Otra vez a vueltas con el déficit

En el reciente enfrentamiento entre el Gobierno español y la Comisión Europea a cuenta de nuestro déficit público, casi todos opinamos que el Gobierno ha ganado. De un déficit del 4,4% del PIB para este año, que era nuestro compromiso inicial, al 5,8% que fue la propuesta defendida por el Gobierno español van 1,4 puntos de porcentaje. Desde luego el compromiso final de un déficit del 5,3% para este año supone un esfuerzo adicional de 0,5 puntos sobre esa propuesta del Gobierno, pero es inferior en 0,9 puntos al 4,4% de nuestro compromiso inicial con la Comisión Europea. Esa ventaja lograda en Bruselas no parece despreciable para un país que espera una fuerte caída en la tasa de crecimiento de su producción y que se ha encontrado con un déficit público dos puntos y medio por encima del comprometido por el anterior Gobierno.

Sin embargo, quizá no sea el momento de proclamar triunfos cuando la victoria, aparte de ser temporal, tampoco está asegurada. Es temporal porque, cualquiera que sea el déficit este año, el de 2013 no deberá sobrepasar el 3% del PIB y, por tanto, el esfuerzo que no se haga ahora habrá de hacerse adicionalmente el año que viene. Sin duda el nuevo compromiso supone para este año esfuerzos menores que el anterior, que obligaba a pasar de un déficit de 8,5% sobre el PIB en 2011 a otro del 4,4 en 2012 para alcanzar finalmente el 3% en 2013. Ahora, sin embargo, se han ganado 0,9 puntos de menor reducción en el déficit de este año, pero son los mismos que habrán de aumentarse en la reducción del próximo. Además -y en primer término- tampoco deberíamos perder de vista que el déficit público es, en nuestra situación actual, un mal en sí mismo y que su prolongación retrasará la salida de la crisis. Un mayor déficit supone mayor volumen de deuda pública para financiarlo y existe un consenso, cada vez más extendido y mejor fundamentado, de que cuando la deuda pública sobrepasa un determinado nivel de referencia respecto al PIB el crecimiento de la producción se desacelera significativamente.

En algunas investigaciones (la de Rogoff y Reinhart, por ejemplo, publicada en el Journal of Economic Literature en abril de 2008) el nivel relativo de deuda pública a partir del cual se produce esa desaceleración es del 90% del PIB. En otra más reciente (la de Cecchetti, Mohanty y Zampolli, publicada por el Banco Internacional de Pagos en septiembre pasado) ese nivel es tan solo del 85%. España aparentemente alcanzó en 2011 un nivel de deuda pública situado en el 68,5% de su PIB conforme al protocolo de deuda pública excesiva que comunicamos a las autoridades internacionales. Pero si se tiene en cuenta la que no se computa en ese protocolo, es muy posible que nuestra deuda pública total en sentido amplio supere ya esos peligrosos niveles, como apuntan las últimas cifras del Banco de España. Por eso, aunque el cambio de pauta en la reducción del déficit público haga más fácil la consecución de los objetivos comprometidos con nuestros socios, es posible sin embargo que el mayor déficit de este año pueda retrasar la salida de la crisis, al exigir la emisión de más deuda pública y frenar así el crecimiento de nuestra producción.

En segundo lugar, tampoco debería perderse de vista que el retraso conseguido en la reducción del déficit podría inducir a un menor esfuerzo en tarea tan difícil y desagradable, poniendo en riesgo la consecución de los objetivos comprometidos. Se dice, no sin fundamento, que lo que un Gobierno no cambia en los primeros seis meses de su vida no suele cambiarlo tampoco en el resto de su mandato. Es casi seguro que ese no será el caso del Gobierno español, acuciado por sus socios y vigilado de cerca por los expertos contables de la Comisión Europea, pero no debería despreciarse el riesgo que supone reducir los objetivos de la lucha contra el déficit a cambio de una mayor comodidad en su consecución. Además, unos objetivos de déficit tan duros como los inicialmente asumidos hubieran podido servir para dar una mayor justificación a las difíciles e inevitables reformas que ya se están emprendiendo. Unos objetivos más relajados quizá puedan restar fuerza a esas reformas y, sobre todo, dar falsos argumentos a la oposición para sus suicidas campañas en favor del mantenimiento a ultranza de todo lo que nos ha llevado a la penosa situación actual.

Por otra parte suele olvidarse con frecuencia que las cifras de déficit público difícilmente pueden definirse anticipadamente con precisión de décimas ni casi de enteros por muy afinadas que sean las previsiones en que se fundamenten. Por eso la victoria contra el déficit nunca estará totalmente asegurada de antemano. El porcentaje de déficit respecto al PIB en cualquier año dependerá de la cifra de gastos públicos de ese año, de la de ingresos del mismo ejercicio y de la del PIB en términos monetarios que se alcance en el referido periodo. Sin embargo, la cifra total de gastos públicos no puede establecerse con precisión porque, en primer término, dependerá de muchos actores bien distintos -Estado, comunidades autónomas, corporaciones locales, organismo públicos administrativos y Seguridad Social- que disfrutan, además, de elevados grados de autonomía en su gestión y en sus decisiones. El año pasado esos actores se comprometieron a cifras de déficit que en su mayoría sobrepasaron largamente. Es posible que en éste no lo hagan, pero el riesgo de que vuelvan a incumplir no debería perderse de vista. Además algunos gastos, tales como los del desempleo y los intereses, dependen de la coyuntura económica y del propio déficit y de la coyuntura dependen también la mayoría de los ingresos públicos, ligados a las variaciones del PIB monetario por vínculos no siempre bien definidos. Y para colmo el propio PIB monetario dependerá no sólo de su tasa de crecimiento en términos reales sino, además, del crecimiento de los precios, sometidos a intensos e imprevisibles vaivenes como ocurre hoy con los de muchas materias primas que necesariamente hemos de importar para producir. Por eso la mayor esperanza de éxito quizá se encuentre ahora en que la excelente política de reformas emprendida por nuestro Gobierno, con una rapidez y decisión a la que no estábamos acostumbrados, consiga sus frutos y permita pronto la recuperación del crecimiento y del empleo. Sin duda eso facilitaría bastante la consecución de los objetivos de déficit público.

Todas esas circunstancias hacen pensar que en la situación actual quizá no pueda hacerse mucho más que impulsar el crecimiento de la producción mediante las grandes reformas tan valientemente emprendidas y seguir, sin desviarse y con firmeza, la conocida consigna del «santo temor al déficit» que nos legó nuestro primer Nobel de Literatura y Ministro de Hacienda, Don José de Echegaray. Esas son seguramente las mejores fórmulas posibles en tiempos de tanta incertidumbre como los actuales.

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.

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