Otra Cataluña era posible

El proceso independentista en Cataluña cosechó una severa derrota en 2017, pero continúa emponzoñando, bajo similares u otros modos, el escenario catalán y español. Pudo pararse el golpe en aquel entonces, aplicando la legalidad vigente, pero el Estado y el constitucionalismo perdieron de nuevo el relato y no aprovecharon para cuestionar seriamente algunos elementos que sustentan el movimiento secesionista (control de los medios de comunicación, uso de la inmersión lingüística y la escuela como vía de nacionalización, ley electoral...). Tanto en las elecciones autonómicas de diciembre de 2017 como en las de febrero de 2021 se impusieron, en número total de diputados, los partidos independentistas. El resultado no es otro que una Generalitat desprestigiada y unos Gobiernos autonómicos que, desde hace tiempo, no están al servicio de los ciudadanos, sino de sus intereses propios –puestos y sueldos– y para avanzar en el nefasto procés.

Otra Cataluña era posibleHoy no se vive en las calles de Cataluña la tensión de 2017 y el amarillo ha dejado parcialmente de teñirlas. La convivencia ha mejorado y la fractura que provocó el procés en su momento álgido es menos perceptible. Todo ello no significa, sin embargo, que el embate independentista haya terminado. Hoy tiene otras formas. Han aprendido de la derrota nacional e internacional de octubre de 2017 y quieren continuar avanzando. Controlan el poder en Cataluña, condicionan al Gobierno del Estado con sus votos y disponen de los recursos e instrumentos para profundizar en la nacionalización de los catalanes. Ceder ante sus demandas y confiar en una mínima lealtad constituye, además de ingenuidad, un craso error. La solución al problema planteado –si la tiene, aunque frecuentemente lo dudo– no empieza por unos indultos, sino por asegurar la imposibilidad de la repetición de un golpe de Estado, aunque sea en una forma todavía más posmoderna. Se me antoja que lo más adecuado sería hacer justo lo contrario de aquello que se ha llevado a cabo en los tres últimos lustros.

Muchas veces se ha formulado la pregunta, de estirpe vargasllosiana, de cuándo se jodió Cataluña. Hay respuestas para todos los gustos: unos apuntan a la sentencia del Estatut, otros al primer tripartito y a la elaboración del Estatut de marras... y no faltan los que piensan, como yo mismo, que el problema es anterior. En mi opinión, la sentencia de 2010 es la llama que incendia un inmenso polvorín acumulado desde 2003, que estaba instalado en un terreno abonado desde 1980 por las políticas pujolistas de nacionalización de la sociedad. El resultado de todo ello, así como de la flagrante ausencia pública, con algunas excepciones, de discursos y políticas alternativas, ya sea desde Barcelona, Madrid o Bruselas, abocó a la difícil, compleja e insatisfactoria situación actual.

Jordi Pujol y los nacionalistas construyeron, en el último cuarto del siglo XX, una Cataluña, su Cataluña, profundamente nacionalizada y ensimismada. No era, sin embargo, la única Cataluña posible, sino la que se acabó imponiendo. Existía otra, más plural, más abierta, más bilingüe, más mestiza, más colaborativa, más creativa, más moderna, que vivió su particular canto del cisne en los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Tanto en las ceremonias de inauguración y clausura, como en las dos semanas que transcurrieron entre el 25 de julio y el 9 de agosto, se pudo asistir a los que el presidente del COI, Juan Antonio Samaranch, calificó como «los mejores Juegos de la historia». Les siguieron, en septiembre, los Juegos Paralímpicos. Ambos eventos estuvieron coronados por el éxito, tanto en los aspectos organizativos y de imagen, como en las cuestiones deportivas y artísticas y en el campo de la arquitectura y el diseño. La colaboración política e institucional prevaleció.

Los Juegos mostraron a cientos de millones de personas, en todos los rincones del planeta –la televisión fue una de las claves del suceso–, unas admirables Barcelona, Cataluña y España. Barcelona, en primer lugar, liderada por el alcalde Pasqual Maragall, se exhibió como moderna, innovadora y transformada urbanísticamente, como lo fuera el mismo año Sevilla gracias a la Expo. La Ciudad Condal se convirtió, entre 1988 y 1992, en una gran obra: rondas de circunvalación, aeropuerto, telecomunicaciones, puerto, villa olímpica, instalaciones deportivas. También las subsedes se beneficiaron abundantemente de los trabajos olímpicos. El llamado modelo Barcelona fue admirado y copiado, aunque la ciudad, ya entrado el siglo XXI, estuvo a punto de morir de éxito.

Barcelona era el núcleo de una Cataluña, gobernada por el nacionalista Pujol desde 1980, que, a pesar de todos los intentos en contra, seguía pudiendo mostrarse como mestiza, bilingüe, abierta y no uniformizada. La Olimpiada representó el último gran momento de esa otra Cataluña posible, más abierta a España y al mundo, más plural y menos ensimismada, más cosmopolita y menos aldeana. A esa Cataluña intentaron arrinconarla los pujolistas en los años 80 –ayudados por el control institucional, el clientelismo y el uso perverso del caso Banca Catalana–, la hirieron de muerte los nacionalistas en los noventa y principios de siglo y la remataron sin piedad, aprovechando los efectos de la gran crisis de 2008, los nacional-populistas del proceso.

La Generalitat fue la institución menos colaborativa con Barcelona 92. Aportó poco dinero –los Juegos los financió mayoritariamente el Gobierno de España, presidido por Felipe González– y puso palos en las ruedas siempre que tuvo ocasión. Los nacionalistas mantuvieron entonces una doble actitud: de cara al público aseguraban su fiel compromiso, mientras que por debajo introducían trabas o bien lanzaban a sus cachorros a boicotear actos. Intuía Pujol tres inconvenientes en los Juegos: recelaba de un éxito y protagonismo del alcalde de Barcelona, que lo fortaleciera como rival político; no podía liderar ni controlar el proyecto, y, finalmente, temía una supuesta españolización en un momento en el que se estaba llevando a cabo desde la escuela y los medios de comunicación un proceso intensivo y exitoso de nacionalización catalana. Observaba la Olimpiada y detectaba en ella el reflejo de una Cataluña que no era la suya. Su mayor triunfo fue precisamente imponer otro modelo.

La Cataluña de 1992 formaba parte de una España pujante y relativamente optimista, hija de una exitosa transición a la democracia y de una monarquía parlamentaria consolidada, normal en la anormalidad, plural en la unidad y con nítida presencia en un mundo que estaba a punto de ingresar en un nuevo milenio. España se convirtió, por aquel entonces, en los inicios de la postrera década del siglo XX, en centro de atención mundial. En otoño de 1991 se había celebrado en Madrid la Conferencia de Paz sobre el Próximo Oriente. En 1992 coincidieron los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, la II Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno y la Capitalidad cultural europea de Madrid. España se presentó como una nación y una sociedad democráticas, modernas, económicamente sólidas, avanzadas, creativas y capaces de emprender y de intervenir en los problemas universales. El resultado tuvo una excelente acogida.

No todo fue, evidentemente, de color de rosa en 1992. Los problemas existían y no pueden obviarse: una recesión en ciernes, conflictividad laboral –Cartagena, por ejemplo– o el terrorismo etarra. Constituyó, sin embargo, un momento decisivo. Los eventos de aquel año suponían una buena síntesis de una sociedad y un país nuevos. En el caso específico del principado, con la Olimpiada de Barcelona en primer plano, 1992 será siempre un recordatorio de que otra Cataluña era posible. Han pasado desde entonces casi 30 años. Mirar atrás, hacia aquello que pudo ser y no fue, nos ayudaría sin duda a entender mejor nuestro presente y cómo hemos llegado hasta aquí. Y quizá nos pudiera sugerir algunas ideas para diseñar otra Cataluña: la Cataluña del futuro.

Jordi Canal es historiador. Acaba de publicar 25 de julio de 1992: La vuelta al mundo de España (Ed. Taurus).

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