Pablo Corbyn, Jeremy Iglesias

Allá por 1997, Tony Blair celebraba su triunfo tras las elecciones generales en el Reino Unido que acabarían con la hegemonía de los Conservadores, y el socialista francés Lionel Jospin revolucionaba la política en Francia tras arrebatar el puesto de Primer Ministro al partido gaullista, con el conservador Jacques Chirac todavía en la silla presidencial. Un diario del país galo recurrió, con cierta picardía, al título “Tony Jospin, Lionel Blair” para encabezar un artículo en el que comparaba ambos fenómenos que venían a transformar la manera de hacer política.

El primero de los dos corrió mayor suerte por más tiempo, aunque visto de forma retrospectiva, y más a la vista del endiablado legado de Tony Blair en Oriente Medio, queda bastante claro que el gozo, tanto de los británicos como de los franceses por una nueva era política, acabó en un pozo. Lo mismo que pasó con el “no nos falles” con el que se celebró la victoria José Luis Rodríguez Zapatero, la promesa de no fallar se mutó rápidamente en un acto fallido.

En política una semana es mucho tiempo. Pues, 19 años es una eternidad y hoy vemos como un político español, Pablo Iglesias, busca que le comparen con el laborista británico, Jeremy Corbyn, con otra intención pero con la misma picardía, y el resultante enfado en el entorno de los verdaderos correligionarios del inglés: el PSOE.

Las comparaciones siempre son peligrosas y es difícil trazar similitudes entre un político con 33 de experiencia en el Parlamento de Westminster con el flamante líder de un partido de reciente creación que lleva apenas un par de semanas en el Congreso de Diputados español. Uno, que se ha beneficiado durante muchos años de formar parte de la casta política británica, sin pena ni gloria, y otro, que promete limpiar las instituciones y hacer borrón y cuenta nueva en el sistema de gobierno de España.

Sin embargo, los dos tienen algo en común y se trata del diagnóstico compartido de que la izquierda necesita cambiar de discurso para re-conectar con las inquietudes de su base social.

El talón de Aquiles de este análisis es que para asumirlo hay que obviar no sólo la diferencia entre sus respectivos discursos –a veces más difícil de discernir- sino también que los dos políticos tienen unas bases de apoyo bien distintas. Corbyn, más allá de sus promesas de regeneración, es un socialista con todas las consecuencias. Sus bases más inmediatas son los que le votan cada cuatro años en su circunscripción de Chippenham, en el sudoeste de Inglaterra, y que compone un electorado de raíces obreras, pero convertido en clase media, que se preocupa por la creciente precariedad laboral, la pérdida de derechos y una política exterior que consideran tiene que tener una mayor dimensión social.

En cambio, el movimiento de Iglesias es un fenómeno antisistema que se ha originado en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense y se ha extendido como la pólvora entre una juventud culta, inteligente pero desafectada, y con escasas posibilidades de conseguir un trabajo razonablemente remunerado en su país de origen.

Estos quieren acabar con todo, porque no ven nada que perder y perciben a los trabajadores con contrato estable como una élite que les bloquea interesadamente el acceso al mercado laboral. Los de Corbyn, en cambio, sí trabajan pero tienen contratos cada vez más precarios y quieren otro tipo de capitalismo, más solidario con los ciudadanos y con los que vienen de fuera, y que además les aporte mayor seguridad y estabilidad.

Eso sí, ambos liderazgos son consecuencia de un cambio social, consecuencia de las políticas neoliberales de la generación de Thatcher, que transformaron a los trabajadores en consumidores y rompieron la relación entre el socialismo y el sindicalismo. En ambos países, los jóvenes que aspiran a seguir teniendo la calidad de vida que tenían sus padres buscan otra manera de protestar y de cambiar la política para que refleje mejor sus intereses. Y a ambos, como ya ha demostrado Alexis Tsipras en Grecia, les faltan referentes que sirvan como prueba de que realmente exista un camino alternativo a las políticas actuales.

Prometen recuperar la soberanía perdida, pero no ofrecen una visión de cómo sería la sociedad que quieren construir. La indignación es distinta, pero sigue siendo indignación. Falta tiempo que se transforme en algo más útil.

Con el paso de los años, las diferencias entre Blair y Jospin han quedado patentes; al menos en el imaginario colectivo de quienes han olvidado de las importantes reformas sociales de la era Blair, o del afán privatizador del francés. Parece que al primero sólo se le recuerda por la guerra de Irak, y el segundo por la semana de 35 horas. La realidad siempre tiene matices, y seguramente de aquí a 20 años los caminos de Iglesias y Corbyn también divergirán.

Queda por ver cuál de los dos correrá mayor suerte.

Adrian Elliot envió este artículo al Blog del suscriptor de EL ESPAÑOL. Debido a su interés, y de acuerdo con el compromiso adquirido con nuestros suscriptores, hemos decidido publicarlo como Tribuna en la sección Coliseo.

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