Otro paso más hacia el Estado catalán

En los años tenebrosos del franquismo, cuando la oposición al régimen se cobijaba especialmente en la Universidad, se pudo leer en la prensa de esa época la siguiente información: «Plena normalidad en la Universidad Complutense. Las clases continúan suspendidas». Pues bien, me acordé de este curioso concepto de normalidad al contemplar lo que está sucediendo con la esperada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán y con las acciones empero que está llevando a cabo la Generalitat, puesto que en las actuales circunstancias cabría sostener algo parecido.

Lo podríamos describir así: «Plena normalidad en el desarrollo del Estatut. Mientras que el Tribunal Constitucional sigue contando las amapolas que hay en el campo, la Generalitat sigue dando pasos hacia el Estado catalán». Supongo que ya no habrá ingenuos que continuen pensando que los nacionalistas no quieren realmente la separación de Cataluña del resto de España, pues la larga marcha hacia ese objetivo, que inició Pujol, se ha visto ahora incrementada por una doble razón. Por una parte, porque el PSC se ha convertido (aunque con fuertes tensiones internas) en un partido nacionalista más y, por otra, porque los nacionalistas son conscientes de que hay que aprovechar al máximo los años zapateriles, ya que nunca encontrarán un inquilino de La Moncloa, tan favorable o tan despistado como el actual, para poder ir avanzando hacia su meta sin demasiados costos.

La estrategia consiste en aprovechar el caos del Tribunal Constitucional, incapaz de decidir conforme a derecho si el Estatut es o no constitucional, para ir cortando cada día una amarra más de la balsa de piedra que constituye Cataluña, como en la novela de Saramago de ese título, para acabar desgajándose finalmente del resto de España.

En este caso, a diferencia de lo que sucede en la obra del Nobel portugués, la brecha no ha sido espontánea, sino fríamente calculada, al margen de la mayoría de la población catalana, por los dirigentes nacionalistas, como un claro ejemplo de la gula del poder, en féliz hallazgo de la vicepresidenta Fernández de la Vega. En consecuencia, puesto que el Estatut está vigente desde hace ya casi cuatro años, a pesar de estar recurridos muchos de sus artículos y por eso precisamente, conviene ir desarrollándolo para demostrar su fuerza fáctica y crear situaciones adquiridas, dificiles por tanto de anular, como ocurre con los kibbutz de Israel en los territorios ocupados ilegalmente.

De este modo, se han ido aprobando -o se van a aprobar- leyes autónomicas como la Ley de Educación, la Ley del Cine en catalán o la Ley del Consell de Garanties estatutaries. Y ahora la Generalitat quería fletar también otras dos decisivas: la Ley de Ordenación del Territorio o Ley de Veguerías y la Ley Electoral, ambas estrechamente vinculadas. Por el momento, se ha aparcado, una vez más, la Ley Electoral, porque no hay forma de poner de acuerdo a las diferentes fuerzas políticas que quieren arrimar el ascua a la sardina de sus intereses, a través de un sistema electoral que les favorezca (se mantiene así de forma «transitoria» el sistema de cuatro circunscripciones electorales regulado en el anterior Estatut). Sin embargo, el Gobierno catalán ha aprobado un proyecto de ley de reordenación territorial, que resucita la vieja denominación de veguerías, con el propósito de sustituir las cuatro provincias catalanas por siete (u ocho) nuevas entidades locales.

Enseguida veremos los problemas que comporta esta nueva decisión del Tripartito, pero vale la pena resaltar aquí que todo el Estatut, toda su filosofía, toda su estructura, va dirigida a crear un nuevo orden constitucional en Cataluña, diferenciado del existente en el resto de España. Esta, y no otra, es la razón por la que un Tribunal Constitucional incompetente lleva tres años sin ponerse de acuerdo sobre si el Estatut encaja en la Constitución, cuando el verdadero problema para ellos es el de saber de una vez si la Constitución encaja en el Estatut, como pretenden los nacionalistas y, de esta manera, romper los cabos que atan a Cataluña con el resto de España.

No servirá de nada declarar inconstituional tal o cual artículo, o interpretar otros según la conveniencia mejor para no que parezca inconstitucional. El problema es, como ya he dicho el alguna ocasión, que un elefante, por mucho que se le someta a una dieta de adelgazamiento, seguirá siendo un elefante. Y, en tal sentido, el Estatut, in totum, es inconstitucional, y no sólo alguno de sus artículos, por lo que de nada servirá que lleguen a declarar que algún artículo aislado no es constitucional, pues las normas tienen una coherencia interna en su finalidad que no varía aunque se anule alguna de sus partes. Mal lo tienen, pues, los magistrados del Tribunal, si es que al final acaban sacando a la luz pública una sentencia, porque no resolverá nada, no contentará ni a tirios ni a troyanos, y lo único que quedará claro es la irresponsabilidad de los que han permitido que una norma así, a diferencia de lo que sucedió con el llamado Plan Ibarretxe, haya sido aprobada por las Cortes Generales.

Pero vayamos ahora al proyecto de Ley de las Veguerías, que con su aprobación por el Tripartito (el cual se cuartea por momentos), ha dejado al descubierto cuatro problemas. Primero, porque ha conseguido enfrentar a muchas entidades locales con esa división en siete veguerías, pues tres provincias actuales se dividirían, sin el acuerdo de las partes interesadas. Segundo, porque no se han percatado que esta nueva división aumentará los funcionarios, los trámites de todo orden, en una época de crisis económica. Tercero, porque sería disfuncional mientras Cataluña forme parte de España, al romper la estructura homogénea del Estado español, lo cual afectaría a muchas leyes estatales. Cuarto, porque, se quiera o no, esta división interfirirá en los resultados electorales, ya que acabarían siendo circunscripciones electorales, desencadenando así, como ya ocurre, la lucha de los partidos. Y quinto, y fundamentalmente, porque es incostitucional, según vamos a ver.

Como es sabido, la ordenación territorial de España, según el artículo 137 de la CE descansa en tres pilares: municipios, provincias y Comunidades Autónomas, y se sobreentiende que éstos son los nombres y las categorías que rigen para todo el territorio español, sin perjuicio de alguna modalidad propia, como en las provincias insulares. En cuanto a la provincia concretamente, el artículo 141 expone que es «una entidad local con personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios» y es la única «división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado». Se añade a continuación que «cualquier alteración de los límites provinciales habrá de ser aprobada por las Cortes Generales mediante ley orgánica», que «el Gobierno y la Administración autónoma de las provincias estarán encomendadas a diputaciones u otras corporaciones de carácter representativo», y que «se podrán crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincias».

Pues bien, cogiendo el rábano por las hojas, los redactores del Estatut han malinterpretado este precepto, para suprimir las provincias en Cataluña, las cuales no se reconocen en él, para crear una propia estructura territorial, es decir, un paso más hacia la diferenciación con el resto de España, adoptando otra división territorial que se han sacado de una historia manipulada. En efecto, aquí han seguido las directrices del llamado Informe Roca, escrito por una Comisión de expertos que había nombrado el Gobierno catalán el 3 de abril de 2000, a sugerencia de los partidos políticos.

Naturalmente la presidía Miquel Roca Junyent, uno de los llamados siete padres de la Constitución (?), y entre las medidas que proponía para una racionalización del mapa administrativo de Cataluña, se encontraba la recuperación del término verguería. Se recomendaba así que se alterase el número, la delimitación y la denominación de las provincias actuales y, por supuesto, la supresión de las diputaciones provinciales. Para conseguirlo, se señalaba la necesidad de leyes estatales (orgánicas u ordinarias), pero no mencionaban que todo esto era un fraude constitucional, porque variar el numero de provincias y suprimir las diputaciones provinciales, sólo se puede llevar a cabo mediante la reforma de la Constitución.

Así lo señala la literalidad de la Constitución en los artículos citados mas arriba y así lo mantiene la propia doctrina del Tribunal Constitucional. En efecto, cuando se sostiene en el artículo 141.1 que «cualquier alteración de los límites provinciales deberá ser aprobada por ley orgánica», se está refiriendo exclusivamente a las «fronteras» de una provincia, que sí podrían alterarse, y no a su supresión o partición, porque de lo contrario nos hallaríamos ante un mapa administrativo español inestable, sujeto a vaivenes políticos, que harían imposible la funcionalidad del Estado.

En consecuencia, así lo específica el artículo 25 del Real Decreto Legislativo 781/1986, por el que aprueba el Texto refundido del Régimen Local: «1. El territorio de la nación española se divide en 50 provincias con los límites, denominaciones y capitales que tienen actualmente. 2. Sólo mediante ley aprobada por las Cortes Generales pueden modificarse la denominación y capitalidad de las provincias. Cualquier alteración de sus límites requiere Ley Orgánica».

Por consiguiente, aunque se puedan variar la denominación, la delimitación y la capitalidad de alguna, el número de provincias es intocable, salvo que se modifique la Constitución, lo mismo que ocurre con las diputaciones provinciales, que también ignora el Estatut en su artículo 91. Para comprobarlo baste señalar aquí lo que ha dicho el propio Tribunal Constitucional en su sentencia 32/81, por si algunos magistrados actuales tienen síntomas de Alzheimer: «La abolición de las provincias y de las diputaciones provinciales implicaría una infracción pura y simple de lo dispuesto en los artículos 137, 141 y 142 de la Constituión…».

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.