Otra vez es noviembre

Dejó escrito Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Algunos sociólogos parecen darle la razón al destacar que en las sociedades modernas la muerte pierde visibilidad y tal vez disminuye incluso su carácter dramático. En favor de su tesis aducen, en primer lugar, que gracias a los adelantos de la medicina nuestros padres y familiares más cercanos mueren en edades avanzadas, cuando ya nuestra dependencia de ellos no es tan acuciante; señalan, además, que, por lo general, ya no se muere en casa, sino en los hospitales y clínicas, bajo los cuidados de personas que apenas conocen al paciente y que, por tanto, no pueden sentirsu muerte como se sentía cuando esta acontecía en el domicilio familiar; en tercer lugar dan importancia al hecho de que, después del fallecimiento, se hace cargo del cadáver personal especializado —funerarias— que tampoco conoció al difunto durante su vida, algo bien diferente de los tradicionales velatorios en casa. Por último, los cortejos fúnebres suelen evitar el centro de las ciudades. Se argumenta que lo hacen para no entorpecer el tráfico, pero los mencionados sociólogos se malician que los motivos son otros: restar visibilidad a la muerte, evitar a las sociedades bien instaladas en el éxito y el triunfo la contemplación del último viaje, del camino sin retorno. “La verdad de las cosas finitas —escribió Hegel— es su final”. Y un buen conocedor de Hegel, el también filósofo Eugenio Trías, evocó la muerte como “el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes”.

Otra vez es noviembreY es que por mucho que se la intente esquivar, la muerte siempre sale airosa, jamás falta a su cita; y nunca nos encuentra preparados. Ortega y Gasset se lamentaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes. Religiones y filosofías se juramentaron durante siglos para lograr un correcto ars moriendi; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Ortega se extrañaba, pero ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Freud pensaba incluso que nadie cree en su propia muerte. El memento mori —recuerda que tienes que morir— resuena a través de los tiempos como constante advertencia filosófica y religiosa.

Una advertencia que en el mes de noviembre se torna —para muchos— meditación y oración y —para todos— recuerdo y gratitud. El “animal guardamuertos”, que según Unamuno somos todos, inicia este mes visitando, adecentando y engalanando con flores sus “moradas de queda”. Así llamaba este genial filósofo, escritor y poeta a nuestros cementerios. Las contraponía a las “moradas de paso”, a las “habitaciones” de los vivos. Y se maravillaba de que, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en “chozas de tierra o míseras cabañas de paja” elevasen “túmulos para los muertos”. Con gran vigor concluía: “Antes se empleó la piedra para las sepulturas que para las habitaciones”. Unamuno reposa en su “morada de queda”, en el cementerio de su querida Salamanca. Con razón, a su muerte, escribió Ortega: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. “Hay que saber llorar” fue la última recomendación unamuniana ante la muerte. Elogió, con su habitual ímpetu, la fuerza de un miserere entonado en días de tribulación.

Aunque Nietzsche calificó a la muerte de “estúpido hecho fisiológico”, lo cierto es que todas las culturas han intentado comprenderla y explicarla. Un antiguo mito melanesio, llamado “la muda de la piel”, la explica así: al principio, los humanos no morían, sino que cuando eran de edad avanzada mudaban la piel y quedaban rejuvenecidos de nuevo. Pero un día aconteció lo inesperado: una mujer mayor se acercó a un río para cumplir con el rito de mudar la piel; arrojó su piel vieja al agua y volvió a casa rejuvenecida y contenta; pero su hijo no la reconoció, alegó que su madre en nada se parecía a aquella extraña joven. Deseosa de recuperar el amor de su hijo, la mujer volvió al río y se puso de nuevo su vieja piel que había quedado enredada en un arbusto. Desde entonces, concluye el relato, los humanos dejaron de mudar la piel y murieron. El origen de la muerte se relaciona en este mito con la única fuerza superior a ella: el amor de una madre.

Otra explicación mitológica, muy común en África, es la del “mensajero fracasado”. Según esta leyenda, Dios envió un camaleón a los antepasados míticos con la buena nueva de que serían inmortales; pero al mismo tiempo envió un lagarto con el mensaje de que morirían. Como era de temer, el camaleón se lo tomó con calma y llegó antes el lagarto. Así entró la muerte en el mundo; no se culpa a Dios, sino al pobre y lento camaleón. De parecido tenor es otro motivo, también africano, el de “la muerte en un bulto”. Dios permitió al primer hombre que eligiera entre dos bultos: uno contenía la muerte, en el otro estaba la vida. Como tantas otras veces acontecería a sus descendientes, el primer hombre se equivocó de bulto y nos quedamos para siempre con la muerte.

Estamos ante intentos, muy indefensos, de explicar lo inexplicable. Sin olvidar, naturalmente, que también existe el rechazo de toda explicación, la aceptación serena del perecimiento sin ánimo alguno de vencer a la muerte. Fue el caso, entre tantos otros, de Borges: anhelaba “morir enteramente” y “ser olvidado”.

En realidad, son las religiones las que con más ahínco se afanan en salvarnos de la muerte. Casi todas quieren consolarnos con la promesa de que las unamunianas “moradas de queda” no tendrán la última palabra. En concreto, toda la historia del cristianismo es un denodado forcejeo contra la nada como origen y como meta final de la vida. Cuenta Hans Küng que una de sus hermanas le preguntó a bocajarro: “¿Crees realmente en la vida después de la muerte?”. La respuesta fue un “sí” espontáneo, decidido. Küng está convencido de que, tras la muerte, “no me aguardará la nada”. Algo en lo que coincide con el maestro de todos los teólogos actuales, Karl Rahner. También él se pasó la vida argumentando su “no” a la nada. Y entendía la muerte en clave de generosidad. Morir, escribió, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último ejercicio de amor, responsabilidad y humildad. Es incluso nuestro postrer ejercicio de libertad. Rahner escribió páginas memorables sobre la aceptación libre de la muerte.

Noviembre ha conocido evocaciones melancólicas y titubeantes, pero también mereció un día estos versos del poeta Tagore: “La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro pecho para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos”. Sería magnífico que los poetas, además de indudables creadores de belleza, lo fuesen también de realidad. En todo caso, sus versos revelan —lo escribió Antonio Machado— que aún “quedan violetas”. También en noviembre.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.

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