Pablo Iglesias y las fronteras de la intolerancia

Una de las cargas de los agentes de la UIP ante los manifestantes contrarios a Vox. Quique Falcón
Una de las cargas de los agentes de la UIP ante los manifestantes contrarios a Vox. Quique Falcón

Lo más aterrador de los sucesos de Vallecas no fueron los gritos de Santiago Abascal, las prédicas de Pablo Iglesias o las cargas policiales. Por encima del paisaje deprimente atronó la firmeza de una voz femenina y madura que decía “han venido a provocar”. Una afirmación anónima y sombría que resaltó el contraste entre la tranquila seguridad de su tono y la irracional violencia exterior.

No sólo porque se trate del tipo de sobresalto que estremece de forma instintiva (como la diabólica Regan MacNeil, la niña de El exorcista). Sino, sobre todo, porque constata hasta qué punto han calado los sermones políticos en nuestra sociedad.

Hasta qué punto, en fin, se han levantado en España fronteras físicas y mentales infranqueables.

La frontera es la primera barrera que levantan los maestros de las sectas modernas. Las mismas fronteras que levantaban las tribus cazadoras-recolectoras para mantener su integridad con ritos y costumbres propios.

Hoy, los líderes de los grupos sectarios fomentan la exclusividad a través del adoctrinamiento para, a continuación, controlar y aislar. Control y aislamiento del mismo tipo que implantaron los señores feudales hasta crear un mundo estático, paralizado, y dividido en castas.

Esta actitud fronteriza fue imitada por las dictaduras modernas. Y en especial por las comunistas, que levantaron colosales fronteras de piedra y metal para que sólo se saliera y se entrara de ellas con permiso de los mandamases. La afirmación del ministro franquista Fraga (“la calle es mía”) era casi infantil al lado del control inhumano de Stalin sobre la Unión Soviética, un país que ocupaba la sexta parte de la superficie terrestre mundial.

Esta visión segregadora, posesiva, late de forma descarada en la estrategia de Podemos. La permanente actitud aleccionadora de su líder y su arrogación de la pureza democrática han concluido con la declaración de un barrio como zona propia.

Es la cúspide de la ley del embudo. De la desproporción moral.

Porque la actitud de Iglesias (como la de los que se encastillaban en la Edad Media y se siguen encastillando hoy en sus feudos) es tan antidemocrática como necia la de sus seguidores. Señalar a estas alturas que la ley ampara la existencia y los derechos de Vox es tan redundante como poner de relieve que cualquier agresión a un partido se traduce en un incremento de votos en otros distritos. Incluso en otras provincias.

La provocación como excusa para la agresión es tan antigua como la especie humana. Su utilización desmedida ha dado lugar a multitud de guerras y de violencia a todas las escalas, desde la mundial hasta la particular, con base en motivos políticos, religiosos, estratégicos, mercantiles y hasta sexuales.

Siendo el de la provocación un argumento insostenible, las afirmaciones de nuestra anónima protagonista muestran la facilidad con la que convertimos ideas disparatadas en creencias por interés. Para nuestra desgracia, la política española se dispara hacia los polos y las fronteras se están levantando también entre las personas.

Las burdas y dañinas divisiones llevan a colocar a un lado a los policías y al otro a sus agresores. A los amigos y a los enemigos de España. A los ricos y, me imagino, a los que no lo somos. A clasificar a los jueces como un poder “conspirativo”. A distinguir entre periodistas de mi cuerda y los que me censuran. A enfrentar a hombres y mujeres. Peor aún: a creer que las mujeres de derechas no son como las mujeres de izquierdas. Y hasta las feministas están a la greña.

Cuidémonos de quienes predican tolerancia, pues el primero fue José Luis Rodríguez Zapatero, que se hartó de hablar de ella. Y en cuanto pudo, resucitó a Franco.

Pero, sobre todo, estemos alerta contra quienes tienen una sola vara de medir la intolerancia: la que aplican a los demás para levantar fronteras con las que ganar votantes y dinero.

De hasta qué punto lo permitamos dependerá la salud, ya en riesgo, de nuestra sociedad.

José Luis Llorente es profesor de Derecho, expresidente del sindicato de jugadores ABP y exjugador del Real Madrid de baloncesto.

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