Este primero de julio de 2018 fue derrotado el México de las élites y el México de la desigualdad. El México neoliberal y el México de la guerra contra el narco. El México de la corrupción como modo de vida y el de las 200.000 muertes en dos sexenios. El México de Ayotzinapa y el de la Casa Blanca. El México que se obcecó con cerrar los ojos a la barbarie y el del miedo al cambio. El México de la desilusión y el del conformismo. El México de quienes defienden doce años de desastre como nuestra única normalidad posible.
Triunfó otro México. El México que despertó en la Revolución mexicana y quedó adormecido por casi 70 años de revolución institucionalizada. El México que, desde 1968, se batió por la democracia y el ensanchamiento de nuestra ciudadanía. El México de los movimientos sociales y el de los activistas por los derechos humanos. El México de los desfavorecidos, de los olvidados, de los invisibles. El México de los jóvenes que anhelan un futuro mejor.
Triunfó, también, la democracia: ese sistema que le permite a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y castigar, con la fuerza del voto, a quienes los han traicionado. Fueron elecciones de decepción y de cólera: el voto de castigo a un sistema incapaz de mejorar las condiciones de vida de la mayoría. Y se transformaron, hoy, en elecciones de optimismo: ante el panorama que dejamos atrás, se trata del resultado más sensato. Tras las decepciones del Brexit, Estados Unidos o Colombia, un país demostró que puede imaginar una nueva narrativa de esperanza. Cualquier demócrata debería celebrarlo.
Lo anterior no implica que la victoria no sea, asimismo, de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento. Sus defectos se convirtieron en virtudes: su obcecación, su temple, su fe (habrá que llamarla fe) hacia su propia causa y hacia sí mismo. Contra viento y marea —uso intencionalmente el título vargasllosiano—, logró, en su tercer intento, la presidencia de la República. Su campaña fue tan precisa como desastrosa la de sus rivales. Fiel a sí mismo, asentó los únicos temas que parecían importarle, la desigualdad y la corrupción, y dejó que Ricardo Anaya y José Antonio Meade se aniquilasen mutuamente. La cruel derrota de ambos cimbrará a sus partidos: el PRI, otrora hegemónico, podría volverse testimonial, mientras que en el PAN (por no hablar del PRD) ya ha comenzado el fratricidio. He aquí uno de los peligros que nos acechan: no tanto la falta de contrapesos ahora, cuando hay un mandato claro hacia Morena, como de alternativas en caso de que falle.
Tras la celebración ha de empezar la inmediata reconstrucción del país. AMLO ha dejado claras sus prioridades: de seguro no tardará en activar programas sociales y mecanismos redistributivos para paliar la desigualdad; más incierto es cómo erradicará la corrupción: su ascenso a la Silla del Águila no operará un milagro. Y más ardua aún será su tarea frente a la violencia. Se impone que siga un programa con el que no simpatiza del todo: extirpar el maniqueísmo de la guerra contra el narco, resolver las causas sociales que impulsan al crimen, reformar los cuerpos de seguridad e iniciar la legalización de las drogas.
Igual de urgente es un desafío que apenas abordó en su campaña: la construcción de un sistema de justicia confiable, eficaz e independiente. El adjetivo crucial es independiente: la medida de su convicción democrática quedará asentada en su posición sobre este punto. De ello dependerá, a la vez, el éxito de su lucha contra la violencia y la corrupción: un país como el nuestro, donde nueve de cada diez homicidios quedan impunes, no tiene alternativa.
México inicia una nueva era, tan apasionante como incierta. López Obrador está obligado a detallar un sinfín de medidas para cumplir sus metas y tranquilizar no tanto a los mercados como a quienes se han obsesionado en dibujarlo como un aprendiz de dictador. El éxito de su Gobierno, y del país, radicará en que logre preservar lo mejor que ha exhibido en esta campaña y en reprimir cualquier sesgo autoritario. México le ha concedido una oportunidad invaluable: con el concurso de todos los ciudadanos, quienes lo votaron y quienes no, lograr que ese otro México —pacífico, próspero, libre y justo— sea posible.
Jorge Volpi es escritor. @jvolpi