Otra globalización es posible

El gran desafío del momento y del próximo futuro es cómo salimos de la crisis que empezó en el sistema financiero y ahora se proyecta sobre toda la actividad económica. Arrancó en Estados Unidos y ya afecta a casi todas las geografías y países del planeta. Es una crisis global en un mundo globalizado. Porque la globalización tiene dos caras: hay países globalizadores y países globalizados. La raíz se sitúa en los países globalizadores y siguiendo la lógica de la ley de la gravedad se desplomó sobre los globalizados.

Sin embargo, antes de seguir y para no crear confusiones, debemos entrar en la misma naturaleza de la palabra globalización. Hay una globalización que es un determinismo tecnológico, que equivale a la capacidad de superar el tiempo y el espacio en las comunicaciones. Lo que da origen a la instantaneidad. Es lo que llamamos la red, y la red no hay que cambiarla, sino fortalecerla con nuevos avances tecnológicos. La red es la base para responder a la crisis, como fue el trampolín de su origen. A través de la red viajaron hacia Estados Unidos los ahorros del mundo entero, desde China hasta la India, pasando por los productores de petróleo, las fortunas sudamericanas y los euros de la vieja Europa. Y sobre la estructura de la red se montaron atrevidas ingenierías financieras para terminar ofreciendo un mercado verdaderamente atractivo para los inversores.

Era la globalización feliz, digna de la prosa de Scott Fitzgerald, como también es digna de la imaginación de Fitzgerald esta caída libre de los mercados y de las empresas cuyos gestores reflejaban su éxito económico en la desmesura de los yates y de los jets privados. Vivíamos en el mundo de Quimérica. El dinero no estaba en los bancos, sino que viajaba frenéticamente por la red o residía en las tarjetas de crédito. Estados Unidos, Occidente en general y, por supuesto, España jugaban la champions de un consumismo frenético.

La crisis apareció como un fantasma repentino. Hace un año, los grandes analistas de la anatomía económica no la presentían, ni profetizaban (salvo rarísimas excepciones) su llegada, e ignoraban la temperatura de su virulencia. Ahora vivimos la crisis bajo un diluvio verbal de explicaciones, pero la crisis avanza, ignoramos su verdadera naturaleza y sabemos muy poco sobre las dimensiones que puede alcanzar.

Quienes la negaban ayer, ahora la llaman tsunami. Se habla de cómo gestionar la poscrisis, pero primero hay que apagar las llamas del incendio. Las inyecciones económicas de los estados en las venas bancarias o las operaciones de rescate, así como el respaldo a los depósitos resultan importantes y necesarios, pero no son suficientes. De momento han evitado el pánico, pero seguimos instalados en el miedo y paralizados por la duda.

El presidente francés, Nicolas Sarkozy repite lo de refundar el capitalismo sobre bases éticas de esfuerzo y trabajo. Las palabras son hermosas, pero el solar donde se echarán los cimientos de esta refundación está cargado de incertidumbres. George Bush, el peor presidente de la historia de Estados Unidos y el mayor responsable de la crisis, sostiene que, una vez cortada la hemorragia, hay que darle de nuevo la palabra al libre mercado. En las distintas reuniones y cumbres programadas van a ir saliendo respuestas apoyadas en supuestos ideológicos. Veremos qué derroteros toman. Jacques Attali, uno de los pensadores más escuchados de Francia, ha dicho que el dinero movilizado no debe ir a los accionistas de los bancos, sino a sus clientes, expoliados y endeudados por el juego insensato del crédito fácil al consumo. También debe ir ese dinero a las grandes obras públicas mundiales, capaces de solucionar algunos problemas de las generaciones futuras y llevar a la práctica la puesta en marcha de un verdadero Estado de derecho planetario.

Generoso planteamiento el de Attali, pero el problema es cómo este voluntarismo se puede llevar a la práctica. El gran desafío consiste en establecer un nuevo orden de participación global, lejos del mundo monopolar, bipolar e, incluso, multipolar. Se impone articular la participación global. Es curioso. Tal vez sin saberlo, el olimpismo se mueve precisamente en esas coordenadas. En los Juegos Olímpicos de Pekín de este verano, un total de 87 países obtuvieron medallas.

Al principio, la crisis, con el desplome de los grandes bancos y otras entidades crediticias, tenía la estética de un espectáculo virtual, pero ahora y aquí miramos a nuestro alrededor y vemos que la cosa va en serio y puede afectarnos a todos. En realidad, nos afecta a todos. Se trata de una crisis transversal, aunque terminará golpeando más a los más pobres. Como siempre. Como los tifones y los huracanes.

La creciente cifra de parados es un testimonio evidente. Hay un sentimiento de que nadie tiene las espaldas cubiertas. En el horizonte hay dos palabras temibles, me refiero a la recesión y, sobre todo, a la depresión. La depresión tiene un componente real y una carga psicológica que se proyecta en la caída radical de la actividad económica. El paro aumenta y la circulación de dinero disminuye. Se paraliza la dinámica del progreso. La respuesta a la crisis tiene que ser global, pero con otra globalización distinta del neoliberalismo salvaje que la ha dominado.

Alfonso S. Palomares, periodista.