Otra vez la Universidad

A principios de este mes han comenzado los nuevos cursos en las plúrimes Universidades españolas. Y una vez más, sus diversos sectores han sido convocados a los llamados solemnes actos de apertura. Unos con togas, otros sin ellas, pero siempre con el final «amenizado» por el ilusionante cántico del Gaudeamus. ¡Hay que decir bien alto que «nos alegramos»! Confieso que personalmente, tras más de veinte años de desempeño de cargos de gobierno universitario, naturalmente poco agradecidos, durante los cuales la presencia en estos actos resultaba casi imprescindible, me quedan pocas ganas para nuevas presencias. Y no exclusivamente por lo cansinos que suelen resultar. También por la resistencia a confesar eso de «alegrarse».

Pero lo que aquí quisiera resaltar y llamar a la reflexión es que el nuevo curso se abre con el ya efectuado anuncio de una nueva Ley sobre la Universidad. ¿Y van? Pasa como con la mal llamada enseñanza secundaria, por cierto tan penosamente valorada por la Unión Europea. Suelo aconsejar a mis alumnos que salgan a la calle y pregunten a quien vean algo tan simple como esto: ¿tú con qué plan de estudios has llegado hasta la Universidad? Las posibles respuestas serían para alarmar seriamente. Es muy posible que propias de países subdesarrollados. Lo de siempre: cada ministrillo ha querido imponer su librillo. Sin admitir que tanto la educación, en general, cuanto la Universidad en particular, deben ser imperiosos temas de Estado (como la sanidad, la lucha contra el terrorismo o la misión del Ejército) que no pueden estar al albur de quien en cada momento ocupa el Ministerio.

En realidad el tema no tiene nada de nuevo. Desde los abundantes estudios de Giner, hasta la pregunta de Ortega sobre si la Universidad debe formar o informar, llevamos años en continua discusión. Posiblemente por el hecho de que nuestra actual Universidad no logra hacer bien ninguna de las dos cosas. Quien estas líneas escribe debe aclarar que en nada defiende el modelo de una «minoritaria» Universidad. Me gusta más la expresión que la habitual de «elitista». A la postre, en los años cuarenta y cincuenta, todo venía a ser minoritario en nuestro país: la Universidad, el arte, los veraneos o la posesión de coches. Eran años de pobreza y esto suele olvidarse. Pero, de igual forma y con la misma claridad, también debe reconocerse que fueron años de grandes maestros, formadores de buenas escuelas académicas, que únicamente los catedráticos impartían las clases teóricas (y no quienes acababan de terminar la Licenciatura como ahora ocurre) y que en la Universidad, siempre con sueldos de miseria, se daban clases hasta los sábados. ¡Algo bueno había, caramba, amén del respeto y las perdidas consideraciones! Tampoco hay añoranza por aquellas terribles oposiciones a cátedra (la «segunda Fiesta Nacional» las llamó Unamuno) que igualmente uno tuvo que sufrir. Y para seguir completando toda la verdad, tanto en los Tribunales como entre los opositores nunca fueron infrecuentes los no excesivamente «leales al Régimen». Más aún. Si mal no recuerdo aquellos aspirantes pertenecientes a lo que un buen día el buenazo profesor Juan Linz calificó como la «semi-oposición» ganándose no pocas iras, todos ellos llegaron a catedráticos de asignaturas harto comprometidas antes de noviembre del año 1975.

Se suele atribuir a la Ley General de Villar Palasí el comienzo del deterioro. Total discrepancia. Aquel ministro, al que nada debo, lo que hizo es abordar con cierta sensatez un hecho que ya es evidente en los años sesenta y setenta: la llegada de la masificación. En la Universidad y en todo lo demás. Y creo que acertó, sin dañar seriamente a la institución. La creación de los antaño Colegios Universitarios en ciudades carentes de Universidad y en los que se podían impartir los primeros años de una carrera no era mala idea y tenía no pocos precedentes en otros países. Pasados esos cursos (que eran los que más sufrían la masificación), la continuación debía hacerse ya en la Universidad. Pero la buena idea se frustró pronto y por razones carentes de explicación. Muy pronto, por presiones políticas y localistas, lo que se quiso es la conversión en nuevas Universidades. ¡La Universidad parecía llamada a «redimir» a las pequeñas ciudades! Creo que el auténtico golpe duro a nuestra institución lo produjo, ya en plena democracia, la nefasta aparición de la Ley de Reforma Universitaria en 1983. Con tres errores básicos. Primero, a pesar de lo oficialmente pregonado, no se puso fin, ni mucho menos, a la creación de nuevas Universidades. Sin tener en cuenta absolutamente nada: excesiva proximidad a otras de prestigio, ausencia de buenas bibliotecas, carencia de hospitales para imprescindibles prácticas, etc, etc. Lógicamente, aumentó el absentismo o el famoso «guadalajarismo». Hubo que recurrir a desvirtuar la figura del Profesor Asociado para acudir al erudito local de turno, sin ninguna experiencia ni formación científica previa. El declive resultaba harto dañino para la calidad. Segundo, se estableció un sistema de acceso al ahora llamado «profesorado permanente» en el que un opositor o su departamento podía elegir ya de entrada, antes de comenzar los ejercicios, varios miembros del Tribunal. No había algo parecido en ninguna oposición en todo el país. Naturalmente, siempre acababa victorioso «el candidato local», que, además, por drástica reducción del sistema entonces vigente, hasta no tenía que exponer nada más que dos ejercicios por él previamente elegidos y preparados. ¿Se sabía entero el programa a explicar? Bueno, eso no parecía importar. Y de esta forma, posiblemente bastante deliberada, se daba el pertinente palo a los «viejos maestros» y a las ya comenzadas a discutir «lecciones magistrales». Y tercero y lo más importante, se cayó en el gravísimo error de, una vez más, romper el llamado ámbito de la democracia. Todos iguales a la hora de votar planes de estudio, nombramientos de doctores «honoris causa», etc, etc. Se fuera o no profesor o se estudiara primero o quinto de carrera: ¡todos los votos iguales en los máximos órganos de gobierno! Naturalmente, se quiso olvidar que en la Universidad, como en otros ámbitos (el Ejército, la Iglesia o los Consejos de Administración, por ejemplo) hay valores que están por encima del principio democrático. En la Universidad, la meritocracia, la calidad, la experiencia. Todo eso se olvidaba.

Claro está, lo que vino después fue la paulatina crisis. Caída asombrosa de la calidad. Centros absolutamente artificiales con números de matriculados que avergüenzan y que bien merecían haber sido becados para poder ir a Universidades serias. Aumento creciente de alumnos que abandonan la carrera. Y tantas desgracias más.

¿Se podrá evitar esta evidente decadencia con la nueva Ley que se anuncia? Como el tema va para largo, no me atrevo a una respuesta apresurada. Hay muchas preguntas en el aire. ¿Cómo se harán las nuevas habilitaciones? ¿Habrá alguna presencia de los aspirantes o se confiará todo «a los papeles remitidos»? ¿No habrá luego perfecta continuación del localismo o del autonomismo o, mucho más grave, del ahora llamado «nacionalismo»? ¿Se tendrá el valor de clausurar, sin más, los centros que ya han demostrado su fracaso? ¿Se resistirán las presiones políticas y locales? ¿Se eliminará el «democratismo a la baja» que padecemos? ¿Se distinguirá entre una buena lección magistral que forme y que haga pensar y la mera repetición de manuales o apuntes entre el mismo profesorado? Para mí, estos son los menesteres imprescindibles para cualquier reforma que, insistimos, debe ser tema de Estado y no de partido dominante. Lo de cambiar palabras o años no es suficiente. Hay temas mucho más importantes.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.