Otto de Europa

Diez años después de responder con estas líneas a cuantos le felicitaban por la celebración de su ochenta cumpleaños, Otto de Habsburgo celebraba en Hofburg su 90 aniversario. Por la mañana, en la catedral, el Príncipe Cardenal de Viena, nacido conde Christoph von Schönborn, en nombre de la Santa Madre Iglesia, se humillaba pidiendo perdón ante Dios y ante el mundo por el desprecio y abandono del que el último Emperador, Carlos, padre de Otto de Habsburgo, había sido víctima. La Iglesia austriaca lo dejó caer cual incómodo apósito que hubiera finiquitado su tarea.

Otto de Habsburgo ha vivido una vida tan plena como casi nadie hubiera podido igualar. Recordaba Valéry Giscard d'Estaing en la celebración política de esos 90 años: «Emperador de un Imperio que ya no existe, hará una elección magnífica: la de servir no ya a una nación, sino a un continente, Europa.» Con apenas 9 años, el 1 de abril de 1922, Otto afrontó la muerte a los 35 años del Emperador Carlos, víctima de una pulmonía a falta de la ropa de abrigo necesaria para pasar el invierno en una vivienda sin calefacción en el Monte de Madeira. Su madre, la Emperatriz Zita, y sus seis hermanos —había una más en camino— se postraron ante el nuevo Soberano. Ese día se redactaron las proclamas de Otto como Emperador de Austria y Rey Apostólico de Hungría y la Emperatriz Zita rogó al Rey Alfonso XIII que las conservara en su poder para cuando pudiera ser necesario utilizarlas. Siete décadas más tarde tuve el privilegio de descubrirlas en el archivo del Palacio Real de Madrid. Se las mostré a su beneficiario una mañana de marzo de 1995 y las leyó con el mismo escepticismo que hubiera mostrado ante una carta a los Reyes Magos de uno de sus veintidós nietos. La vida le había obligado a ser un hombre práctico. Y lo había logrado. Aquel 20 de noviembre de 2002, en el Hofburg de Viena, cuatro días antes de unas elecciones generales, el canciller Schüssel había escogido acompañarle en una cena en la que estaban presentes varios gobernantes del viejo Imperio y sólo tres representantes de Casas Reales reinantes: el Rey Carlos XVI Gustavo de Suecia, el Príncipe de Asturias y el Mulay Rachid de Marruecos. Schüssel, por primera vez, reconocía que Otto de Habsburgo, minusvalorado por sus compatriotas, era «Otto de Europa», «responsable de que Austria volviera a existir después de la Segunda Guerra Mundial». Tras décadas de desprecio a los Habsburgo en Austria, ese acto bien publicitado no era óbice para que Schüssel ganara abrumadoramente las elecciones del 24 de noviembre, apenas horas después de los fastos.

Se reconocía allí una vida plena. De él dijo Franklin D. Roosevelt que su conocimiento de la realidad europea sólo podía ser comparado con el del Papa Pío XII. Y acto seguido el presidente de los Estados Unidos dio orden de que durante la Guerra Mundial se permitiese a aquel joven Príncipe emplear los códigos y sistemas de comunicación privativos del presidente norteamericano para que pudiera recibir información de primera mano. Un caso sin precedentes.

Como Rey de Jerusalén y humilde siervo de la Iglesia Romana, cumplió con su más expedito servicio cuando Su Santidad el Papa Juan Pablo II visitó el Parlamento Europeo. Sucedió entonces que se levantó el pastor protestante Ian Paisley, miembro de la Cámara y más tarde ministro principal del Ulster, y comenzó a proferir gritos contra el Pontífice: «¡Es el anticristo!», repetía. Y a falta de alguien más dispuesto, el descendiente de los cruzados agarró por las solapas al enorme reverendo irlandés y, haciéndole girar, le propinó patadas en el tafanario hasta que lo vio llegar al umbral de la puerta del hemiciclo.

Un 31 de mayo de 1961 firmó la renuncia a sus derechos dinásticos. No podía soportar los lazos de seda que le ratigaban con unos pueblos dispersos. Él creía que hay un contrato suscrito en la noche de los tiempos por el que su dinastía queda vinculada al servicio de todos los pueblos danubianos. Y, por haber hogaño una clase política que defiende el reparto de la Monarquía Danubiana en doce repúblicas separadas, no iba a tronchar él los vínculos seculares y sagrados de sus mayores. Aquel 31 de mayo de 1961 se convirtió en el primer jefe de la Casa Imperial desde Carlos V que renunció a su posición en favor de su primogénito. Y ese día empezó a servir los intereses de sus pueblos desde la primera línea, porque frente a la barbarie que asolaba a tantas gentes separadas por una telaraña de cemento que se empeñaba en dividirlas no hacía falta blasonar derechos históricos; era más conveniente guardarlos y lanzarse a campo abierto para decir a la tiranía soviética que por más que pudieran acongojar a una mayoría, siempre habría quienes se atrevieran a plantarles cara. «Si no te dejan luchar a caballo hay que librar la batalla a pie» gustaba repetir. Y así sembró alianzas a ambos lados de la frontera hasta lograr encabezar la primera manifestación de gentes —no de cargos públicos— que hace ya más de dos décadas, el 19 de agosto de 1989 en Sopron, Hungría, cortó con tenazas las alambradas del telón de acero.

En 1979 no había mejor forma humana de servir a los pueblos de Centroeuropa que darles una voz en el Parlamento Europeo y repetir allí una y mil veces que hablar de Europa era un fuego de artificio mientras lugares como Praga, Budapest o Sarajevo, ejemplos mismos de la pluralidad que es Europa, no estén plenamente integrados en la Unión. Ya cuando vio cómo la mezquindad le cerraba las puertas de Austria en 1955 no dudó en asentarse en Alemania. Y allí meditó largas horas sobre la ingratitud de los pueblos. Y recordó cómo se había atrevido a plantar cara ante Adolfo Hitler cuando en 1938 era un secreto a voces que éste preparaba la anexión de Austria. Y tan grande fue la oposición planteada por aquel joven de 26 años, cuya única arma era ser el legítimo heredero de la dinastía histórica y que como tal se ofreció a su pueblo «hasta el martirio, como mi padre», que el Anschluss recibió de Hitler el nombre de «Operación Otto». Solo se quedó aquel Príncipe a quien la mayoría de sus compatriotas prefirió no seguir. Permaneció desnudo en la madrugada, indefenso ante la máquina de guerra que se aproximaba con un nuevo amanecer. Y los socialistas democráticos como Eduardo Benes, que gobernaban porciones menores del Imperio, no dudaron en proclamar su fe democrática ante la oferta de aquel Príncipe dispuesto a hacer frente al tirano nazi: «¡Antes Hitler que Habsburg!». Y pese a tanta inmundicia, desde el día en que el nuevo Reich ocupó Austria, desde el momento en que la máquina infernal de los nazis cruzó la frontera de Bohemia y la de Galitzia, aquel Emperador y Rey de derecho no dudó en luchar contra la tiranía que llegaba de Berlín. Y siguió haciéndolo hasta ver cómo esa arquitectura del terror, que le había condenado a muerte in absentia, se desplomaba.

Aquella homilía del cardenal Schönborn el 20 de noviembre de 2002 fue el anticipo del que probablemente fuera el momento más feliz de la vida de Otto de Habsburgo. El 3 de octubre de 2004, en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II beatificaba al Emperador Carlos de Austria, su padre. Lo convertía en el paradigma para los políticos de nuestro tiempo. Todavía hubo austriacos que intentaron denigrar la memoria del santo, pero la vida de servicio público de Otto, siguiendo las pautas de su padre, quedaba plenamente justificada. Hoy, ambos se han reencontrado por la gracia del Creador.

Ramón Pérez-Maura

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