Otras efemérides republicanas

Ada Colau se sacó de la manga su particular ‘primavera republicana’ y arrasó el nomenclátor monárquico barcelonés. De los Reyes Católicos a Juan Carlos I. Mientras, la ‘memoria democrática’ que destilan los altavoces gubernamentales, conmemora la II República como el periodo más liberal de nuestra Historia.

Pero al 14 de abril sucedieron otras efemérides. Un mes después de la proclamación de la República, 10 de mayo del 1931, España vive el primer estallido anticlerical con la quema del convento de los jesuitas en la calle de la Flor. Solo en Madrid, seis iglesias quedan reducidas a cenizas y la algarada incendiaria no tarda en extenderse a las provincias levantinas y andaluzas.

La pastoral contra el nuevo régimen del cardenal Segura acaba con su expulsión el 13 de mayo. Suena la una de la madrugada en Sevilla cuando el periodista Francisco Coves presencia la quema del convento jesuita de la plaza de Villasis: las fuerzas del orden lo contemplan impasibles.

Idéntica suerte corre la capilla de San José, en la calle del General Polavieja, declarada monumento nacional y conocida popularmente como ‘las cuatro esquinas’. «La gasolina, por fin venida desde muchas partes, levanta su vuelo de llamas junto al portón, e izándose en una ventana baja, desde donde flamea», escribe Coves en su crónica para el diario Ahora que dirige otro sevillano, Manuel Chaves Nogales.

Los incendiarios sacan del colegio de Villasis ropas, baúles y sombreros que acaban formando una pira: «Todo es quemado. Todo es roto, estrellado contra los adoquines de la plaza. Hay fuego dentro y fuera. La gasolina es pródiga, amiga de la llama y reparte con entusiasmo su mal».

Policías y bomberos dejan hacer a los pirómanos y luego se retiran; los incendiarios les aplauden con vivas a la República mientras coquetean, cual rito ancestral, con las llamaradas: «Saltan como diablos, salamandras del fuego, saliendo indemnes», apunta Coves.

Animada por la complacencia de las autoridades, la turba decide quemar el convento del Buen Suceso, de frailes carmelitas. Alguien advierte que entre sus dos puertas de acceso se ubican domicilios particulares y comercios: «Quemar por dentro aquel convento es sentenciar a muerte ‘al horno’ a todo un sector de la vecindad que, además, sin duda lleno de pánico, ‘está ausente’ como conejos enmadriguerados», observa el reportero.

El convento no se incendia, pero se asalta forzando sus puertas a puntapiés. Al poco rato dos hogueras arden ante el edificio: «Casullas, candelabros, cojines, reclinatorios, todo se lo traga el fuego, que el fuego, una vez puesto a devorar, se sacia fácilmente», concluye Coves.

Pablo Iglesias, otro adalid de la República y camarada de Colau, reiteró durante toda la campaña madrileña sus amenazas a las empresas periodísticas. «Los medios de comunicación tienen que tener control público», lleva diciendo desde 2014. También sucedió hace 90 años. La libertad de prensa, aparentemente consagrada en el artículo 34 de la Constitución de 1931, fue vulnerada por sucesivos estados de excepción.

Tras bucear en hemerotecas y archivos, el periodista y profesor Justino Sinova demostró en su libro sobre ‘La prensa en la Segunda República Española’ (Debate, 2006) que las expectativas constitucionales del 31 devinieron en «libertad frustrada». Una triste cronología de censuras, onerosas multas, suspensiones y secuestros que se desencadenó a los pocos días de la proclamación del nuevo régimen: la noche del 10 de mayo de 1931, el primer gobierno republicano ordena cerrar el diario ABC y se apodera de sus instalaciones.

«Se podría decir que, en cuanto a la política de Prensa, la Segunda República fue sumamente hipócrita, pues proclamó la plena libertad de expresión pero de inmediato la revocó», escribe Sinova.

Con el pretexto de protegerla de sus presuntos enemigos, desde el carlismo al anarcosindicalismo pasando por los diarios católicos o monárquicos, Azaña elaboró en cuarenta y ocho horas la ley de Defensa de la República, que brinda al ministro de Gobernación y los gobernadores civiles plenos poderes para reprimir los «actos de agresión a la República», entre los que destaca «la difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden».

La ambigüedad del articulado dará pie a una interpretación subjetiva y caprichosa. Podía suspenderse un diario por no expresar suficiente entusiasmo republicano, o censurarse la publicación de la esquela don Jaime de Borbón por llamarle «Rey de las Españas». Tampoco se tolera la ‘tendencia derrotista’ y se envían ‘consignas’, como el telegrama del ministro Casares Quiroga a los periódicos para que den ‘impresión de serenidad’ tras la disolución de la Compañía de Jesús el 23 de enero de 1932.

La represión de la libertad de expresión en el bienio Azaña tuvo su punto culminante el 10 de agosto del 32, tras el fracasado golpe del general Sanjurjo. El Gobierno aprovecha la situación para detener a personas que consideraba desafectas al Régimen y cierra setenta y seis diarios y cincuenta y una revistas de la prensa monárquica y conservadora.

El aparato represivo se mantendrá en vigor durante el bienio derechista que intenta, sin éxito, elaborar una ley de Prensa para sustituir a la vigente. Gobernadores civiles y gabinetes de censura obligan, como sucederá luego en el franquismo, a realizar el depósito previo de ejemplares. Imponen multas de tal cantidad que difícilmente pueden abonarse sin poner en peligro la supervivencia de las empresas periodísticas.

El marbete de «este periódico ha sido visado por la censura» y los espacios en blanco revelan, en palabras de Sinova, «ese control insolente y vejatorio de la censura previa… que ha sido ignorada durante largo tiempo por una parte de la historiografía, que ha preferido desconocer que los gobiernos de la República emplearon, con distinta intensidad, todos los procedimientos habidos para controlar a la prensa y librarse de su molesta vigilancia».

La censura republicana, con el nefasto Casares Quiroga en Gobernación, vuelve a actuar cuando la masacre de Casas Viejas, enero de 1933. Las crónicas de Ramón J. Sender en el diario ‘La Libertad’ contrarrestan el ‘apagón informativo’ gubernamental sobre unos sucesos que dejaban en mal lugar a la guardia de asalto y ponen en entredicho la reforma agraria. La República, concluye Sinova, «construyó un régimen para unos, no para todos, y dedicó sus energías a perseguir a quienes consideraba sus enemigos…».

En julio de 1936, los asesinatos del teniente Castillo y del líder de la derecha José Calvo Sotelo vuelven a ilustrarnos sobre las consignas del Frente Popular: el primero «fue asesinado» y el segundo «ha sido muerto»; información amplia y generosa en el caso de Castillo, reducida en Calvo Sotelo.

Culminaba, camino de la Guerra Civil, la República «triste y agria» que Ortega vaticinó en 1931, pocos meses después de aquella «incierta gloria de abril».

Sergi Doria es periodista.

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