“Our” Islamists

Following the death of Libya’s Muammar el-Qaddafi, Libya’s interim government announced the “liberation” of the country. It also declared that a system based on sharia(Islamic law), including polygamy, would replace the secular dictatorship that Qaddafi ran for 42 years. Swapping one form of authoritarianism for another seems a cruel letdown after seven months of NATO airstrikes in the name of democracy.

In fact, the Western powers that brought about regime change in Libya have made little effort to prevent its new rulers from establishing a theocracy. But this is the price that the West willingly pays in exchange for the privilege of choosing the new leadership. Indeed, the cloak of Islam helps to protect the credibility of leaders who might otherwise be seen as foreign puppets.

For the same reason, the West has condoned the rulers of the oil sheikhdoms for their longstanding alliance with radical clerics. For example, the decadent House of Saud, backed by the United States, not only practices Wahhabi Islam – the source of modern Islamic fundamentalism – but also exports this fringe form of the faith, gradually snuffing out more liberal Islamic traditions. Yet, when the Saudi Crown Prince died recently, the US stood by silently as the ruling family appointed its most reactionary Islamist as the new heir to the throne.

So intrinsic have the Arab monarchs become to US interests that the Americans have failed to stop these cloistered royals from continuing to fund Muslim extremist groups and madrasas in other countries. From Africa to South and Southeast Asia, Arab petrodollars have played a key role in fomenting militant Islamic fundamentalism that targets the West, Israel, and India as its enemies. The US interest in maintaining pliant regimes in oil-rich countries trumps all other considerations.

With Western support, the oil monarchies, even the most tyrannical, have been able to ride out the Arab Spring, emerging virtually unscathed. For the US, the sheikhdoms that make up the Gulf Cooperation Council – Saudi Arabia, Kuwait, Bahrain, Qatar, the United Arab Emirates, and Oman – are critical for geostrategic reasons as well. After withdrawing its forces from Iraq, the US is considering using Kuwait as a new military hub to expand its military presence in the Persian Gulf region and foster a US-led “security architecture,” under which its air and naval patrols would be regionally integrated.

NATO-led regime change in Libya – which holds the world’s largest reserves of the light sweet crude oil that American and European refineries prefer – was not really about ushering in an era of liberal democracy. The new Libya faces uncertain times. The only certain element is that its new rulers will remain beholden to those who helped to install them. US Senator John McCain has already announced that the new Libyan rulers are “willing to reimburse us and our allies” for the costs of effecting regime change.

America’s troubling ties with Islamist rulers and groups were cemented in the 1980’s, when the Reagan administration used Islam as an ideological tool to spur armed resistance to the Soviet occupation of Afghanistan. In 1985, at a White House ceremony attended by several Afghan mujahideen – the jihadists out of which the Taliban and al-Qaeda evolved – Reagan gestured toward his guests and declared, “These gentlemen are the moral equivalent of America’s Founding Fathers.”

Yet the lessons of the anti-Soviet struggle in Afghanistan have already been forgotten, including the need to focus on long-term goals rather than short-term victories. The Obama administration’s current effort to strike a Faustian bargain with the Taliban, for example, ignores America’s own experience of the consequences of following the path of expediency.

Another lesson that has been ignored is the need for caution in training Islamic insurgents and funneling lethal arms to them to help overthrow a regime. In Libya, bringing the myriad rebel militias under government control is likely to prove difficult, potentially creating a jihadist citadel at Europe’s southern doorstep.

Exponents of US policy argue that in war it is sometimes necessary to choose the lesser of two evils. Unsavory allies – ranging from Islamist militias to regimes that bankroll militant Islamic fundamentalism overseas – may be an unavoidable price to be paid in the service of larger interests.

Paradoxically, the US practice of propping up malleable Islamist rulers in the Middle East often results in strong anti-US sentiment, as well as support for more independent and “authentically” Islamist forces. When elections are held, it is such autonomous Islamists who often emerge as winners, as in Gaza and Tunisia.

The fight against Islamist terrorism can succeed only by ensuring that states do not strengthen those forms of Islamic fundamentalism that extol violence as a religious tool. Unfortunately, with the US willfully ignoring the lessons of the recent past, the extremists are once again waiting in the wings.

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Cuando el Gobierno provisional de Libia anunció la “liberación” oficial del país el 23 de octubre, declaró también que un sistema basado en la charia islámica, incluida la poligamia, reemplazará a la dictadura laica que el coronel Muamar el Gadafi dirigió durante 42 años. La verdad es que desvestir a un santo para vestir a otro puede parecer un cruel chasco político después de siete meses de incesantes ataques aéreos de la OTAN en nombre del fomento de la democracia en Libia.

Las potencias occidentales que han llevado a cabo el cambio de régimen en Libia por medios militares no se han molestado en impedir que los nuevos gobernantes instauren un sistema teocrático basado en la ley islámica. A ojos de estas potencias, un giro político de tal naturaleza es el precio ineludible que pagar para mantener sus piezas al frente de las riendas del país. Abrir los brazos a los islamistas, en realidad, ayuda a proteger la credibilidad de quienes, de lo contrario, pueden ser considerados marionetas de agentes extranjeros ante su propia sociedad.

A esta misma razón obedece el hecho de que las potencias en cuestión hayan tolerado a las monarquías del petróleo aun teniendo en cuenta su dilatada alianza con figuras religiosas radicales. Por ejemplo, la decadente gerontocracia apoyada por Estados Unidos, la monarquía saudí no sólo practica el wahabismo –fuente del fundamentalismo islámico moderno– sino que también exporta esta modalidad rigorista del islam, con la consecuencia de que las tradiciones islámicas más abiertas en otros lugares se apagan paulatinamente. Sin embargo, cuando el príncipe heredero saudí murió hace poco, Washington no intentó alentar una sustitución por una figura más inclinada al reformismo.

Los monarcas árabes se han convertido en piezas tan vitales para los intereses de Estados Unidos que Washington no ha logrado impedir que estos monarcas de clausura sigan financiando a grupos musulmanes extremistas y madrazas en otros lugares. Desde África hasta Asia meridional y sudoriental, los petrodólares árabes han desempeñado un papel clave en el fomento del fundamentalismo islámico que apunta contra Occidente, Israel e India en calidad de enemigos.

La realidad pura y simple es que la estrategia liderada por Estados Unidos en la región, lejos de ser abierta y progresista, es impulsada por intereses geopolíticos de estrechas miras. El imperativo de tener a mano regímenes dóciles ricos en petróleo pasa por encima de otras consideraciones y preocupaciones.

Gracias al respaldo de Occidente, los regímenes más tiránicos –las monarquías del petróleo– han podido capear la primavera árabe, saliendo prácticamente ilesas del lance. A ojos de Estados Unidos, los emiratos que componen el Consejo de Cooperación del Golfo –Arabia Saudí, Kuwait, Bahréin, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos y Omán– son también vitales para sus intereses estratégicos. Después de retirar sus tropas de Iraq, Washington proyecta utilizar Kuwait como nuevo foco militar neurálgico para ampliar su presencia militar en la región del golfo Pérsico y fomentar una “arquitectura de seguridad” liderada por Estados Unidos bajo la que sus unidades de patrulla aérea y naval se hallarían integradas a nivel regional.

El cambio de régimen en Libia –que posee las mayores reservas mundiales de crudo ligero, el de primera categoría que prefieren las refinerías estadounidenses y europeas– a cargo de la OTAN no se produjo evidentemente para dar paso al inicio de una era de democracia liberal. Nacida en sangre, la nueva Libia hace frente a nuevos tiempos de incertidumbre. El único elemento cierto es que los nuevos gobernantes estarán en deuda con quienes les han ayudado a instalarse en el poder. El senador estadounidense John Mccain ya ha anunciado, tras reunirse con los nuevos gobernantes de Libia, que están “dispuestos a reembolsarnos a nosotros y a nuestros aliados” por los gastos de llevar a cabo el cambio de régimen.

Los vínculos problemáticos de Estados Unidos con los gobernantes y los grupos islamistas se fraguaron sobre todo en la década de 1980 cuando la administración Reagan se valió abiertamente del islam como herramienta ideológica para impulsar el espíritu de la yihad contra la intervención soviética en Afganistán.

En un acto celebrado en la Casa Blanca en los años ochenta al que asistieron varios muyahidines del cinturón fronterizo entre Afganistán y Pakistán, el presidente Ronald Reagan les proclamó el “equivalente moral de los padres fundadores de Estados Unidos”. Dos equivalentes morales de tal naturaleza, Osama bin Laden y el mulá talibán Mohamed Omar, se convirtieron posteriormente en enemigos encarnizados de Estados Unidos.

No hay que equivocarse en esta materia: el terrorismo internacional y los Frankenstein de nuestra época son inquietantes subproductos de la guerra contra el ateísmo y el comunismo que Estados Unidos supuestamente debería haber ganado.

Sin embargo, las lecciones de esa guerra ya se han olvidado, incluida la necesidad de concentrarse en metas a largo plazo sin dejarse llevar por la conveniencia política y los objetivos geopolíticos de estrechas miras. El intento actual de alcanzar un pacto fáustico con los talibanes, por ejemplo, pasa por alto la mismísima lección de la creación de esta fuerza maligna.

Otra lección que ha quedado por el camino es la necesidad de ser cauteloso a la hora de instruir insurgentes islámicos y facilitarles armas letales para ayudar a derrocar un régimen. En Libia, probablemente costará contener a la miríada de milicias rebeldes bajo control gubernamental, asunto que podría derivar en la creación de una ciudadela yihadista a las puertas del sur de Europa.

Exponentes del enfoque de la política estadounidense han razonado que debido a que una guerra se lleva a cabo por conveniencia, con extraños compañeros de cama que participan como socios, resultan inevitables los aliados indeseables que van desde las milicias islamistas hasta los regímenes que financian el fundamentalismo islámico en el extranjero. Al fin y al cabo, y para librarse del nazismo, los aliados necesitaron a Stalin. Sin embargo, estos defensores pasan por alto el hecho de que Stalin no creó a Hitler ni fomentó el nazismo; ni fue menester la eliminación de Stalin para erradicar el nazismo.

Paradójicamente, la práctica de Estados Unidos consistente en apuntalar a los gobernantes maleables aunque islamistas en Oriente Próximo crea una situación en la calle no sólo cargada de fuerte sentimiento antiestadounidense, sino también de apoyo a las fuerzas más auténticamente islamistas e independientes. Por lo tanto, si se llevan a cabo elecciones, son tales fuerzas islamistas autónomas las que suelen surgir como ganadoras, como dan fe los diversos casos de Gaza y Túnez. Esta tendencia, a su vez, alienta la política estadounidense de apoyar a gobernantes que abrazan y defienden las creencias islamistas como credo de la legitimación de su permanencia en el poder.

Que quede claro: la lucha global contra el terrorismo sólo puede tener éxito si se garantiza que los países no contribuyan en absoluto al auge del fundamentalismo islámico virulento ensalzando la violencia como sagrada herramienta religiosa.

Sin embargo, en la actualidad, ignoradas las lecciones de los errores del pasado, la historia está en peligro de repetirse.

By Brahma Chellaney, Professor of Strategic Studies at the New Delhi-based Center for Policy Research and the author of Asian Juggernaut and the newly released Water: Asia’s New Battleground.

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