Se van los norteamericanos de Irak. Pero se quedan. Se van las tropas de combate, pero se quedan 50.000 soldados para adiestrar al ejército iraquí contra «la insurgencia». ¿Acaso no es ésa también una misión de combate?, se preguntarán algunos. A fin de cuentas, los dos guardias civiles asesinados en Afganistán cumplían idéntica tarea. Es una de las muchas preguntas sin respuesta en la guerra que Occidente libra con el fundamentalismo islámico, sin muchas posibilidades de ganarla. ¿Estamos ante otro Vietnam?, es otra. Junto a algunas diferencias, hay inquietantes semejanzas.
La primera, que Estados Unidos ha vuelto a caer en el error de creer que la democracia soluciona todos los problemas de este mundo. Cuando la cosa no es tan simple. Funcionó en Alemania y Japón. No funciona en África. Funciona en parte de Asia, a trancas y barrancas en Hispanoamérica y, curiosamente, funciona mejor de lo esperado en los países ex comunistas. La razón es muy simple: el comunismo es una invención occidental. Marx y Engels no eran sino pensadores alemanes que intentaban llevar el idealismo hegeliano a la práctica. No lo consiguieron, pues lo ideal no es de este mundo, pero dejaron la semilla para que el Este de Europa se incorpore al Oeste.
Cosa muy distinta es el mundo islámico. El islamismo viene enfrentándose con el cristianismo occidental desde que nació. A la rivalidad religiosa se une la social. Ambos han creado sociedades tan opuestas que hacen difícil la ósmosis. El gran error norteamericano en esta Tercera Guerra Mundial que se está librando es creer que el musulmán desea nuestro way of life. No, el musulmán desea nuestra tecnología. Como estilo de vida, prefiere el suyo. La mejor prueba es que los musulmanes que vienen a occidente conservan su estilo de vida y quieren que sus hijos los conserven. Del mismo modo, no sienten respeto por la democracia occidental, que consideran sinónimo de corrupción y decadencia. Consideran la suya mucho más sencilla, ordenada y directa. Partiendo del Corán como Constitución y de los intérpretes del mismo, los ulemás y ayatolás, como jueces y líderes, la democracia islámica no establece diferencia entre los distintos poderes del Estado, desapareciendo por tanto la sociedad civil, base de la democracia occidental. Si le añadimos los enormes privilegios que otorga a los hombres sobre las mujeres, se entiende el poco interés de la mayoría de los musulmanes por cambiar su democracia por cualquier otra. El último factor de esta incompatibilidad es el histórico. Estamos hablando de pueblos orgullosos, con culturas tanto o más antiguas que la nuestra y periodos de esplendor incluso superiores. Para verse luego sometidos a la humillación del colonialismo occidental y tratados como ciudadanos de segunda en sus propios países. ¿Tiene algo de extraño que miren con sospecha cuanto les llega de Occidente, empezando por su democracia, en la que ven un caballo de Troya neocolonialista? Todo ello sin contar con el «caso Israel», que el Oeste incrustó entre los musulmanes, para hacerles pagar los pecados que él había cometido contra los judíos. Algo que nunca nos perdonarán.
Son todos ellos factores de enorme peso, que, sin embargo, no han sido tenidos en cuenta por Estados Unidos al diseñar su política hacia el mundo islámico en general y hacia su terrorismo en particular. Creer que enarbolando la bandera de nuestra democracia, gastándose allí miles de millones de dólares y enviando centenares de miles de soldados podía ganarse esa guerra es, sencillamente, de una ingenuidad que asusta. La «liberación» del mundo islámico sólo podrá venir desde dentro de él. Tiene que surgir de su Lutero que proclame la relación directa del individuo con Dios, que separe Iglesia y Estado, y que acabe con el sometimiento de la mujer al hombre, con la excusa de protegerla. Pero ese Lutero, esa reforma, no se ha visto ni se ve. Es más, las reformas islámicas han venido siempre en sentido contrario: cuando la sociedad se relajaba, surgen los integristas, los «puros», los almohades o los talibanes, para imponer de nuevo la norma estricta del Corán. Hasta hoy.
Nada de esto ha sido tenido en cuenta por el Oeste, y especialmente por su líder, los Estados Unidos, en su estrategia hacia el Islam, que se mueve a bandazos entre la línea dura y la blanda, la militar y la política. O bien insiste en la panacea de las elecciones como remedio de todos los males, con el resultado de que ganan los radicales allí donde se celebran por las razones expuestas, con lo que el problema es doble, o bien despacha ejércitos contra esos radicales bajo la excusa de la ayuda humanitaria y de desarrollo, para encontrarse combatiendo a buena parte de la población. Que es lo que está ocurriendo en Irak y en Afganistán.
¿Qué remedio tiene, si tiene alguno? El único que le veo es atenerse a la realidad, en vez de a nuestros deseos. El mundo islámico nos ve como enemigos y como invasores, por más empeño y medios que movilicemos para instaurar una sociedad como la nuestra. Algo que no podrán alcanzar mientras sigan atrapados por una ley, un orden y una forma de vida que frena su desarrollo. Pero que tampoco podremos imponérselo desde fuera. Ese es el dilema en que estamos atrapados ellos y nosotros. Si usted pregunta hoy a un egipcio, a un sirio, a un afgano, a un indonesio qué es lo que más desea, no le contestará «la democracia», sino «la bomba atómica». Es su forma de reafirmar su personalidad, su autoestima. Y lo que menos necesita el mundo.
La reforma del mundo islámico, repito, sólo podrá venir desde dentro de él y sólo hay dos vías para ello: el ejército y el «autócrata benevolente». El ejército turco, bajo Mustafá Kemal, fue el único que lanzó una laicización real del Estado, como el ejército argelino fue quien impidió que el radicalismo islámico ocupase el poder en el suyo, tras ganar unas elecciones. No muy democrático, desde luego, pero menos democracia tendrían bajo los integristas. Conviene recordar que Saddam Hussein, aparte de un brutal dictador, era un militar que encarcelaba ayatolás y se enfrentaba a un Irán regido por ellos. Tenía también afanes expansionistas en una zona neurálgica del planeta, que fueron cortados en seco tras su invasión de Kuwait. Pero Bush padre se libró muy bien de invadir Irak tras ellos, para no romper el frágil equilibrio político-religioso de aquel país. Su hijo, en cambio, cometió el enorme error de invadirlo, y ahí tienen ustedes los resultados: una guerra más larga que las mundiales y abandonado a su suerte sin haberla ganado,
La «aproximación blanda», a la que pertenece la «alianza de civilizaciones», consiste en tratarles como amigos, y esperar que ellos se porten como tales. Se ensayó en el Irán del Sha, con la esperanza de que los islamistas nos lo agradeciesen. Reza Pahlevi no era, desde luego, un demócrata, pero era un déspota ilustrado que trataba de que su país alcanzase un nivel social y de desarrollo parecido al de occidente. Carter, en nombre de la democracia, se empeñó en deponerlo, y, ahora, nuestra principal preocupación es que los islamistas que le sucedieron no alcancen la bomba atómica.
En cuanto a Afganistán, los norteamericanos ayudaron a los talibanes a echar a los rusos, y ahora se encuentran luchando con los talibanes y con Al Qaeda, los primeros atacando con gases tóxicos escuelas de niñas.
¿Cómo van a acabar todos esos conflictos? Se habla mucho de un nuevo Vietnam. ¡Ojalá! En Vietnam, los vencedores fueron los comunistas. Y, como hoy sabemos, los comunistas son sólo capitalistas potenciales.
José María Carrascal