Si hay algún acontecimiento de la historia reciente del mundo que merezca la designación de apocalipsis, es la guerra civil rusa. Esto no quiere decir que los sucesos de 1917-1920 supusieran el fin del mundo. Para los revolucionarios, aquello era el comienzo de un nuevo orden humano y, si bien no instauraron la Nueva Jerusalén que pretendían, 70 años después podemos ver que sí crearon en Rusia algo extraordinario y duradero. Pero su toma del poder se hizo a expensas de un enorme sufrimiento y un número desconocido pero terrible de muertes, quizá entre siete y diez millones en total. La guerra, el hambre, la peste y la muerte —los cuatro jinetes del Apocalipsis— asolaron el país más grande de Europa”.
Este párrafo, perteneciente a la edición de 1987 de Blancos contra rojos. La guerra civil rusa, del historiador Evan Mawdsley, tiene hoy más resonancia que nunca. El sistema que crearon los bolcheviques desapareció. Pero el núcleo del Estado ruso sigue siendo una versión actualizada de la Cheka, la Comisión Panrusa Extraordinaria, la policía secreta fundada por Lenin que utilizó el terror y, a través de la OGPU, el NKVD y el KGB, siguió dirigiendo la vida soviética hasta el final. Sin embargo, el país actual —basado en un capitalismo oligárquico entremezclado con las estructuras de seguridad del Estado, la Iglesia ortodoxa restaurada y el imperialismo euroasiático— es increíblemente distinto del que imaginaban los fundadores del Estado soviético.
El Holocausto, el intento de exterminar por completo a un sector de la humanidad, fue seguramente el episodio más genuinamente apocalíptico de la historia de la humanidad. Pero la guerra civil rusa ya mostró varias características propias de un apocalipsis. Conocer ese periodo olvidado quizá pueda permitirnos entender lo lejos que está —y no está— nuestra época de un instante de ese tipo.
En las olas de terror que comenzaron en agosto de 1918, después de que Lenin resultara herido en un atentado, el nuevo régimen soviético mató a sus propios ciudadanos en una carnicería de una escala sin precedentes. Durante los dos meses posteriores, se ejecutó aproximadamente a 15.000 personas por delitos políticos, más del doble de todos los presos ejecutados en los cien años previos de régimen zarista (6.321). En conjunto, la revolución, la campaña de terror de 1918, la guerra civil y la hambruna posterior se cobraron la vida de unos 25 millones de personas en los territorios del antiguo imperio de los zares, 18 veces el número de víctimas rusas en la Primera Guerra Mundial (entre 1,3 y 1,4 millones) .
Para los gobernantes del nuevo Estado, la caída del viejo orden era una oportunidad para transformar la sociedad con arreglo a un modelo nuevo. A las “antiguas personas” —aristócratas, terratenientes y sacerdotes, además de cualquiera que tuviera empleados— se les despojó de sus derechos civiles y se les negaron las cartillas de racionamiento y la vivienda. Estas reliquias humanas del pasado, que en muchos casos murieron de hambre o de las penalidades sufridas en los campos de concentración instituidos por Lenin, vieron cómo se borraba toda su forma de vida . Lo mismo ocurrió con los campesinos, cuyas constantes revueltas se aplastaron con furia. En la gran rebelión de la región de Tambov, en 1920-1921, las fuerzas soviéticas emplearon gas venenoso para “despejar” los bosques a los que habían huido los rebeldes.
La hambruna posterior mató a cinco millones de personas en 1921 y 1922. Las causas no solo fueron la sequía y una mala cosecha. El desmantelamiento de los ferrocarriles, la sanidad y los servicios de basuras hizo que se extendieran enfermedades epidémicas como el tifus y el cólera. Hubo ciudades que se despoblaron y cuyos edificios de madera se demolieron para aprovechar la leña. Las órdenes de requisar el cereal y la exportación de productos agrícolas provocaron una hambruna masiva y especialmente espantosa. Es posible que el ruso sea el único idioma en el que existen dos palabras referidas al canibalismo: trupoyedstvo, que significa alimentarse de cadáveres, y lyudoyedstvo, que consiste en matar a alguien para comérselo. Según algunas informaciones de la época, en las zonas golpeadas por la hambruna empezaron a aparecer mercados públicos de carne humana en los que las partes del cuerpo de los recién asesinados tenían precios más altos por estar frescas.
Si uno de los significados de apocalipsis es el paso repentino a una situación hasta entonces inimaginable, esa época, desde luego, cumple los requisitos. Pero además, el periodo 1917-1923 fue apocalíptico en otro sentido. El nuevo Gobierno y sus seguidores progresistas en Occidente —aunque no la mayoría de los rusos— creían que el Estado soviético estaba construyendo una sociedad que sería mejor que todo lo anterior. Curiosamente, la caída de la Unión Soviética se recibió en Occidente con una explosión de optimismo apocalíptica muy parecida a la que había acompañado a su fundación.
El 27 de octubre de 1989, un par de semanas antes de que cayera el muro de Berlín, escribí: “Lo que estamos presenciando en la Unión Soviética no es el fin de la historia, sino su reanudación, siguiendo unas líneas claramente tradicionales. Todos los indicios hacen pensar que nos encaminamos de nuevo a una era histórica en el sentido clásico. Nuestra época es un tiempo en el que la ideología política, tanto la liberal como la marxista, tiene cada vez menos peso en los acontecimientos, y lo que se enfrentan son unas fuerzas más antiguas, más primordiales, nacionalistas y religiosas, fundamentalistas y, tal vez, pronto malthusianas. Si la Unión Soviética acaba desmoronándose, esa catástrofe beneficiosa no abrirá paso a una nueva era de armonía poshistórica, sino al regreso a un terreno clásico de la historia, el de la rivalidad entre las grandes potencias, las diplomacias secretas y las reivindicaciones irredentistas”.
En aquella época me encontraba de visita en Estados Unidos y me pareció curioso que consideraran que esta opinión era una muestra de pesimismo apocalíptico. En think tanks, encuentros políticos y reuniones de negocios de todo el país, pensaban que la ilusa idea de que había comenzado una nueva era denotaba un sobrio realismo. Como consecuencia, varias fundaciones de derechas eliminaron sus programas de relaciones internacionales, con el argumento de que ya no se iba a necesitar una política exterior ni de defensa.
Que la vuelta a la historia de siempre se considere impensable es prueba del poder de embrutecimiento mental de la fe laica. Aunque las ideologías progresistas suelen dividirse entre las de tipo reformista y las de tipo revolucionario, la diferencia no es fundamental. Ambas parten de la fe en que la historia es un proceso gradual en el que el significado y el valor se conservan y se incrementan. En realidad, la historia está llena de interrupciones en las que lo que se había ganado se pierde irremediablemente. Ya sea por una guerra, una revolución, una hambruna o una epidemia —o una combinación mortal de todas ellas, como en la guerra civil rusa—, la desaparición repentina de un modo de vida es algo frecuente. Desde luego, hay periodos de mejoras graduales, pero no suelen durar más de dos o tres generaciones. El progreso se lleva a cabo en los interludios, cuando la historia está en reposo.
En las religiones teístas de las que deriva la idea del apocalipsis, este término se refiere a una revelación final que llegará con el fin de los tiempos. Tras ser elegido Papa durante la peste romana de 590, en la que falleció su predecesor, Pelagio II, Gregorio Magno escribió: “El fin del mundo no es ya una mera profecía, sino que está revelándose”. Pero el mundo no se acabó; los cuatro jinetes se fueron por donde habían venido y la historia siguió adelante. En el sentido escatológico en el que lo interpretaba Gregorio, el apocalipsis no existe. Pero si se refiere al fin de los mundos concretos que los seres humanos se han construido, el apocalipsis es una experiencia histórica recurrente.
Cuando leemos los diarios de personas que vivieron durante la revolución rusa, observamos su incredulidad al ver que el vasto y antiguo imperio de los Románov quedó reducido a la nada en unos meses. Pocos pensaban que el mundo que habían conocido había desaparecido para siempre, aunque les atormentaba la sospecha de que no iba a volver. En el continente europeo, muchos tuvieron una experiencia similar cuando la Gran Guerra destruyó lo que Stefan Zweig, en sus elegiacas memorias El mundo de ayer (1941), llamó “el mundo de la seguridad”.
Hoy nos encontramos en unos momentos similares. Después del confinamiento, no vamos a despertarnos en el mismo mundo de antes solo que un poco peor, como ha afirmado el provocador escritor francés Michel Houellebecq (que ha dicho que el virus es “banal” porque “ni siquiera se transmite sexualmente”; de hecho, algunos estudios recientes indican que quizá se transmita a través del semen).
Gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Seguramente se desarrollarán una vacuna y tratamientos que reducirán la letalidad del virus. Pero lo más probable es que se tarden años, y, mientras tanto, nuestras vidas habrán cambiado hasta ser irreconocibles. Incluso cuando lleguen, no servirán para disipar el miedo de la población a otra ola de infecciones o a un nuevo virus. Las actitudes de la gente, más que las medidas impuestas por los Gobiernos, impedirán que volvamos a las costumbres anteriores a la covid-19.
A la hora de comparar, lo más próximo no son pandemias históricas como la gripe española, sino el impacto del terrorismo en épocas más recientes. El número de víctimas asesinadas en atentados terroristas es pequeño. Pero se trata de una amenaza endémica, que ha alterado profundamente la vida cotidiana. Las cámaras de videovigilancia y los procedimientos de seguridad en los espacios públicos han pasado a ser parte de nuestras vidas.
El coronavirus de la covid-19 no es un patógeno excepcionalmente letal, pero es muy temible. Pronto habrá en todas partes controles de temperaturas y vigilancia a través de los teléfonos móviles. El distanciamiento físico será obligatorio nada más salir de casa. La repercusión en la economía será inconmensurable. A las empresas que se adapten enseguida les irá bien, pero los sectores que dependían del modo de vida anterior —por ejemplo, bares, restaurantes, acontecimientos deportivos, discotecas, viajes en avión— se contraerán o desaparecerán. La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria.
Algunos empleos quizá ganen más poder y prestigio. Los trabajadores asistenciales y sanitarios merecen algo más que el aplauso por sus esfuerzos. Exigirán mejores salarios y condiciones de trabajo, y es muy posible que los consigan. Probablemente, los que estén en otros puestos mal remunerados y con empleo esporádico saldrán peor parados que antes.
Los efectos sobre las “categorías del conocimiento” serán inmensos. La educación superior funciona con un modelo de presencia del alumno que el distanciamiento físico ha dejado obsoleto. Las artes, los museos, el periodismo y el mundo editorial se enfrentan a un vuelco similar. La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán.
A medida que la vida de antes de la covid-19 se desdibuje en la historia, grandes segmentos de las clases profesionales se encontrarán con una experiencia similar a la de los que pasaron a ser antiguas personas en los bruscos cambios históricos del siglo pasado. La burguesía apartada no tiene por qué temer a la hambruna ni a los campos de concentración, pero el mundo en el que han vivido está desvaneciéndose ante sus ojos. Lo que están experimentando no es nada nuevo. La historia es una sucesión de apocalipsis de este tipo y, de momento, este es más suave que la mayoría.
John Gray es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.