Ovaciones académicas

Ovaciones académicas a dos excepcionales astros de la humildad: el Rey símbolo de la España viva sin fin; el músico vasco que regaló su armonía hispánica a un mundo sin fronteras. El Rey que no pretende: es. El músico enseña el alma que se oye y no se ve.

Hazañas culminadas en una época dominada por la pretenciosa y despectiva prepotencia de figurones bancarios, deportistas, políticos y comentaristas de la comunicación.

Hay quienes, aunque ancianos, mantienen sus facultades comunicativas tanto oratorias como auditivas; no es mi caso. Ni siquiera los audífonos más recientes resuelven mi problema pasivo; la sordera. Pero ocurre que, de vez en cuando, debo brindar en honor de alguien. Me preparo y, tras tan dilatada sequía, la naturaleza inesperada nos empapa en súbito diluvio. Los escenarios cinegéticos previstos, inundados, impiden la reunión. Así que, en vez de predicar las ideas pergeñadas, se las cuento por escrito.

Mi intención concreta trataba de señalar la singularidad sobresaliente de nuestro Rey Juan Carlos I. Rey que no sólo apacigua, a lo largo de sus cuarenta años ejecutivos, la irascibilidad ibérica sino que brilla con luz incomparable en actuaciones puntuales. Nadie ha conseguido históricamente seducir a un auditorio arisco e indispuesto con cuatro palabras: «Por qué no te callas». El extenso continente hispanoamericano representado por los jefes de Estado de sus repúblicas en su cumbre bianual de 2007 (10 de noviembre, Chile) con asistencia de S. M. El Rey de España, es testigo, en comandita con los territorios universales conectados por los medios, de la espontánea, súbita e inesperada interrupción del discurso de Chaves por actor tan significado como nuestro gran Rey. México, América Central, las Islas Caribeñas y América del Sur, provincias filiales –que no colonias– durante 300 años de la Madre Patria, pasan simultáneamente en un instante desde sus independientes tiranteces posfamiliares a la reconciliación cordial y memorable. España había armonizado con su idioma único y su religión pacificadora la diversidad belicosa de sus distintos territorios. Había levantado catedrales de belleza convocadora tanto en su arquitectura de remembranzas ibéricas como en sus modos y maneras localmente ambientadas. Aquellas cuatro palabras oportunas reverdecieron los sentimientos latentes de tantos cuya emoción abonaba la siembra conceptual y material hispana. Sus raíces milenarias rebrotan allí donde arraigan –Filipinas–. Cuando nuestra América se independiza disfruta de una renta per cápita similar a la de EE.UU. Hoy…

Pasó un tiempo –2007-2015– y Don Juan Carlos cumplió con la misión dinástica –1.200 años desde don Pelayo– de ceder la gobernación a pie de obra a su hijo el Rey Felipe VI. Eligió, con sabiduría de padre, el momento que consideró oportuno.

La España, tanto la histórica como la creativa, sufría asombrada y silenciosa un insultante aislamiento. Don Felipe, sin que nadie avisara, en circunstancia crítica a la que nos aclimató su padre, nos obsequia en octubre con discursos que resucitaron el orgullo hispánico, reivindicando el valor cordial de nuestra enseña, la bandera roja y gualda, símbolo noble y esperanzador de una patria unitaria.

La Real Academia de la Historia celebró el 5 de marzo de 2018 un acto conmemorativo con motivo del 80 cumpleaños del Rey Don Juan Carlos. Tras la presentación por su directora, Carmen Iglesias, condesa de Gisbert, el académico, historiador Juan Pablo Fusi, leyó su análisis del reinado cuyo periodo (más menos cuarenta años) calificó como el más próspero y menos conflictivo de nuestra historia.

A continuación S. M. El Rey agradeció el homenaje recitando su glosa a la España de hoy abierta al mundo en todos los órdenes de la política, de la ciencia y del comercio.

Su estilo directo, sin barroquismos, claro y llano, con la mirada transparente que iluminaba la sala y reconocía a quienes localizaba, emocionó al auditorio: «Siempre he tenido delante de mis ojos un nombre, España». Sonó la ovación que se prolongaba.

El Rey, directo, en contacto íntimo y cordial con el medio académico que le escuchaba, natural y regio, sin la habitual soberbia de quienes, protagonistas del mundo contemporáneo, lucen su mirada despectiva, nos pedía, nos invitaba, insistente en su modestia, a silenciar tan larga –tamaña– ovación.

Hace unos días, recibimos en la Real Academia de Bellas Artes a Joaquín Achúcarro, el eximio artista, compositor, músico, pianista, astro magistral en más de 3.000 conciertos universales para instituirle como académico de honor. Sólo hay otros ocho en el ámbito artístico. Nos regaló 20 minutos inolvidables al interpretar con el corazón, el alma y su particular pasión, el impresionismo de Debussy. La sala respondió eufórica, en contenido orgasmo auditivo, con una ovación interminable. Don Joaquín nos miraba humilde, rubio, vizcaíno, maestro español y americano, veterano, unos meses más viejo que el que les cuenta, amigo desde niño.

A mis 84 años, había asistido y contribuido, en menos de un mes de entreactos, a las dos ovaciones más sentidas de mi vida. En ambas, el desencadenante del glorioso estruendo era un genio singular y generoso en su reino o un creador de una inimitable armonía musical. Actuaciones singularizadas por la sublime humildad de sus autores, en contraste absoluto con la prepotencia al uso.

Al finalizar el homenaje a nuestros Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía, fuimos, de uno en uno, en procesión devota, a despedir agradecidos su fructífero y unificador período patrio.

Al encontrarme ante el Rey no pude más que decirle: «Señor, ¡cómo me gusta mirarle y sentirle cerca! Ya sabe, Majestad, que no oigo». Al despedirme de S. M. la Reina Doña Sofía, ejemplo de augustas virtudes, vibró mi admiración plena de recuerdos.

Miguel de Oriol e Ybarra, arquitecto.

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