¡Otra vez no!

Una de las poquísimas ventajas que tiene cumplir años es que se viven experiencias que pueden servir para evitar errores cometidos en el pasado. La experiencia de UCD, que viví en persona, puede ser muy ilustrativa en los convulsos momentos que hoy estamos viviendo en el Partido Popular. El espectáculo que los centristas dimos antes del congreso de Palma fue muy poco edificante; el que dimos después lo fue aún menos. El aquelarre popular de estos días no le ha ido a la zaga, como si nada hubiésemos aprendido de la historia. En la política siempre hay barro, mucho barro, pero solo vale la pena enfangarse si por encima hay un horizonte claro, limpio. Y ahí es donde tenemos que mirar. Pablo Casado y su equipo merecen una despedida digna porque han dado lo mejor de sí mismos al servicio de España. Los nuevos dirigentes merecen que los antiguos les den todo su apoyo. Exactamente, lo contrario de lo que pasó en UCD y que llevó a la desaparición de partido. Esa es la primera lección.

¡Otra vez no!La segunda lección que podemos deducir de aquella experiencia es que ningún proyecto político puede subsistir como un proyecto puramente personal. En las elecciones de marzo de 1979, UCD obtuvo 168 escaños, tres más que en las anteriores elecciones, pero la alegría duró poco en los cuarteles centristas. Adolfo Suárez, convencido de que el éxito personal era exclusivamente suyo, decidió dejar en el banquillo a los barones del partido y sustituirlos por otros de obediencia ciega. El resultado fue malo: en menos de un año, UCD naufraga en las elecciones autonómicas vascas y catalanas y empiezan los conflictos internos. Con Pablo Casado se han echado de menos propuestas concretas frente a las políticas de Pedro Sánchez, preparadas con solvencia por un auténtico Gobierno en la sombra. Es verdad que en estos años no lo hemos tenido fácil, y que en la oposición no hay muchos altavoces, pero también lo es que el no nunca gana las elecciones. Un partido que aspira a alcanzar el poder debe decir lo mismo esté en el Gobierno o esté en la oposición, juzgar las propuestas gubernamentales en función de sus méritos y, sobre todo, plantear alternativas concretas, coherentes y viables. Esa es la tarea más urgente que su sucesor deberá abordar.

La tercera lección que la caída de UCD enseña es que un partido solo puede prosperar si define un proyecto político que pueda ser reconocido por sus militantes y por la ciudadanía, un proyecto abierto a sensibilidades políticas muy diversas y amplias capas de la población. La historia de España demuestra que las cosas han ido bien cuando la res publica ha sido gestionada por dos partidos centrados, capaces de ponerse de acuerdo en los grandes asuntos de Estado y de alternarse en el Gobierno sin que crujan las cuadernas. La primera Restauración salió bien porque Antonio Cánovas y Práxedes Mateo Sagasta supieron hacerlo así. La Monarquía alfonsina empezó su decadencia cuando Antonio Maura dinamitó los puentes que le unían a los liberales (Semana Trágica de 1909) y cuando fue asesinado José Canalejas, un centrista avant la lettre. Eduardo Dato intentó reestablecerlos con sus adversarios políticos, pero no le dejaron. La ingobernabilidad posterior hizo que el poder estuviese en la calle y que hubiese que recurrir con un amplio consenso a una dictadura que no arregló nada. La República fracasó porque nació como un régimen abierto exclusivamente a la izquierda. ”La República será de izquierdas o no será”, proclamó Manuel Azaña.

En la Transición las cosas fueron bien mientras los centristas (UCD y Partido Popular) y los socialistas se entendieron. La cosa se torció mucho cuando José Luis Rodríguez Zapatero se empecinó en aislar al Partido Popular (Pacto del Tinell), y se echó en brazos de los nacionalistas, prometiéndoles su apoyo en los llamados nacionalismos históricos a cambio del suyo en Madrid. La crisis de Lehman Brothers —y los ajustes presupuestarios que hubo que hacer— dieron alas a un partido nuevo, Unidas Podemos, que capitalizó la indignación ciudadana y la desafección por el sistema. En el campo opuesto pasó lo mismo: la corrupción, la complacencia con las políticas socialistas y la poca contundencia ante los movimientos separatistas propiciaron el nacimiento de UPyD, Ciudadano s y, finalmente, Vox, un partido que no comulga ni con el régimen autonómico ni con la vocación europeísta de los partidos mayoritarios. En los últimos tiempos han proliferado partidos provincialistas que presumen de carecer de ideología. El resultado está a la vista: fragmentación del escenario político, radicalización de los grandes partidos para conjurar la amenaza de los extremismos, ingobernabilidad del sistema y la reaparición del fantasma de las dos Españas, exactamente lo que quisimos evitar en la Transición.

¿Qué nos toca hacer ahora a los populares? En mi opinión, redefinir nuestro proyecto político con absoluta claridad porque una cosa son la moderación, la tolerancia y el deseo de intentar entender a los otros y otra muy distinta limitarse a formular propuestas vagas o demasiado light para que no repugnen a nadie, pero que tampoco atraen a nadie. No es lo mismo estar en el centro que estar en el medio. ¿Cómo debe ser este proyecto? No hay nada que inventar, está todo inventado: compromiso férreo con las libertades y los derechos fundamentales, con especial referencia a la igualdad de género y los derechos de las minorías; la separación de poderes y, más en concreto, la independencia del poder judicial, el régimen autonómico, la economía social de mercado, el multilateralismo como método de solución de conflictos y un europeísmo militante frente a los movimientos nacionalistas y proteccionistas. No debería ser tan complicado. Los socialdemócratas, los liberales y los verdes alemanes se han entendido porque los tres son atlantistas, europeístas y creen en la libertad de mercado. Antònio Costa no ha parado hasta poder gobernar sin el apoyo de los comunistas o los podemitas (Bloco de Esquerda) en Portugal.

¿Y qué pasa con Vox? Empiezo por decir que Sánchez no está en absoluto legitimado para decirnos con quién podemos entendernos y con quién no, porque gobierna con un partido como Unidas Podemos que apuesta por la autodeterminación, ataca a los jueces y a los medios de comunicación privados, plantea una enmienda a la totalidad a la economía de mercado y defiende a regímenes autoritarios —iliberales— de toda laya y condición que en el mundo son. Y, por si eso fuera poco, se apoya en partidos independentistas como Esquerra y Bildu. Con esas mimbres, ¿qué nos puede exigir a nosotros? Dicho eso, creo que lo más deseable sería un pacto con los socialistas para regenerar la democracia, reformar las instituciones y cambiar el modelo económico. Soy consciente de que eso no es posible con Sánchez, que ha apostado por una política de bloques. Por eso, y si fuese necesario pactar con Vox —cosa más factible a nivel autonómico o local—, habría que ser muy cuidadosos, dejando muy claro que los principios que nos son propios no son renunciables. Sé muy bien que muchos de los votantes que nos han abandonado para votarles a ellos lo han hecho porque creen que Rodríguez Zapatero primero, y Sánchez después, han puesto en riesgo la existencia misma de la nación, el demos constituyente, y que los populares no hemos sido lo suficientemente firmes en su defensa. Cuando se convenzan de que no es así, estoy seguro de que volverán a casa como han hecho en Galicia (Alberto Núñez Feijóo) y en Madrid (Isabel Díaz Ayuso).

Concluyo: como dijo Ortega, populares a las cosas, y a no repetir luchas fratricidas como las que nos llevaron a los ucederos a la desaparición en nuestra anterior reencarnación. Por favor, ¡otra vez no!

José Manuel García-Margallo fue ministro de Asuntos Exteriores de España (2011-2016).

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