Otra forma de nombrar el dolor

Si utilizamos la palabra saudade para tratar de explicar la melancolía que produce la distancia espacio-temporal en una persona, entonces, yo propondría comenzar a generalizar el uso de la palabra chipil, de origen náhualt, para explicar ese sentimiento colectivo que nos ha provocado el año 2020.

Estar chipil, en presente, es un malestar que provoca el destete materno. Es la acción que produce la separación del hijo o la hija, de una madre que, por lo general, está gestando otra vida. Estamos achipilados, se nos han impuesto fronteras impalpables que nos ubican en un lugar que nos vulnera la certeza del regreso a la comodidad. Ya no somos el centro de nuestro propio universo y vemos cómo se desplazan nuestros intereses a un segundo plano. Nos hemos des-centrado y como todo niño destetado, pasamos de la tristeza al enojo y del enojo a exigir lo que creemos que merecemos.

Este achipilamiento, eso que exige atención y cariño, es la consecuencia del abandono que hemos sentido por parte de las clases gobernantes —en tanto poder público como de acumulación económica— y por su reconfiguración que cada vez se siente más grotesca y cínica.

No habrá aspiración a un Estado de bienestar que no implique una deuda estatal y, por consecuencia, una mayor pobreza de los servicios públicos. Tampoco existirán en los siguientes años respuestas a las demandas sociales, no se incrementarán los derechos, que en teoría nos otorga las leyes: vivienda, salud, derechos laborales, pleno ejercicio de derechos sexuales, culturales, ambientales, etcétera. Por el contrario, las excesivas jornadas de trabajo, los abusos de los ERTE por parte de las empresas, los cierres de comercios y la pobreza de los sectores esenciales se han vuelto una constante sin marcha atrás.

Nos sentimos destetados porque vivimos las carencias dentro de nuestros hogares, que han sido invadidos por el espacio público. Nuestros hogares ya no son los mismos, es probable que no vuelvan a serlo más. Y no queremos ese destete porque pensamos —quizá con melancolía impostada, construida y guiada por el Estado mismo— que es mejor mantener un bienestar raquítico o la ilusión del mismo, a seguir con esta sensación de no-futuro.

Sin embargo, como sucede con la infancia, el estar bajo el regazo materno es solo una etapa, cualquier sociedad preocupada por su futuro sabe que los infantes deben de separarse de sus progenitores y comenzar a socializar, crear redes de iguales y recibir retroalimentación fuera del hogar para ejercer su autonomía. La teta no es eterna, salen dientes y habilidades psicomotoras que necesitan de otras fuentes de alimentación para el sano desarrollo.

Los cuidados (la teta), que sabemos que estadísticamente recaen más sobre las mujeres, ya no proporcionan bienestar, ahora son solo supervivencia sostenida por madres, abuelas y mujeres migrantes que no pueden más. Y no deberían de poder más, porque cuando analizamos los cuidados fuera de la idea de familia u hogar, les otorgamos un valor económico: si no te haces de comer, si necesitas hacer la colada, si alguien más barre tu piso o incluso te corta el cabello, pagas por estos servicios, que, en un promedio cuesta 10 euros la hora o servicio, a veces menos, pero a veces mucho más. Y esto no se ve reflejado dentro de la calidad de vida de quienes los sostenemos mediante impuestos o por los pagos que hacemos para recibirlos.

Mientras asimilamos el achipilamiento que exige la necesidad de bienestar y a la vez nos vemos forzados a crecer por el desplazamiento simbólico del que somos conscientes en tiempo real —en palabras de Silvia Federici—, lo que podríamos poner en mayor riesgo son nuestras facultades autónomas, ese conjunto de capacidades y deseos que constituyen la resistencia colectiva a la explotación. Si nos aferramos a la idea de un seno materno que nos cobije, en consecuencia, tendremos al padre autoritario: un Estado tal y como lo conocemos que nos lleva irremediablemente a anhelar solo lo que el actual sistema nos ofrece y nada más.

Apelo a problematizar estos deseos no comprendidos que nos produce el achipilamiento social, en pos de una autonomía que nos lleve a imaginar más allá de lo que podemos crear ahora. Las madres no son todo, los padres tampoco, y por ello la familia como pilar del Estado debe de seguir siendo cuestionada, estamos avanzando en esto. No podemos exigir más cuidados sin comprender las desigualdades que viven las personas que cuidan, ni deberíamos pedir una vuelta a lo que nos han dicho que fue bienestar. No hubo tal.

Reconocernos achipilados como fenómeno social permite incrementar las críticas y cuestionamientos al Estado desde sus raíces y esto implica el debilitamiento de los mecanismos que nos disciplinan. La posibilidad de autonomía existe y promete un futuro, todo es cuestión de destetarnos.

Brenda Navarro es socióloga y economista feminista por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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