Otra estrategia: la bolsa y la vida

Aquí estamos, todos por igual, independientemente del país o la clase social, expuestos a la amenaza mortal de un virus que no es chino (los virus no tienen pasaporte), aunque nos llega desde China. Los principales responsables de esta pandemia son los dirigentes de la provincia de Hubei y luego el presidente chino, quienes, por amor al secreto y horror a las malas noticias, ocultaron la verdad, primero a su pueblo y luego al resto del mundo, durante aproximadamente seis semanas. Este ocultamiento fue trágico y decisivo, pues permitió que el virus escapara de su hogar original, la ciudad de Wuhan, para infectar a toda China y al resto del mundo.

A esta mentira estatal se sumaron las negaciones, el descuido y la despreocupación de los dirigentes occidentales, como si la pandemia pudiera afectar solo a los vecinos, o como llegó a decir Donald Trump, fuera a desaparecer por sí misma, como un simple resfriado. Después, los Gobiernos de Europa y Estados Unidos, a los que pilló totalmente desprevenidos una pandemia que, sin embargo, era predecible y habían anunciado durante dos años expertos médicos, en particular el profesor Westerholm de la Universidad de Minnesota, se encasillaron en un dilema aterrador: ¿deberíamos salvar vidas deteniendo la economía por el confinamiento (la posición francesa) o sería preferible poner en marcha la economía a riesgo de prolongar y amplificar la enfermedad (la posición de Trump)? Lo que nos recuerda aquella vieja expresión francesa de «la bolsa o la vida», la elección que antiguamente ofrecían los bandidos a sus víctimas.

Pues bien, después de haberlo discutido con economistas de renombre, en particular con Paul Romer en Estados Unidos, ganador del premio Nobel, me parece, nos parece, que es posible evitar este dilema adoptando otras estrategias más inteligentes. Obviamente, la prioridad sigue siendo salvar a los enfermos, pero ¿de qué sirve confinar a todos, incluidos los que están sanos y los que ya están inmunizados? Al impedir trabajar a casi todo el mundo, el confinamiento masivo provoca un colapso de la economía que, a su vez, revertirá sobre el bienestar material, psíquico y, a la larga, sanitario, de todos. La alternativa sería establecer un sistema de pruebas para todos periódicamente, al menos una vez al mes, hasta que termine la epidemia y, esperemos, se desarrolle una vacuna. Estas pruebas sistemáticas permitirían a aquellos que no están afectados volver al trabajo, que sería la única forma de restablecer la economía. La inyección de dinero público por parte de los bancos centrales y los Gobiernos nunca proporciona más que un alivio muy necesario, aunque temporal, especialmente para los desempleados involuntarios. Solo el regreso al trabajo serviría de estímulo. Además, costaría menos sistematizar unas pruebas generales y periódicas que distribuir dinero al azar a una población ociosa a su pesar.

El gasto público, además de financiar las pruebas y pagar a quienes las realizan, debería apoyar la producción masiva de mascarillas y ropa de protección. Es incomprensible que dos grandes potencias industriales, como Francia y Estados Unidos, acumulen tanto retraso en la producción de objetos tan simples, que deberían estar a disposición de todos los que trabajan en contacto con los enfermos, pero también de los comerciantes y agentes de la administración pública en contacto con la población, como policías, conductores de trenes, carteros, barrenderos, etcétera. Para acelerar la producción de estos equipos de protección, debería fomentarse la innovación por medio de ayudas públicas y autorizar precios más elevados para los equipos más innovadores. Esa mojigatería anticapitalista, el temor a recompensar o incluso enriquecer a empresarios innovadores, sería inmoral en las circunstancias actuales. Por el contrario, debemos alentar la emulación y apelar al interés bien entendido de estos innovadores. Una vez más, todas estas medidas les costarían a los Estados mucho menos que financiar el confinamiento y el desempleo involuntario.

Esta nueva estrategia, hacer pruebas, proteger, volver al trabajo, implica una evolución de las costumbres; a la espera de una vacuna, debería parecer normal y cívico ir a trabajar con mascarilla (habitual en Japón) y ropa de protección. En esta nueva normalidad, contemplamos una restricción de nuestros derechos individuales ya socavados por el confinamiento. Ya que el confinamiento es obligatorio, debería permitirse a los operadores telefónicos recordarnos en nuestros teléfonos móviles (como en Corea del Sur) que, si estamos contagiados y no nos hemos hecho la prueba, corremos un riesgo y, si no les advertimos, ponemos a nuestros seres queridos en peligro. Esta estrategia alternativa podría reemplazar rápidamente el dilema de la bolsa o la vida, permitiendo que la bolsa y la vida coexistan. También sería el final de los debates pseudofilosóficos sobre el tema «ya nada será como antes», de la tontería ideológica como pose y en ausencia de una solución.

Guy Sorman

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