Por Abel Posse, novelista y embajador de Argentina en España. Su obra más reciente es El inquietante día de la vida (EL MUNDO, 22/03/03):
Hay otra interpretación de la guerra que acaba de empezar en Irak. Imaginemos al presidente Bush más allá de los límites pulcros de la tradición nacida del Iluminismo. Imaginemos a un titán independizado de las hipócritas convenciones que hicieron del mundo lo que hoy es después de ocho siglos de vigencia de valores humanistas nacidos en la tradición de la Carta Magna, y llegando hasta los principios de Filadelfia, la Declaración de Derechos Humanos, el sueño de la Sociedad de Naciones y la fórmula del éxito: democracia más apertura de mercados. (Pero según la ONU en 2025 cuatro de cada cinco habitantes del planeta estarán en indigencia).
Imaginemos un mocetón texano que hubiese oído algo de Nietzsche y que empezara a remontarse a lo largo de las vetas de Occidente hasta llegar a la matriz romana de la realidad. Imaginémosle que se imagina con toga, avanzando por el Foro hacia el Palatino en una reconstrucción hollywoodiense.
Roma cree en la guerra como fiesta. Como renovación del rancio orden del mundo. Roma detesta el pietismo y las letanías de esos judíos y cristianos pálidos que tanta indignación causan con sus estúpidas corridas, zalamecas e imprecaciones cuando quincenalmente son arrojados entre leones y majestuosos tigres de Bengala.
Es el apogeo de una Roma que siente que la vida no es un fin definitivo ni el orden del mundo algo inmutable. Cree en los dioses de la guerra. Son dioses que fundan siempre lo nuevo.Toda sangre derramada es recreada. Todo nuevo momento de una generación merece nacer del entusiasmo de la guerra. Es la guerra la que crea nuevos pueblos y funda una nueva paz, superado el viejo Derecho sobre el que se duermen los pueblos como en un lecho de palabras prestigiosas.
Nietzsche entendió esto. Los señores, los más fuertes, existen para destruir y recrear y rediseñar los límites del mundo. El nuevo Derecho y la nueva paz nacen de la muerte. En Roma, la guerra siempre es legítima, porque es tarea absoluta, absoluta experiencia extrema. De esta legitimidad surge la nueva legalidad y las nuevas razones de la polis: una nueva política.
La guerra es la justa suprema, la matriz de toda legalidad, y origina el diseño de una nueva geopolítica y de una geoeconomía al servicio lógicamente del vencedor. Otorgar algún derecho al vencido es torpeza humanista: es torcer el eje de la realidad.De aquí se explica la repugnancia de los romanos del segundo y tercer siglo ante un cristianismo en el que veían la base de la decadencia o una deleznable hipocresía: los señores tenían que renunciar a su fuerza, al premio de su victoria, y soportar las suciedades del perdón. Esto es: hacerle lugar al débil, al vencido o al inepto. Los romanos sentían esto como una perversidad que desnaturalizaba la base instintiva, bárbara, animal, donde reside la salud y la virtud de la especie humana (la única que duda y se pone siempre al borde de la enfermedad moral).
Veamos esta filosofía de belicismo regeneracional y exultante con lo que escribe Ovidio en su Arte de amar cuando Augusto y sus príncipes se aprestaban a embestir en Mesopotamia, en los dominios entre el Eufrates y el Tigris (hoy Irak):
El César avanza hacia el dominio del mundo!/ Oriente Medio oh, serás nuestro finalmente/ Oh Parto, esta vez pagarás la condena...!/ Un César niño, vengador, avanza... / Divino, su genio adelanta los años/ No tolera la desidia de la espera./ Ahora, oh joven César, la guerra moverás/ bajo el auspicio de tu padre/ y con coraje vencerás con el ánimo y el auspicio de tu padre! (Versos 191-195 del Ars amatoria: Auspiciis animisque patris, puer, arma movebis/ Et vinces animis auspiciisque patris).
Ovidio, con romana sensatez poética, saluda la nueva fiesta, la guerra que asegurará para el imperio el Eufrates y el Tigris.
Imagine el fasto del triunfo: «Llegará el día ya en el que tú, César, refulgente de oro, bellísimo entre todos, presidirás tu triunfo llevado por cuatro albos caballos y delante de ti con cadenas al cuello los jefes enemigos. Jóvenes y muchachas correrán exultantes para verte. Todos a corazón abierto...». (Versos 315-325).
Ovidio vincula, con toda lógica, la guerra de sacrificio y muerte a las dulces guerras sexuales. El César joven, animado por el espíritu paterno, entra enseguida en versos donde el alcohol, la danza y la lujuria saludan el triunfo y la anexión de tierras ancestralmente ricas (el Pardés, además).
Vale la pena leer esos versos para comprender cuán poco hemos salido de Roma. Ovidio afirma en el famoso poema que son los estandartes de Roma los que crean «la piedad y el Derecho». Es la Justicia (la diosa) la que quiere la derrota de los Partos en Mesopotamia, donde el general Craso fuera derrotado en un primer intento, perdiendo 20.000 legionarios. El triunfo es la única prueba de la razón.
Imaginemos un Occidente que finge coherencia y oculta el descreimiento y la decadencia (ambas cosas son una). Es un Occidente que se cree el ocultamiento de las crueldades de sus sucesivas fundaciones.Ya no hay sombra del fervor exterminador de las Cruzadas. El cristianismo es una recomendación piadosa de valores sin poder.Es el «cristianismo culón» detestado por Cioran, que añoraba la fe ardiente de las cimitarras y de las catedrales góticas.
Siendo así, imaginemos un jefe de la república imperial que súbitamente recibe la iluminación de la espada como Augusto después de Actium.Siente que la vida de esa etapa está agotada y se propone lanzarse al imperio del señorío del puro poder. Siente que Occidente se arrastra y necesita el latigazo vivificador de la voluntad de poder.
Nietzsche retornaría con sus bigotazos desde el respeto académico al que lo condenó la Europa de los bienpensantes. A su vez, Ovidio, que recomendó la toma del Eufrates y el Tigris hace 2000 años, probaría la dudosa ley del Eterno Retorno.
La Historia demuestra que Occidente periódicamente se rebela, metafísicamente (Rimbaud) o militarmente (Hitler) contra su raíz judeocristiana. Tal vez dentro de unos años podamos explicar la muerte de la república imperial, aquella simpática república de Fred Astaire, el ratón Mickey y el Plan Marshall como un valioso intento de restablecimiento pagano. Nietzsche exultaría. Ovidio, que había recomendado con tanto entusiasmo la guerra del joven príncipe fue, por motivos banales, condenado al durísimo exilio en el que moriría después de 10 años de tristezas y lamentaciones.Cerca de la muerte, en la barbarie del lago de Constanza, negado por Roma, ya no podría cantar como en Ars Amatoria la guerra de Irak como un supremo orgasmo imperial. Ovidio debe haber meditado mucho sobre aquella perplejidad famosa que escribió: Quid custodet custodes? (Y ahora ¿Quién custodiará al custodio?).