Otra forma de guerra civil

Por Leopoldo Gonzalo y González, catedrático de la UNED (ABC, 08/10/05):

«Al buscar el hundimiento de España, ciertos partidos separatistas hunden la economía de todos y, por supuesto, la suya propia». Tan recias palabras del profesor Velarde, publicadas en estas mismas páginas de ABC, confirman algo que cada vez resulta más evidente. El progresivo deterioro de la vida política nacional al que asistimos atónitos, y que acaba de estallar con el último envite a la Constitución desde Cataluña, pero que se inició con la bochornosa comparecencia de Ibarreche en el Congreso de los Diputados el pasado mes de julio -no se pueden separar los procesos catalán y vasco- confirma algo que viene de atrás. La comparación entre la crisis actual y la que España sufrió en los años 30 del pasado siglo, resulta inevitable. Todos la hacemos desde hace tiempo. Muchos de los supervivientes de aquella dramática coyuntura histórica o de sus consecuencias inmediatas piensan que sólo es nueva la más holgada situación social y económica del país. Los que no la vivimos, aunque la llevamos impresa en la memoria familiar, sabemos que esa holgura lograda mediante un gigantesco esfuerzo colectivo (y sobre esto ha insistido reiteradamente el propio Velarde), no es garantía suficiente para que no se vuelva a las andadas. La economía es mucho más vulnerable de lo que parece y ya hay síntomas de su deterioro. ¿Por dónde discurrirían las cosas en una eventual recesión?

Precisamente en los primeros días de octubre de 1934, proclamó el presidente Companys «el Etat Catalá dentro de la República Federal Española». Hoy, el «punch» contra la Constitución, y contra su fundamento, la Nación española, se ha revestido cínicamente de un postizo ropaje representativo -el de un Parlamento, el catalán, que no ostenta la soberanía nacional-, y no se espera, desde luego, que el «Gobierno de Madrid» ni ningún general Batet pongan sitio, como antaño, al palacio de la Generalidad. La guerra -una nueva forma de guerra civil-, la guerra económica entre taifas y cantones, ha comenzado, sin embargo, hace ya tiempo. Los medios de combate se llaman ahora opas hostiles para la toma, por parte de los nacionalistas, de sectores enteros de la economía nacional, como el de la energía (resulta ilustrativo, al tiempo que esperpéntico, el lamento por la parte interesada de que la opa de cierto grupo lanzada sobre Fenosa fracasara, puesto que «de lo que se trataba era de galleguizar la energía»). Las maniobras tendentes a la fusión de Cajas de Ahorros de determinadas Comunidades Autónomas, dada su mediatización política, tienen el mismo carácter combativo; como lo tiene la amenaza de «blindaje» de los ríos por otras Comunidades, en el absurdo marco del parón al Plan Hidrológico Nacional. El vigoroso eje económico Madrid-Levante-Baleares, es atacado de modos diversos: con el retraso o desvío en la construcción de las líneas de alta velocidad; con los intentos de sustracción a Valencia de la Copa América a favor de Barcelona; con el sitio puesto a Madrid regateándole las recaudaciones impositivas que le corresponden. La batalla de las lenguas constituye también un poderoso ariete contra la unidad de mercado y para la reafirmación identitaria de determinadas regiones que aspiran a ser naciones. Dentro de las escaramuzas espontáneas de origen popular, cabe recordar la campaña de las pasadas Navidades contra el cava catalán que, al parecer, vio reducidas sus ventas en un 20 por ciento respecto al año anterior. Puede tratarse de algo más que de una anécdota, pues en el ambiente está el recelo social respecto a los productos del norte y del nordeste peninsular.

Ante el despliegue de las fuerzas fragmentadoras de la economía de todos, un Gobierno de España que lo sea realmente debería aplicar con firmeza el lema de la infantería de Cromwell: «Nulla vestigia restrosum», ni un paso atrás ... en la defensa del mercado nacional.