Pablo Iglesias y el bolso de doña Irene

Sorprende que en el caso Dina nadie haya hecho todavía la pregunta más básica: ¿por qué accedió Pablo Iglesias al contenido de la tarjeta de Dina Bousselham? ¿Qué razonamiento le llevó a considerar que tenía derecho a violar la intimidad de su colaboradora?

Cuando nos encontramos en nuestro buzón con una carta introducida por error o cuando oímos el zumbido de un mensaje que repentinamente salta en el móvil de otro expuesto a nuestra vista, el común de los mortales se apresura a depositar la carta en el buzón correcto y a apartar pudorosamente la vista de la pantalla ajena.

Y, además, normalmente lo hace acompañando el gesto con grandes aspavientos de urgencia y zozobra, a modo de una solemne declaración no solicitada de que no está sintiendo tentación alguna de hacer algo distinto. De tan asimilada porque nos la grabaron a fuego en casa, esta reacción es casi inconsciente. Porque nos enseñaron que abrir una carta o leer un mensaje que no están dirigidos a nosotros supondría invadir la sagrada privacidad de sus destinatarios.

Así nos educaron nuestros padres: no se escupe en la calle, no se falta al respeto a los mayores y no se husmea en las intimidades ajenas. Y por eso no lo hacemos. Porque hacerlo no sólo es profundamente inmoral sino que, además, pertenece a una categoría tan manifiesta de vileza, que nadie discute su condena. Y quizás también porque, al margen de otros argumentos más profundos y solemnes, la inmensa mayoría de los ciudadanos tenemos fijado en nuestra conciencia un código doméstico de decencia básica que nos impulsa a superar nuestra curiosidad y a procurar, en lo posible, no acostarnos sintiéndonos unos pequeños y lamentables marujos.

Pero según parece este código no va con el vicepresidente segundo del Gobierno de España. Cuando un tercero le entregó la tarjeta de memoria del móvil robado a Dina Bousselham, no sólo no la devolvió inmediatamente a su propietaria, sino que se las apañó para abrirla y escudriñar su contenido. Así lo ha reconocido el propio Pablo Iglesias, reconociéndose autor del equivalente a romper el sobre de una carta ajena y leer lo que en ella pone, ya sea una declaración de amor o un requerimiento de Hacienda.

Y esto no habrá ningún “archivo de la causa” que lo sane.

Lo realmente asombroso no es el hecho mismo del atropello, sino el absoluto desparpajo con el que lo ha reconocido

Pero lo realmente asombroso no es siquiera el hecho mismo de ese atropello, sino el absoluto desparpajo con el que lo ha reconocido, visiblemente ajeno al más mínimo sentimiento de culpa o vergüenza. Pablo Iglesias no sólo ha admitido que accedió al contenido de la tarjeta del móvil sin el consentimiento de su propietaria, sino que lo ha contado del mismo modo que un cura predicaría el misterio de la Santísima Trinidad: dando por sentado que él no tiene nada que justificar.

Y todo ello con una ausencia tan grande de pudor que incluso se ha atrevido a revelar públicamente la naturaleza de una parte de la privacidad violada: “fotos íntimas”, ha dicho, con una delectación tal que parecía que su silabeo transcurría simultáneo a una proyección porno en su cerebro.

Sorprendentemente, nadie le ha preguntado todavía a Pablo Iglesias por qué se ha comportado de este modo o cuál es el derecho que él juzga que le asiste para violar de tal manera la intimidad de una persona.

Es verdad que el guión de esta telenovela se alimenta también de otras escenas muy graves. Desde que Pablo Iglesias haya retenido en su poder la tarjeta durante meses o se la haya devuelto a su propietaria totalmente destruida, hasta que se haya atrevido a justificar su comportamiento alegando como supuesta eximente un paternal propósito de proteger a su víctima (protegerla no se sabe muy bien de qué), en un alarde del machismo más genuinamente neandertal, ese que ve en la mujer un ser incompleto, inferior y débil, necesitada siempre del macho guardián que decida por ella lo que más le conviene.

Sin olvidar el aparente conciliábulo entre su abogada y los fiscales del caso. O su llamada a las masas a naturalizar el insulto contra unos periodistas que simplemente se limitaron a informar del caso, señalándolos además por sus nombres y apellidos para facilitar a la turba tuitera su linchamiento. O su retahíla de insultos a Vicente Vallés, con esa monjil estrategia de recitar como ajenos los insultos que no se atreve a pronunciar como propios. Y todo esto, además, desde la propia sede del Gobierno y en presencia del señor ministro de Justicia.

Pero ocurre que mientras a Pablo Iglesias sí se le ha preguntado sobre todos y cada uno de estos episodios tercermundistas, no se ha hecho lo mismo con el porqué de su indiscreción. No se le ha preguntado sobre qué es lo que, a su juicio, le permite llevar a cabo la versión 2.0 de abrir una carta ajena, leerla y contarla, sin tener que avergonzarse.

Urge la pregunta y su respuesta porque, hasta que ésta no se dé, ¿qué debemos pensar los ciudadanos de Pablo Iglesias, el tercer miembro en importancia del Gobierno de España? ¿Tal vez debemos pensar que, cuando su mujer llega tarde a casa, se cree con derecho a cogerle el bolso para revisarlo en busca de no se sabe qué indicios delatores? ¿O que tras una rueda de prensa en Moncloa, con chaquetas de periodistas no afines olvidadas en las butacas, se considera investido de autoridad para hurgar en sus bolsillos a la búsqueda de la prueba definitiva de la Gran Conspiración?

En fin, que nadie se lleve a engaño: simplemente, hizo lo que hizo porque podía.

Menos mal que todavía no está en el CNI…

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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