Pablo Casado y el suplicio de Mezencio

Me cuentan que, el otro día, Pablo Casado se despertó de madrugada, empapado en sudor. Había tenido una extraña pesadilla. Estaba atado en una balsa, olvidada a la deriva, en alta mar. Era el único ser humano vivo en muchas millas a la redonda. Pero en la balsa había alguien o algo más. Un cadáver que opresivamente le abrazaba. Desprendía un tufo putrefacto y de sus labios brotaban gusanos que amenazaban con invadir el rostro del líder del PP. Tenía las facciones de Pedro Sánchez, una coleta como la de Pablo Iglesias y un lazo amarillo en la solapa.

A la mañana siguiente, Casado comentó el sueño, tal vez con su reflexivo jefe de gabinete Pablo Hispán, en la sede de la calle Génova, y lo asoció con el difuso recuerdo de un método de tortura del mundo clásico. "Creo que algo así hacían en Esparta".

Acertó en la primera letra, pero se equivocó de península. No fueron los espartanos sino los etruscos quienes, en el siglo sexto antes de Cristo, introdujeron en su panoplia de castigos tan espantosa crueldad. Su promotor fue, concretamente, el tirano Mezencio, rey de Caere, hoy Cerveteri, a media hora de Roma.

Virgilio lo pinta en uno de los cantos de la Eneida como un soberano arbitrario y brutal: "¿Me atreveré a contarte aquellas espantosas matanzas? ¿Los actos salvajes del tirano Mezencio? ¡Que los dioses los hagan recaer sobre él y sobre todos los de su raza! Llegaba incluso a atar a los vivos con los cadáveres, manos contra manos, bocas contra bocas, y aquellos seres sometidos a una nueva clase de suplicio, chorreando sangre corrompida, morían lentamente en aquel mísero abrazo".

Pablo Casado y el suplicio de MezencioDesde que tuvo ese sueño, Casado habla del gobierno de gran coalición como si fuera el suplicio de Mezencio, pues ve a Sánchez como a un muerto, o al menos moribundo, en avanzada fase de gangrena, fruto de su "pacto del insomnio" con Podemos y de su disposición a negociar lo innegociable con los separatistas. O sea, como un cuerpo infectado y contagioso.

Aunque su gran prioridad es preservar al PP como alternativa para que, como ocurrió en 1996 y en 2011, España tenga una opción a la que agarrarse, cuando concluya esa purulenta huida hacia delante de Sánchez, el líder de la oposición tampoco se conforma con quedarse de brazos cruzados, mientras se desencadena el desastre. Por eso ha intensificado desde hace días sus contactos con los más diversos interlocutores, buscando fórmulas que pongan de relieve la utilidad del PP, abran caminos diferentes al emprendido por Sánchez y amortigüen la crisis nacional que se avecina.

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Por carácter y convicción, Casado no va a actuar ni como un "jugador" temerario que haga depender el futuro de su partido de una apuesta personal, fruto de la intuición, ni como un pasivo "estafermo" -el concepto y la palabra sobrevuelan las reuniones estratégicas en Génova- que permanezca impávido, al modo de su antecesor, viendo al PSOE encerrarse en el callejón sin salida de la negociación con Esquerra.

Descartado el gobierno de notables encabezado por un tecnócrata -España no es Italia-, la reflexión en el PP parte de premisas ineludibles como la aritmética parlamentaria y el cierre de filas de la militancia socialista en torno a Sánchez. Y, como las cuentas de la investidura también salen con otras combinaciones, Casado y su equipo no dejan de explorarlas.

Por eso han llegado a impulsar la idea de que sea Ciudadanos quien sustituya a Esquerra como llave de la mayoría parlamentaria. Bien con la abstención, para dar luego paso a grandes pactos de Estado, Presupuestos incluidos, en los que entraría el PP; bien con el voto afirmativo, e incluso con la presencia en el Gobierno. "¿Cabría mejor garantía para la unidad de España que ver a Inés Arrimadas en el Ministerio de Administración Territorial?", fantaseaba el otro día un ex dirigente socialista.

Pero lo que hubiera sido una solución perfecta con los resultados de las anteriores elecciones -"¡ay de mi Alhama!"- es inviable con el actual reparto de escaños. Ciudadanos nunca podría legitimar un gobierno con Podemos ocupando carteras con tanta incidencia en la vida de sus votantes como la de Trabajo. Y menos en su actual situación de interinidad, tras la debacle del 10-N y la marcha de Rivera y gran parte de su guardia pretoriana. Estaría por ver, además, que el PNV mantuviera su apoyo a Sánchez si su proyecto implicara un nuevo bandazo hacia lo que ellos denominan "recentralización del Estado".

¿Y la llamada "abstención técnica" del PP, a cambio de nada, de forma equivalente a lo que hizo la gestora socialista, encabezada por Javier Fernández, al permitir la investidura de Rajoy? Eso está descartado de plano. Casado ya ha dicho públicamente que "no podríamos mirar a la cara a la gente" si lo hicieran.

Y es cierto que la situación es distinta a la de 2016, porque Rajoy llegaba a la investidura con 170 votos seguros y los 5 del PNV en oferta, como siempre, a un precio asequible. Le hubiera bastado que el PSOE autorizara la abstención de su coaligado canario, Pedro Quevedo. Fue Fernández quien quiso aprovechar la oportunidad para hacer política de Estado desde la gestora, bifurcando el partido entre 68 abstenciones y 11 contumaces del "no es no" que volvió encumbrar a Sánchez.

Otra gran diferencia es la actitud del candidato. Mientras Rajoy trató de ganarse la complicidad del PSOE, Sánchez ni siquiera se ha dignado contestar aún la llamada telefónica que Casado le hizo el 10-N por la noche. El joven líder del PP no es un hombre atrapado por el prurito de la dignidad herida, pero considera este desdén como un claro síntoma de que Sánchez eligió su camino en el mismo momento en que vio que el resultado ponía de relieve que se había equivocado al forzar la repetición de elecciones. Nada como el golpe de efecto del fulminante preacuerdo con Iglesias para abortar el subsiguiente debate sobre su error de cálculo.

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Que Sánchez haya descartado de plano la negociación con el PP supone, en el fondo, un alivio para Casado. La hipótesis de la abstención, para facilitar un gobierno en solitario del PSOE, no llevaba a ningún sitio porque, en último extremo, no sería suficiente para contrarrestar el voto negativo de Vox, Podemos y los separatistas. Lo que de verdad hubiera puesto a Casado en un brete hubiera sido una propuesta de gobierno de gran coalición, tal y como -según SocioMétrica- deseamos el 70% de los españoles.

Ese es, de hecho, el argumento de su pesadilla como víctima del suplicio de Mezencio. Que Sánchez le ofreciera una vicepresidencia única y la mitad de las carteras. En los debates internos del PP, cuando Feijóo ha coincidido con Cayetana en proponer tan razonable salida, no ha faltado quien le ha preguntado si él estaría dispuesto a convertirse en vicepresidente del candidato socialista, Gonzalo Caballero, en el caso de que el PSOE fuera el partido más votado en las próximas elecciones gallegas.

Casado cree que, en un gobierno de gran coalición, Sánchez le engañaría, convirtiendo el índice de cada Consejo de Ministros en un campo de minas para el PP, por mucho que hubieran pactado el programa. Y de poco serviría revolverse contra esas trampas e incumplimientos porque, en último extremo, Sánchez siempre tendría la potestad de destituirle.

Hay muchos argumentos racionales a favor de esta fórmula "a la alemana" y no dejaré de abogar por una manifestación circular, promovida tal vez por Arrimadas, que uniera Ferraz con Génova, hasta convencer a unos y otros de las bondades de un gobierno apoyado en 221 escaños. Pero tampoco es posible ignorar que en la ecuación falta algo tan imprescindible como la confianza entre los dos principales interpelados.

Nada sería demasiado grave si Sánchez no estuviera dando ya pasos muy dañinos, en su ansiedad por conseguir la investidura y formar gobierno como sea. Nadie puede seriamente pensar en unas terceras elecciones, que supondrían el descrédito absoluto del actual sistema de partidos. Pero tampoco cabe cerrar los ojos ante el hecho de que desde este jueves la España constitucional lleva clavado en su testuz un arpón capaz de desangrarla hasta la muerte.

Esquerra Republicana ha plantado esa pica en Flandes, al conseguir que el PSOE reconozca la existencia de "un conflicto político" entre Cataluña y el Estado y se declare dispuesto a abordarlo mediante la negociación. A partir de ahí todo consistirá en dar tanta estacha a la ballena como sea necesario, para que vaya debilitándose antes de entrar en fase agónica.

La técnica de Esquerra, en competencia o colaboración con Torra y Puigdemont, consistirá en mantener sujeto, coaccionado y cautivo a Sánchez, por medio de ese resistente cabo trenzado con cáñamo, enganchado del arpón, que irá desenroscándose, poco a poco, a través de vicisitudes como la investidura, los primeros presupuestos, las votaciones clave en el Congreso o los sucesivos órdagos que entretanto planteará el separatismo.

La ballena tratará de seguir adelante, mar adentro, pero quienes habitamos en su vientre protector, nos veremos abocados a un destino fatal que, en su hora crítica, se consumará en un abrir y cerrar de ojos. Como tantas veces ha ocurrido en la Europa Central o los Balcanes, si llegamos a ese punto, habrá quienes un día se acuesten españoles y hayan dejado de serlo al despertarse.

Nunca, como al cabo de unos meses de dependencia del separatismo catalán, entenderemos con tanta plenitud la lúgubre advertencia de Melville en Moby Dick: "Todos los hombres viven envueltos en estachas de ballena. Todos nacen con la cuerda al cuello, pero sólo al ser arrebatados en el rápido y súbito remolino de la muerte, es cuando se dan cuenta de los peligros de la vida, callados, sutiles y omnipresentes".

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¿Tendrán Sánchez y Casado los suficientes reflejos para reaccionar y cortar la estacha, antes de que seamos engullidos como nación en ese "rápido y súbito remolino" hacia el que los separatistas nos arrastran, con la entusiasta complicidad de Pablo e Irene?Según alguno de sus interlocutores, el presidente del PP ha llegado a considerar una fórmula que -dejémoslo claro- hoy por hoy rechaza, pero que intelectualmente no descarta, si se produce una situación límite. Podríamos bautizarla como "solución de checks and balances". Presten atención.

Consistiría en englobar la investidura en un gran pacto de Estado que incorporara buena parte de los quince acuerdos sectoriales ya propuestos por Casado. Pero, amén de consensuar la política territorial, económica, educativa, sanitaria o de protección social, el pacto incluiría, además, una serie de elementos de vigilancia, basados en el concepto anglosajón de equilibrios y contrapesos.

Curiosamente, eso implicaría convertir órganos del Estado, como las mesas de las dos cámaras, el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de RTVE o el Constitucional, en una suerte de "comisiones contramayoritarias", tal y como las concebía el politólogo Philip Petit -a quien tanto admiraba Zapatero-, como parte de su "democracia deliberativa". El PSOE gobernaría, el PP le controlaría.

En esa dirección apuntaba la propuesta, trasladada por García Egea, de que Ana Pastor vuelva a ser la presidenta del Congreso, del mismo modo que lo fue Patxi López, gracias a la abstención del PP, durante los seis meses en los que Rajoy gobernó en funciones, antes de repetir las elecciones en 2016. Es lógico que el PSOE no esté por la labor, mientras no se le garantice la investidura de Sánchez.

La mala noticia es, por lo tanto, que no hay el menor indicio de acercamiento entre los dos grandes partidos, al día de la fecha. La buena, que existe al menos un diseño teórico y, sobre todo, un marco mental que, en un escenario de emergencia nacional que requiriera, por ejemplo, volver a aplicar el 155 en Cataluña, permitiría salvar a la ballena sin que Pablo Casado tuviera que pasar por el suplicio de Mezencio.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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