Otro mundo global

La homilía del Papa Francisco del pasado 27 de marzo en la plaza de San Pedro constituye un obligado examen de conciencia que debemos retomar a fondo, ahora que ha empezado el debate sobre la llamada «nueva normalidad». No podemos imaginar el futuro sin sacar lecciones del pasado. No podemos hablar de «reconstrucción» sin reconocer lo que se había construido mal antes de que la pandemia se llevara por delante tantas cosas que parecían intocables, dentro y fuera de nosotros mismos. Si tenemos que rehacer la ciudad como espacio de convivencia y humanidad, no podemos usar las mismas piezas ni seguir los trazados colectivos fallidos o precarios, que la pandemia y el confinamiento consiguiente han puesto al descubierto de manera patente. Debemos reconocer, con el Papa, que la enfermedad del coronavirus se ha desatado en un mundo que ya estaba enfermo de otros virus temibles como, por ejemplo, un individualismo galopante o el descarte de los pobres y de los extranjeros.

El punto de partida de la «nueva normalidad» no puede ser un simple regreso a la «normalidad» que ya conocíamos, un retorno al mundo de antes. Hablar de novedad es imaginar que las condiciones de vida de los habitantes del planeta tienen que ser otras, que el mundo en el que vivimos es un regalo del Altísimo y no un espacio del que somos administradores -y no unos déspotas-, que el cuidado de las personas y de la creación no puede estar supeditado tan solo al factor ganancia («es bueno lo que produce un beneficio»), que la protección de los pobres y de los vulnerables (ancianos, enfermos crónicos, personas sin techo, nuevos pobres sin recursos) es tarea de todos, que las libertades de pensamiento y de expresión deben ser garantizadas porque derivan de la dignidad de la persona, que la guerra es un crimen contra la humanidad, que la paz y la convivencia son la única posibilidad para vivir en un mundo global.

El mundo global no se ha terminado, pero debe ser otro. Apenas acaba de empezar, pero tiene sus amenazas, y ahora hemos topado con la que menos esperábamos. Los problemas pasan por nuestra fragilidad y por nuestras limitaciones. El portador del virus es el ser humano, puede ser cada uno de nosotros. La pregunta que debemos plantearnos es doble: nuestra capacidad de asimilar una rotura global -no tan solo europea-, provocada por la pandemia del coronavirus y por la consiguiente crisis económica, y, en segundo lugar, nuestra voluntad de construir un proyecto humano diferente del que ha sido predominante hasta ahora. Una crisis supone el fin de una realidad existente y la aparición progresiva de un mundo nuevo, en el que la primera globalización sea la de la solidaridad.

Estos días ha empezado el debate público sobre este mundo nuevo, con el tono menor que resuena a menudo detrás de la expresión «la nueva normalidad». En cualquier caso, es importante que muchos subrayen que el futuro no se puede enfocar como un «retorno a la normalidad». Más bien es necesaria una apelación a la conciencia, personal y colectiva, en la que todos podemos coincidir, de forma que poco a poco se dibuje una «nueva responsabilidad» -que sería, a mi entender, el nombre apropiado para llenar de contenido la expresión «nueva normalidad»-.

Ahora es el momento de entrar en la elaboración de una sensibilidad común que configure la «nueva responsabilidad» ante un mundo que debe renovarse. El horizonte de la historia y del futuro vuelve a aparecer ante nuestros ojos. No es hora de lamentaciones ni resignaciones, de temores o dudas que nos frenen. La crisis del Covid-19 es sanitaria, social, económica y política, pero también es existencial, afecta a la existencia de cada cual y de todos. De hecho, el coronavirus pone en cuestión uno de los mantras de nuestro tiempo: el individuo como centro del mundo, el «yo» como referente único, el individualismo como sistema deseable de vida.

La «nueva responsabilidad», matriz de la «nueva normalidad», deja obsoleta una concepción individualista de la vida, desde la que parece que todo tenga que repetirse y no sea posible cambiar nada. Pero, como subraya con énfasis Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, ¡todo puede cambiar! Se dibuja en ciernes un cambio de época después de que la crisis del coronavirus haya llenado de luto a nuestros países con tantas muertes, sobre todo de ancianos confinados en las residencias. Ahora que parece próximo el progresivo desconfinamiento, se suscita una pregunta de fondo: la importancia del «ser» por encima del «hacer», la importancia de las cosas esenciales por encima de las superfluas. Llegan tiempos nuevos para una nueva responsabilidad personal y colectiva.

Armand Puig Tàrrech es Rector del Ateneo Universitario Sant Pacià (Barcelona).

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