Durante unos días parecía que los españoles esperaban que iba a darse la vuelta a una carta, en la que si ponía “plagio” dimitía el presidente del Gobierno y, si no, perdía el órdago Rivera. En realidad no arriesgaban tanto ni uno ni otro porque no les sostiene ni el resultado de esa disputa factual ni siquiera realmente la “opinión pública”, basta con que los respalden sus partidos.
En España, solo ha caído un presidente por perder el apoyo de sus correligionarios: fue cuando Suárez decidió dimitir en 1981. Calvo-Sotelo lo sucedió en un Gobierno sin esperanza de continuidad porque su partido estaba disolviéndose. En otros países son frecuentes estos relevos sin que signifiquen la explosión de un partido; en Reino Unido, de los ochos últimos primeros ministros, la mitad accedieron al cargo en medio de una legislatura reemplazando a un compañero de filas cuyo mandato interno se agotó más o menos bruscamente. ¿Un líder fuerte lo es con a o a costa de su partido?
Desde la Transición, tres presidentes han sido “emprendedores” políticos. Suárez, González y Aznar crearon su propio partido o lo reinventaron profundamente. El fundador de UCD venía del franquismo pero legalizó el Partido Comunista. Quien venció en 1974 en Suresnes como una cara nueva para un proyecto continuista con el PSOE del exilio forzó un cambio de rumbo dimitiendo en 1979 para volver solo cuando el partido aceptó renunciar al marxismo. El líder del Partido Popular, aunque fuera por designación de Fraga, provocó un viraje hasta homologarlo en la familia de la democracia cristiana.
En esos momentos, ninguno podía estar seguro de quiénes ni cuántos les iban a seguir. En otras grandes decisiones como el referéndum de permanencia en la OTAN de 1986 o la reforma del artículo 135 de la Constitución en 2011, González y Zapatero, pese a ser presidentes del Gobierno a la vez que secretarios generales del PSOE, tuvieron que enfrentarse a la crítica de sectores importantes de su partido.
El liderazgo fuerte que se demostró en todas estas situaciones no implicaba partidos débiles, sino lo contrario. Había contrapoderes efectivos (instancias formales de debate, mecanismos ágiles que hubiesen podido hacerles dimitir). La hegemonía del líder en el partido y del partido en la sociedad no provenía del cesarismo de una elección interna que aseguraba cuatro años de mandato sin responder ante nadie, sino de la flexibilidad y de la solidez que adquirían los líderes convenciendo primero a su partido de sus proyectos para el país. Como decía Maravall al presentar el archivo del presidente González, la condición de supervivencia de un ministro en el gobierno era ser “educadito” pero en la ejecutiva del partido ocurría justo lo contrario.
Rajoy heredó el poder absoluto en un partido que había eliminado cualquier contrapeso antes de la Guerra de Irak. Dejó pasar años sin convocar los órganos internos y, cuando en 2013 se acreditó su complicidad con Bárcenas, nadie de primera fila (todos cooptados por él) quiso sacrificar su carrera política exigiendo que se marchara porque sabían que no lo iba a hacer motu proprio y que era casi imposible forzar un voto de censura. Cuando le convino, puso a su partido como aval en las elecciones e interpretó que la mayoría menguada que obtenía de los ciudadanos equivalía a un indulto.
Otro tanto ocurre en Podemos: ¿nos aprobáis el referéndum del chalé o abandonamos el partido a su suerte de un día para otro después de haber purgado a las posibles alternativas? Y en Ciudadanos nadie contradice a Rivera (quien también puede cesar libremente a cualquier miembro de su ejecutiva) cuando se pasa de frenada exigiendo que Sánchez comparezca sobre su tesis no por otros puntos oscuros sino también para desvelar “al negro que se la hizo”, algo que no es más que un rumor.
El PSOE en 2016 se rompió ante el dilema de si era más indeseable pactar con el Partido Popular, con los independentistas o acudir a unas terceras elecciones. Una estatutaria pero políticamente torpe dimisión de media ejecutiva para provocar el cese del secretario general, en lugar de esperar a la desautorización más rotunda y argumentada que el Comité Federal impondría solo tres días después, abrió la puerta a una exitosa campaña de Pedro Sánchez casi exclusivamente basada en invocar que “se devolviera el poder a las bases”. Al ganar, cambió los reglamentos para que no ya no baste para censurarlo la mitad del comité federal (ya de por sí difícil pues la mayoría de sus miembros provienen de listas propuestas por el mismo líder) sino que debe ser refrendada por la mitad de la militancia, un mecanismo revocatorio que en la práctica hace casi inoperante el contrapoder del parlamento interno.
Consecuencia de esto es la irrelevancia del partido para fijar la composición y la acción del Gobierno. La sociedad celebró que el Gobierno tuviera muchos independientes, pero esto ha contribuido decisivamente a la difícil coordinación del Ejecutivo, y entre ellos se encuentran quienes han tenido una acción más caótica (Delgado) o irrelevante (Duque). Recordemos por ejemplo el primer gobierno de González, con solo Ledesma como independiente (luego se incorporó al partido), y que fue capaz de aprobar desde los primeros Consejos de Ministros decenas de medidas de calado y complejidad, que se habían preparado por el partido desde la oposición.
También se vio el papel menor del partido cuando aguantó en silencio que el presidente llegara a confirmar a Montón por una situación casi idéntica a la que él personalmente criticó sobre Cifuentes, para luego despedirla un par de horas después aunque alabando su coraje tras conocerse un plagio masivo (los alumnos españoles pueden entender que un 52% lo es pero que un 13% no es señal de alarma). Tampoco ninguna voz de peso advirtió de la conveniencia de publicar la tesis ya que la transparencia y el propio contenido medirían no solo el listón moral con que se invocó la moción de censura sino también la autenticidad con la que Sánchez se presentaba ante los electores, donde relegaba su larga trayectoria en puestos del partido para resumirse como “padre, doctor en Economía”. También merecía crítica la falta de neutralidad (nada que ver con el nivel al que llega Torra y sus pancartas, pero es mejor no dar ni un pretexto para compararse) de que la Moncloa se erigiera en perito de parte.
Lo importante en política es hacer, pero eso no la reduce a un ejercicio de virtuosismo tecnocrático para aportar las mejores soluciones. Igual de necesario es convencer de cuáles son los problemas, y eso es imposible si no se cuenta con la credibilidad que da la autenticidad y la coherencia a nivel personal (aunque no es realista llegar exigir que jamás se haya incurrido en la mínima falta ética, sobre todo antes de ocupar responsabilidades públicas).
Es bueno que nos hayamos librado de un Gobierno liderado por el líder de un partido condenado por corrupción, pero a la vez eso no aumenta en absoluto las posibilidades de que el nuevo Ejecutivo logre solucionar los problemas del país, ya que al ser más tolerante con quienes llegan a amenazar a España (no solo aceptando su voto en la investidura sino transigiendo ciertas actuaciones) aleja la posibilidad de entenderse con los partidos con quienes debería establecer unos acuerdos de Estado. Estamos tan bloqueados como en junio, solo unas elecciones podrán conferir un auténtico impulso político; mientras, el nuevo gobierno podrá decidir algunas cosas distintas a las del anterior, que gustarán a unos y a otros no, pero cualitativa y cuantitativamente quedarán atrás de lo que los retos exigen.
Por desgracia, unas elecciones inmediatas probablemente no desbloquearían nada, no solo por la probabilidad de que se repitan resultados muy ajustados, sino porque los partidos con casi los mismos protagonistas, atenazados por la desconfianza que han larvado en los últimos años y con la escasa reflexión interna sobre cuáles son sus prioridades para el país difícilmente podrían alcanzar acuerdos fuertes. Con el cambio de Gobierno hemos visto cómo automáticamente sea quien sea la oposición pide elecciones inmediatas, y quien está en el Gobierno se sacude el problema indicando que es una prerrogativa exclusiva del presidente, que la tomará cuando menos se la esperen sus rivales, pero también su partido, al que tampoco se le concede intervenir en esa decisión.
Para romper la espiral de desconfianza, lo primero sería que el presidente reconociera lo empatado e inestable que está el juego y renunciara a utilizar parte de sus ventajas tácticas. Podría así presentar antes de final de año una moción de confianza: su aprobación solo requiere una mayoría simple pero refrendaría un programa y unos apoyos que no se midieron realmente en la censura centrada en expulsar a Rajoy. Para el PSOE deseo que se debata antes ampliamente a todos los niveles ese proyecto y propuesta de pactos, y que se permita libertad de voto en las votaciones del Congreso: no se trata de germinar una ruptura sino de encauzar con más naturalidad las diferencias que existen en vez de doblegarlas con una disciplina inexistente en otros países.
Si no prospera la moción de confianza, no se convocan elecciones sino que se inicia el procedimiento de consultas por el Rey para proponer un nuevo presidente. Esto permitiría a los partidos constitucionalistas respaldar un Gobierno de transición para unos meses presidido por un candidato de consenso, que por un lado estabilizara el país y, por otro, daría un tiempo a cada formación para rearmarse ideológicamente sin la presión del juego cortoplacista de desgaste entre Gobierno y oposición. Tras unas nuevas elecciones, idealmente tras pactar una ley electoral más abierta, con liderazgos renovados o confirmados, pero sobre todo con una línea programática mucho más definida, resultaría más fácil fijar las líneas de un pacto de investidura estable en función del peso de cada formación. Si no llegaran a ese acuerdo sobre ese presidente común, el Rey podría buscar que hubiera elecciones sesenta días después de encargar un intento de investidura a Sánchez, que seguiría en funciones; pero al menos los partidos habrían dispuesto igual ese tiempo para reflexionar sin el frenesí de que parezca que el presidente puede llamar a las urnas en cualquier momento.
La otra medida es la presión que podemos hacer el conjunto de ciudadanos, pero sobre todo los militantes de los partidos (que podrían ser muchos más que el millón corto de españoles que hoy están afiliados). Esa presión no debemos dirigirla exclusiva ni siquiera principalmente a los partidos rivales –esa es responsabilidad sobre todo de los correspondientes mandos y portavoces– sino también a nuestras propias formaciones en la selección de ideas y de personas, ya que el funcionamiento cerrado de todas y cada una de ellas es el primer obstáculo para que nuestras instituciones logren ser más útiles a la sociedad.
Cuando los partidos se atrofian, acaban surgiendo los salvapatrias que pueden ser muy peligrosos. Ha pasado con Puigdemont. Estamos a tiempo de evitar el contagio a toda España.
Víctor Gómez Frías, militante del PSOE, forma parte del colectivo ‘Socialistas & Liberales’