Otro Pradera más

Para Natalia

Cinco años después de su muerte, Javier Pradera ha seguido echando raíces inverosímiles en el subsuelo de la democracia española. Las puso hacia 1963 cuando desmontó en La mitología falangista el engrudo de mentiras y emociones del fascismo que mamó en su propia casa (y en casa de su primera mujer, Gabriela, hija de Rafael Sánchez-Mazas). Las hincó algo más cuando tomó distancias del estalinismo congénito al PCE en el que militaba con Semprún y Claudín, y dejó de hacerlo en 1965, meses después de la expulsión de ambos (y los formidables papeles están en Camarada Javier Pradera, de Santos Juliá). Por fin, casi 30 años después, volvió a asaltar el palacio de cristal de la democracia con una inspección fría de los síntomas corruptos de la joven, nueva y prematuramente ajada democracia española. Lo puso por escrito en otro libro, que también dejó inédito, quizá para evitar el ensañamiento con el socialismo derrotado en 1996, Corrupción y política.

Se suponía que después de publicar dos libros y un conjunto articulado de textos no habría ya más sorpresas en la vida de uno de los principales ideólogos de la socialdemocracia española, pero no ha resultado verdad. Durante 30 años, Pradera había sido, sobre todo y por encima de todo, editor de ensayo a la vez que era conspirador comunista, luego excomunista, más tarde conspirador socialdemócrata y quizá incluso al final socialdemócrata desengañado, a la altura de finales de los años noventa. Pero todo eso lo hizo mientras editaba libros, sugería títulos, animaba proyectos, descartaba otros y definía invisiblemente el tejido de una conciencia democrática.

Es verdad que todo se acabó a plena luz del día y sin ninguna invisibilidad. En 1986 las discrepancias con el director de EL PAÍS, Juan Luis Cebrián, conducen a su dimisión como editorialista y jefe de Opinión (por adherirse a la campaña en favor de la permanencia en la OTAN, liderada por Felipe González). Dos años después, sus discrepancias como director editorial de Alianza con su accionista mayoritario, Diego Hidalgo, no logran frenar la venta programada de la editorial, y Pradera abandona. De golpe deja dos despachos que le habían hecho sucesivamente insustituible desde 1966 en la construcción democrática de la Transición, cuando ser demócrata era sobre todo una debilidad burguesa o una flaqueza de clase. Al final de su vida lo explicó como nunca: “La democracia fue una idea nueva en la España de 1977, descubierta a la vez por la derecha y por la izquierda, que habían combatido por objetivos distintos a la democracia representativa y al Estado de derecho durante la Guerra Civil”.

Su propia reeducación socialdemócrata fue también la reeducación de un porcentaje poderoso de españoles en un país en construcción. Pero nació lejos de las portadas y los titulares porque prefirió la penumbra del despacho de editor, primero en el vientre de la reflotada Tecnos de Gabriel Tortella padre, en 1959, y después bajo la politizada y prosocialista etapa del FCE de Arnaldo Orfila (hasta 1967). Allí su trabajo consistió en inventar libros que no llegarían a publicarse en Fondo (de Manuel Sacristán, Ramón Tamames, Aranguren, Tierno Galván o Joan Fuster) y pelear en censura contra Carlos Robles Piquer y Manuel Fraga para que no fuesen 50 sino 500 los ejemplares que circulasen en España de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, de La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, o de Carlos Fuentes con La región más transparente. Pero nunca logró tolerancia alguna para Max Aub, ni el de los Campos ni el otro, y tampoco logró nada con León Felipe, aunque sí con Octavio Paz y con obras de algunos otros exiliados, como Juan David García Bacca.

¿Y después? Después llega el modo típicamente Pradera, es decir, irreductible a un solo trazo porque hacía tres cosas a la vez, como mínimo. Una era pública, otra era privada y la tercera casi secreta, o al menos —como suele recordar Miguel Ángel Aguilar— secreta hasta que en 1984 recibió de manos del presidente Felipe González el premio Francisco Cerecedo. Desde entonces ya no hubo modo de ignorar que Pradera había sido y seguía siendo editorialista y jefe de Opinión de EL PAÍS desde el nacimiento del periódico, aunque muchos creyesen que su actividad pública fundamental era la dirección de Alianza Editorial, y otros tantos ignorasen que la tercera pata, la privada, consistía en el control a distancia de otra editorial más, Siglo XXI de España, desde 1968. Quizá fue esta su experiencia como editor más personal, tormentosa y comprometida, hasta su abandono en 1976. No tenía vínculo orgánico con esa nueva editorial que Orfila había fundado al día siguiente de su cese político en FCE, en 1965, pero era accionista, cómplice y algo más que eso. Fue instigador de la asesoría literaria de Juan Benet (también socio de Siglo XXI de España, como Aranguren o Clemente Auger) e inductor de libros que hablaban, antes de la muerte de Franco, contra Las palabras de la tribu, como hizo José Ángel Valente, mientras Carmen Martín Gaite contó los Usos amorosos de la posguerra, José Álvarez Junco redescubría La comuna en España, Carlos Blanco Aguinaga releía La juventud del 98 y Agustín García Calvo (“un intelectual de talla realmente excepcional”, dice Pradera a Orfila) jugaba con Lalia a otros lenguajes.

Pero su editorial es en realidad la Alianza de 1966, con Libro de Bolsillo como rompehielos eficiente y fundada por José Ortega Spottorno, la familia Vergara (que aporta la mayor parte del capital) y Jaime Salinas tras la experiencia de Seix Barral. Puede que la función de Alianza en los 15 años siguientes fuese lo más parecido a la que tuvo el Fondo de Orfila en México entre 1948 y 1965, con sus Breviarios y su Colección Popular, pero adaptado a un país con carencias culturales de dimensiones oceánicas. En aquellos despachos de Milán, 38, y en los de entonces editores como Jesús de Polanco y Pancho Pérez González, empezó a gestarse en 1973 la idea del nuevo periódico que saldría en mayo de 1976, ya con Cebrián en la dirección y Pradera como principal editorialista.

Había rechazado en 1971 la propuesta avalada por Salvador Allende de dirigir Quimantú, la nueva editorial del Estado en Chile, porque “son muchas las cosas que me retienen en España (incluso profesional-culturalmente)”, le cuenta a Orfila. Quizá todo podía ser tan extrañamente natural en el futuro como atraer a los autores avistados, en los últimos 15 años y en tres editoriales, a las páginas de Opinión de un periódico hecho por y para un país en plena y lenta reeducación socialdemócrata. Quizá sea este el más decisivo y más invisible Javier Pradera.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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