Otro día para la Constitución

No es fácil ponerle fechas a la Transición. Fue un proceso, no un acto único. Fueron ocurriendo cosas, ninguna de ellas espectacular. Yo recuerdo sobre todo aquel 27 de febrero de 1981, el día en que me di cuenta de que hasta qué punto nos estábamos jugando todo. Ya en el metro, camino de Embajadores, me puse sin querer a mirar de reojo a los demás pasajeros, intentando adivinar quiénes iban y quiénes no a la manifestación, o sea, quiénes estaban contra el golpe y a quiénes les traía sin cuidado. Era una desconfianza hacia mis conciudadanos, una necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros, que había sentido muchas veces bajo la dictadura, cuando, minutos antes de una convocatoria “masiva”, caminaba, haciéndome el distraído, sobre todo al pasar junto a un furgón de policía. Tenía miedo, sentía ganas de meterme en un bar, de buscar un baño. La calle parecía normal pero, quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de la ciudad millones de bocas gritando “libertad” y el régimen, incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría. Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos.

Otro día para la ConstituciónAquel 27 de febrero reviví esa sensación, que había olvidado aunque sólo habían pasado cinco años desde la muerte de Franco. El tejerazo había vuelto a meternos el miedo en el cuerpo. No sólo a mí, sino a otros muchos. Porque, en aquel vagón de metro, casi todos sentíamos lo mismo. Y es que esta vez, sí, éramos muchos. Lo supimos al intentar salir a la calle. Una marea humana bloqueaba aquellas escaleras.

Yo iba con unos amigos argentinos, huidos de su país a mediados de los años setenta. Ellos ya habían vivido aquello y estaban pesimistas. Qué horror, pensar en irse de nuevo. Yo mismo me había jurado, aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el golpe me iría de España. Mi hijo no iba a crecer como yo, bajo una dictadura.

La tarde del 23 no la ha olvidado nadie. Vimos lo que estaba pasando, porque durante un rato fue un golpe televisado. A las nueve, a la hora del Telediario, un locutor almibarado anunció, entre sonrisas, el comienzo de un programa de folklore latinoamericano. Estaba claro que los golpistas habían tomado la televisión. Al cabo de un rato se confirmó: una columna militar había ocupado la sede de TVE, pero ya se habían ido. Y se esperaba un discurso del Rey sobre la situación. Pero este no llegó hasta la una de la madrugada. Solo entonces pudimos irnos a dormir.

El 23-F, además, no había sido algo aislado. De que el tránsito desde la dictadura a la democracia podía dar marcha atrás había habido indicios en las semanas anteriores. En diciembre, El Alcázar publicó aquellos artículos del colectivo Almendros, rematados por uno del general Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite. El 27 de enero, Suárez dimitió, con un agorero mensaje de despedida en el que expresaba su deseo de que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en la historia de España. El 29, ETA secuestró al ingeniero de Lemóniz José María Ryan, que apareció muerto poco después. Por primera vez, la opinión vasca reaccionó bien: una huelga general y diversas manifestaciones repudiaron aquel asesinato. Pero la policía se encargó de echar un cable a ETA. El 16 supimos que el etarra José Ignacio Arregui había muerto en Madrid tras unos días de detención. Las torturas se daban por descontadas. El efecto Ryan se disolvió y las nuevas huelgas y manifestaciones fueron ya en protesta por la muerte de Arregui.

Desde el fracaso del golpe habían pasado cuatro días llenos de especulaciones. Ahora, el 27, esta manifestación en apoyo de la democracia había sido convocada por la práctica totalidad de las fuerzas políticas y apoyada por asociaciones civiles, corporaciones públicas y manifiestos de adhesión firmados por intelectuales y artistas. Pero Fuerza Nueva y otros grupos se atrevieron a programar una contramanifestación, a la misma hora, a favor de quienes “por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos traidores”. El Batallón Vasco Español telefoneó advirtiendo de la colocación de un artefacto explosivo de gran potencia en el Jardín Botánico. Regresaban además a sus hangares los tanques de la División Brunete. Venían de unas maniobras, pero provocaron temores.

Sosteniendo una gran pancarta en la que se leía: “Por la libertad, la democracia y la Constitución”, encabezaban la marcha los dirigentes de todos los partidos convocantes: Felipe González, Fraga, Calvo Ortega, Rodríguez Sahagún, Carrillo, Sartorius, Sánchez Montero, Camacho... Les seguía otra pancarta con los colores de la bandera nacional. Era un hito en la historia del país que Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable historial franquista, marchara tras el mismo lema que la plana mayor del partido comunista. El nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe bolchevique apoyaban, de repente, una misma cosa: la Constitución, la democracia.

Se esperaba la asistencia de centenares de miles de personas, pero la cifra subió a millón y medio sólo en Madrid. Con los cientos de miles de Barcelona, Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de otras ciudades, fue el mayor conjunto de manifestantes jamás reunido en la historia del país. Entre la glorieta de Embajadores y las Cortes apenas podíamos movernos. El scalextric de Atocha, todavía en pie, temblaba al paso de aquella multitud de marcha renqueante. Llovía a ratos, pero era lo de menos. Había un gran número de fotógrafos y reporteros y la gente les aplaudía y ovacionaba de vez en cuando. Se oían vivas a la libertad, a la democracia, al Rey; el pueblo unido jamás será vencido; democracia, sí, dictadura, no. Un viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una pancarta que decía: “Viva el Rey”.

Frente al palacio de las Cortes, Rosa María Mateo leyó un comunicado en el que se decía que el pueblo español había decidido vivir en democracia, que “la fuerza sin ley es contraria a una sociedad civilizada”, que la condición de “españoles” era inseparable de la de “seres libres” y que el grito “¡viva España!” debía equivaler a los de “¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.

Hoy, cuando se desprecia o denigra la Transición, cuando se dice que fue una operación fácil, producto de un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordar aquel 27 de febrero. Este país, tan necesitado de símbolos y referencias compartidas, podría pensar en trasladar la fiesta nacional a esa fecha, en lugar del 12 de octubre o el 6 de diciembre. La Constitución merece ser celebrada no cuando se aprobó formalmente sino cuando el pueblo español y sus representantes salieron a la calle, emocionados, atemorizados y unidos, detrás de ella.

José Álvarez Junco es historiador.

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