Pablo Casado ya ha cumplido su misión

Lo que estos días venimos presenciando en torno al Partido Popular no es tan sólo un cisma causado por una correlación de mezquindades, sino el resultado de una transformación que ha hecho pasar a la derecha española de su papel de pata conservadora del sistema político a motor de la involución reaccionaria de nuestra democracia. No se trata de que los actores en liza y el desarrollo del asalto a Génova 13 no tengan interés, más si se representan como un sainete trágico, sino que los pormenores de las jornadas de navaja y pandereta pueden ocultar el trasfondo de la historia y su objetivo: que el PP sea asimilable a Vox abriendo la posibilidad del Ejecutivo negro.

El liderazgo de Pablo Casado nació el día en que un bolso se enfrentó a una moción de censura, aquella, si recuerdan, que desalojó a Mariano Rajoy, el presidente que elevó a categoría artística lo de fingir amnesia y ensimismamiento para ocultar recortes y aquiescencia con la corrupción. Su salida fue una espantada, dejando al PP a merced del sentimentalismo, que es la manera más fácil de enfrentarse a la debacle. Aquel bolso, el de Soraya Sáenz de Santamaría, fue sobrepasado por el delfín de Aznar y Aguirre, que prometió “un partido sin complejos” conectado “con la España de las banderas y los balcones”. Pablo Casado ha caído en desgracia por los mismos monstruos que le hicieron ganar el congreso de 2018.

Quizá por comenzar su andadura con dos derrotas en las elecciones generales, a Casado siempre se le ha apreciado la inquietud por convertirse en el relevo al que le toca perder el testigo, el que acaba su carrera política sin poner los pies en La Moncloa. El miedo a las aspiraciones truncadas es mal compañero para sujetar el timón con firmeza; lo errático ha sido su norma. Primero, ante un país azotado por lo inédito del virus, decidió sumarse a los intentos de liquidar precipitadamente al Gobierno de coalición. Después emprendió un viaje al centro enfrentándose a Vox y sustituyendo a Cayetana Álvarez de Toledo que, como toda pionera, pereció abriendo una senda a la que Casado volvería. ¿Cuándo? Tras la victoria de Isabel Díaz Ayuso, que anticipó sus autonómicas con el único objetivo de sacar músculo ante Génova.

Ese partido sin complejos que pedía Casado fue llevado un paso más allá por Ayuso, que se convirtió en su antagonista no por ideología, sino por geografía. Madrid, más que una comunidad, es una trama. Quien la gobierna, el encargado de manejar un sistema extractivo donde la corrupción es simplemente un método para poner lo público al servicio de los intereses privados: Gürtel, Púnica o Lezo así lo atestiguan. La ferocidad por controlar este mecanismo nos dió el Tamayazo, las tribulaciones de Gallardón, la guerra entre Granados y González o las cremas de Cristina Cifuentes. En el interior de la corte de Sol lo despiadado es la norma. Esperanza Aguirre quiso llegar más lejos y protagonizar su propio asalto a Génova, uno que no fue posible, a pesar de la connivencia de un aparato mediático a su servicio, por una razón: le faltaba la coartada épica.

Teodoro García Egea, indiano de la política a la que concibe como el mercado del caucho en la Iquitos de Fitzcarraldo, llegó a lo más alto cuando el transfuguismo hacía su aparición estelar, primero en Murcia, después estando a punto de hacer fracasar la reforma laboral, lo que hubiera arrastrado al Gobierno, probablemente, a unas elecciones anticipadas: nunca la torpeza se pagó tan cara. Sin embargo, ha palidecido frente a Madrid como trama de poder, como todo su aparato, fielmente engarzado en estos tres últimos años, que no ha sido capaz de servir de parapeto al presidente popular. A los votantes también se les moldea y la deriva de Casado ha enseñado a los suyos que no hay matices cuando te sientes librando una cruzada: acabar a toda costa con el socialcomunismo, aunque este no pase de socialdemocracia a medio gas.

Ayuso ha conseguido lo que nunca consiguió Aguirre porque su asalto está lleno de una épica demencial. No es que en la romería de adhesión del pasado día 20 la parroquia no estuviera al tanto de los contratos fraternos; es que asumen que todo es admisible cuando su lideresa representa el ariete más duro contra la izquierda, que ya ha adquirido la categoría de ilegítima y, por tanto, usurpadora. Lo inquietante para Casado, pero, sobre todo, para el resto de los españoles es que ya ha cumplido la misión encomendada aun sin saberlo, una en la que encanallar a sus votantes era el objetivo prioritario. Llevar a la sociedad a un estado donde lo cierto ya sólo sea un matiz en lo falso, donde la derecha sienta que es depositaria de una misión histórica. A partir de ahí todo vale. A partir de ahí serán otros los que ya no sufran vértigo ante el precipicio.

Daniel Bernabé es escritor. Su último libro es La trampa de la diversidad (Akal).

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