Otra crisis, otra respuesta

Otra crisis, otra respuesta

En 2008, fue una burbuja financiera internacional cuyo precedente comparable se remonta a la crisis de 1929. En 2020, fue una pandemia como el mundo no había vivido desde 1918. Y en 2022 es la invasión militar de un Estado soberano en el corazón de Europa, una guerra que nos trae a la memoria lo peor del siglo XX y que ha desencadenado un shock de precios energéticos sólo comparable a la crisis del petróleo de los años setenta.

La invasión rusa de Ucrania, de tamaño y población similares a España, está devastando el país más pobre del continente, cuya renta per capita es inferior a la de Moldavia y a la de Albania. Su economía, eminentemente agrícola, produce buena parte del trigo, la cebada, el girasol y el maíz que consumimos en Europa. Se trata de un verdadero terremoto geopolítico que está generando el mayor éxodo de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial y cuyas ondas sísmicas seguirán recorriendo el planeta durante mucho tiempo.

El impacto económico de esta guerra es difícil de cuantificar ahora mismo, pero afectará seriamente a la confianza, a la inversión empresarial (ya lo está haciendo, ante la incertidumbre para cerrar determinados precios con proveedores y fijar tasas de descuento en proyectos plurianuales), al comercio internacional (que todavía no había superado el efecto disruptivo de la pandemia sobre las cadenas logísticas globales) y, no cabe descartarlo, también a los mercados financieros. En cualquier caso, por encima de todo ello, la inflación y el temor al desabastecimiento son las dos urgencias del momento. Los historiadores económicos conocen bien el poder destructivo de la escasez y los precios.

Por qué la pandemia no es la mejor referencia. Toca afrontar otra situación económica excepcional, la tercera en poco tiempo. Y, nuevamente, el manual de teoría económica no basta, ni siquiera con la experiencia acumulada durante la crisis de la covid-19, de la que la economía española todavía no se había recuperado. De hecho, en lo que a política económica se refiere, hay al menos tres grandes diferencias con lo vivido durante la pandemia.

En primer lugar, la incertidumbre es mayor que hace dos años. Todos hemos sido testigos de cómo las dudas sobre el impacto y la evolución de la pandemia condicionaban la toma de decisiones, públicas y privadas, una oleada tras otra. El problema es que en esta ocasión no basta con contener la propagación del virus ni esperar al fin de la guerra: el precio de los hidrocarburos puede moderarse, pero la dependencia del gas ruso no va a desaparecer en el corto plazo. El sector está llamado a una transformación estructural que no admite demora, por razones a la vez de autonomía energética, de descarbonización de la economía, de justicia social y también geopolíticas.

Esta vez no existe en el horizonte un abril de 2020 —el colapso entonces fue enorme, pero la economía tocó fondo relativamente pronto—, a partir del cual pensar en un rebote de la actividad y una vuelta gradual a la normalidad: el impacto de esta crisis seguirá siendo relevante incluso cuando hayan dejado de caer bombas sobre Kiev. Es lo que los economistas llaman efecto histéresis.

En segundo lugar, no cabe esperar del BCE el mismo tipo de intervención que durante la pandemia. Ahora se enfrenta a un dilema: si hace todo lo necesario para contener la inflación (ese es su mandato) y adelanta la reversión de su política de estímulos, como ha anunciado, estará aumentando el coste de financiación del esfuerzo de guerra. Puede que no lo hayamos asimilado todavía, pero habrá un esfuerzo de guerra y será mantenido en el tiempo. Viviremos un tercer shock de deuda pública, tras el de 2008 y el de 2020.

De manera inmediata, las economías de la UE tendrán que acoger a cientos de miles de refugiados ucranios, ayudar a las economías del Este más expuestas al conflicto (como se hizo con los países del Sur hace dos años) y aumentar el gasto corriente en medidas de protección social y de contención de la factura energética.

En el medio plazo, tendrán que acelerar las inversiones que permitan reducir la dependencia energética (energías renovables, nuevas fuentes, eficiencia energética, costes de la transición, etcétera), financiar el previsible aumento del gasto en defensa (sobre todo si, como parece, la UE decide dotarse de una verdadera política exterior y de seguridad común), y participar con generosidad —ojalá pueda ser cuanto antes— en la reconstrucción de Ucrania.

En tercer lugar, no existe actualmente un consenso claro de política económica, pues casi todas las medidas de choque consideradas generan efectos indeseados que es preciso sopesar. En 2020, ante el colapso de la demanda, el consenso de instituciones internacionales preconizó una política de protección de rentas y, en una segunda fase, de estímulos al crecimiento, que funcionó.

Dio resultado porque la política de rentas no sólo protegía a hogares y empresas, sino que, al mismo tiempo, era la mejor manera de atajar el problema económico de fondo. Siendo necesaria ahora mismo una red de protección social, esta vez no va a ser condición suficiente, ya que la raíz del problema es otra (una espiral de precios no se soluciona manteniendo en tiempo real el poder adquisitivo y los beneficios de todas las partes implicadas).

En cuanto a los estímulos al crecimiento, ya estamos regando la economía con miles de millones de euros provenientes de los Fondos Next Generation. La manguera no da más de sí. ¿Tiene capacidad nuestro tejido productivo para absorber en el corto plazo, sin generar cuellos de botella que presionen la inflación al alza, más inversión de la ya presupuestada —este año deberíamos ejecutar casi el triple de la inversión pública de un año normal: la parte del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR) no ejecutada en 2021, la parte del PRTR presupuestada para 2022 y la inversión del Presupuesto nacional propiamente dicho—? ¿La tienen nuestras administraciones públicas, con los recursos y procedimientos actuales?

Medidas paliativas y soluciones de fondo. Así pues, la solución no es sencilla. En el corto plazo será inevitable un aumento del gasto corriente para financiar las diferentes medidas de choque. Conviene asumirlo y planificarlo, porque ocurrirá de todos modos, tanto más cuanto que es necesario dar respuesta a la fatiga social que arrastramos desde el inicio de la pandemia. El Gobierno, sin duda, es perfectamente consciente.

Paradójicamente, con la inversión pública sucede lo contrario. En este momento, más que presupuestar nuevos programas (focalizados si son necesarios), lo razonable sería priorizar la ejecución de los numerosos proyectos en marcha y garantizar que, con los recursos del PRTR todavía no utilizados y otros recursos adicionales si es preciso, se pueda mantener el esfuerzo inversor en los próximos años. La economía española lo va a necesitar. Y Bruselas lo debería entender.

Puede que finalmente esta crisis termine siendo menos virulenta de lo que ahora tememos, pero la experiencia invita a considerar que la situación se puede complicar verdaderamente. Una cosa deberíamos tener clara: no bastará, en ese caso, con la chequera del déficit público. Las medidas de choque o paliativas, por definición, difícilmente podrán resolver el problema de fondo y todas sus ramificaciones. Por eso, aunque las apelaciones reiteradas a los Pactos de La Moncloa puedan parecer retóricas, no son en absoluto exageradas. Necesitamos algo así.

Daniel Fuentes Castro es profesor de Economía en la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid) y director de KREAB Research.

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