El establishment europeo está exultante en relación con dos anuncios recientes, que hubieran sido trascendentales incluso si sólo fueran parcialmente correctos: el final de la crisis de deuda de Grecia y un pacto francoalemán para rediseñar la eurozona. Por desgracia, ambas noticias ofrecen nuevas pruebas del destacable talento del establishment de la Unión Europea para no perder nunca una oportunidad de perder una oportunidad.
Que los dos anuncios hayan sido la misma semana no es casualidad. La implosión financiera de Grecia, allá por 2010, fue un síntoma terrible de los defectos de diseño de la eurozona, y por eso inició un efecto dominó en todo el continente. La continuidad de la insolvencia de Grecia es reflejo de profundos desacuerdos dentro del eje francoalemán en relación con el rediseño de la eurozona. Mientras tres presidentes franceses y una misma canciller alemana no lograban ponerse de acuerdo para hacer cambios institucionales que volvieran a la eurozona sostenible, a Grecia se le pidió desangrarse en silencio.
En 2015 los griegos montaron una rebelión, pero el establishment europeo la aplastó sin piedad. Ni el Brexit ni la incesante deslegitimación de la UE a ojos de los votantes europeos lograron convencer al establishment de hacer cambios. La elección del presidente francés Emmanuel Macron pareció la última esperanza para el nuevo pacto Berlín‑París necesario para evitar que una asfixiada Italia iniciara el siguiente (y esta vez letal) efecto dominó.
Con Macron se propusieron ideas nuevas y esperanzadas: un presupuesto común para la eurozona; un nuevo instrumento de deuda seguro y mecanismos tributarios cuasifederales; un fondo común de seguro de desempleo; un seguro de depósitos bancarios común y un fondo común para la recapitalización de bancos en problemas (que aportaría la base faltante para una auténtica unión bancaria). Además, se crearía un nuevo fondo de inversión para movilizar el ahorro ocioso en toda Europa, sin sumar presión fiscal a los estados miembros. Y el gobierno de Macron también pareció adoptar una propuesta que hice en 2015, siendo ministro de finanzas de Grecia, para una reestructuración con bonos atados al PIB, que vincularía el volumen de la deuda pública total de Grecia (y la velocidad de su devolución) con el tamaño y la tasa de crecimiento del producto nominal del país.
Un año después, con Italia en rumbo de colisión con la UE, de la cumbre de Meseberg entre la canciller alemana Angela Merkel y Macron surgió un acuerdo para la reforma de la eurozona. A los pocos días, el Eurogrupo de ministros de finanzas de la eurozona emitió una “solución” propia a la crisis de la deuda griega.
En un universo decente, los dos anuncios serían el inicio del final de una década perdida para Europa y el comienzo de una era de reconstrucción, para que los europeos puedan enfrentar juntos los desafíos planteados por el presidente estadounidense Donald Trump y la próxima desaceleración económica. Por desgracia, no es el universo en que vivimos.
Incluso antes de la cumbre de Meseberg, Macron ya había diluido tanto sus propuestas que equivalía a una rendición. El esquema de seguro de depósitos bancarios común y el fondo común de recapitalización se postergaron para un improbable futuro en que los bancos de la periferia de la eurozona se hayan librado de préstamos incobrables antes de la creación de una auténtica unión bancaria. Del esquema de seguro común de desempleo ni siquiera se habló. Y la idea de un instrumento común de deuda para sostener un presupuesto de la eurozona equivalente al 2 o 3% de su producto agregado (principal prerrequisito de una unión fiscal macroeconómicamente significativa) se arrojó sin contemplaciones al cesto de la basura.
Naturalmente, Merkel ofreció lo mínimo necesario para que Macron pudiera disfrazar su humillación como un triunfo personal. Frente a una prensa extática, ambos anunciaron la decisión de crear un presupuesto de la eurozona, sólo de nombre, porque en realidad no es más que una línea de crédito del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE, el fondo de rescate que en 2015 otorgó créditos a Grecia). También acordaron un fondo (insustancial) para “tiempos malos”, que será financiado por los estados miembros, y un impuesto (ficticio) a las transacciones financieras y a la economía digital; “concesiones” que no le cuestan nada a Merkel, ya que es probable que países como Holanda e Irlanda las torpedeen.
En cuanto a la recapitalización de los bancos, Macron y Merkel anunciaron un esquema financiado por el MEE. Pero todas las decisiones del MEE dependen de la aprobación del parlamento alemán, así que el Bundestag tendría poder de veto sobre la recapitalización de, por ejemplo, un banco italiano, algo que difícilmente acepte el nuevo gobierno de Italia.
Cuando un banquero tiene que disfrazar un préstamo incobrable en los libros contables, le extiende un préstamo nuevo al deudor insolvente, para que pueda fingir que sigue pagando el préstamo original. Cuando el nuevo préstamo se agota, se le permite al cliente suspender el pago por algunos años, mientras se acumulan los intereses. Esto mantiene constante el valor actual neto del activo (el préstamo), mientras se pospone el día de la verdad (cuando haya que confesar a la autoridad regulatoria que el préstamo es incobrable).
Desde 2010, los acreedores de Grecia vienen haciendo este ejercicio de extender y fingir como si se estuvieran entrenando para las Olimpíadas. En vez de una valiente y terapéutica quita de deuda, o la solución moderada de los bonos atados al PIB, la reciente decisión del Eurogrupo, proclamada como el “fin de la crisis de la deuda griega” no es otra cosa que la apoteosis misma de esta práctica cínica.
Técnicamente, el elemento central del nuevo acuerdo sobre la deuda es una postergación por diez años de pagos por un total de 96 600 millones de euros (112 500 millones de dólares) a partir de 2023. De modo que se le ha ofrecido al Estado griego un programa facilitado de pagos hasta 2033 a cambio de la continuidad ad infinitum de duras medidas de austeridad (una meta de superávit fiscal primario del 3,5% del producto nacional hasta 2022, y 2,2% entre 2023 y 2060); pagos anuales imposibles entre 2033 y 2060 (cerca del 60% de la recaudación tributaria); y un ratio deuda/producto nacional superior al 230% en 2060 si la próxima recesión global vuelve inalcanzables las excesivamente ambiciosas metas de crecimiento del plan (como seguramente ocurrirá).
Cualquier evaluación objetiva del reciente acuerdo del Eurogrupo sobre la deuda pública de Grecia concluiría que se condenó al país al endeudamiento perpetuo. Y un observador imparcial de la cumbre de Meseberg entre Merkel y Macron concluiría que la eurozona sigue siendo tan macroeconómicamente insostenible como hace cinco años. Pero el establishment europeo, inconsciente de la Internacional Nacionalista que se prepara para devorar la UE, le está sirviendo los aperitivos.
Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is Professor of Economics at the University of Athens. Traducción: Esteban Flamini.