan nada que hacer, lo mismo que el político que miente o incumple su programa. Mientras esto no forme parte del discurso político, tendremos -tenemos- un problema muy serio.

José Luis Requero es juez del Tribunal Supremo.

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