Pactos: ¿cocido o fabada?

Nos encontramos en un momento de agitación como consecuencia de los pactos que se ven obligados a trenzar los partidos políticos tradicionales a los que, por fin y felizmente, los españoles empiezan a dar la espalda. Es mucha trapacería la que se ha consentido y es bueno que el votante dé muestras de estar enojado con ellas. De momento lo hace de manera tímida pero todo es cuestión de empezar tomándole el gusto a la sana práctica de pensar cada uno por su cuenta, libre de las presiones de esas campañas envilecidas por la apelación al «voto útil» o al «miedo a perder la pensión», a la «guerra civil» y demás sutilezas políticas que han sido moneda corriente en el repertorio de los últimos años.

Lástima es que, cuando el observador se acerca a las propuestas concretas llevadas al tapete de los acuerdos, quede siempre defraudado porque suelen incurrir en la vaguedad cuando no en la extravagancia. A excepción de las referencias a la lucha contra la corrupción, lo que es lógico por el ambiente mefítico que respiramos. Pero incluso en este renglón -el más trabajado por los partidos- se echa de menos -ahora que estamos renovando los ayuntamientos- compromisos específicos en relación con la garantía de independencia de secretarios, interventores y tesoreros de las entidades locales, por citar un ejemplo clamoroso de «libres designaciones» a gusto de las componendas y las arbitrariedades de alcaldes y presidentes de diputaciones.

Pactos: ¿cocido o fabada?Abundan, por el contrario, palabras huecas como «gobierno para todos», «de centralidad», abierto a «políticas sostenibles»... O lo que debemos llamar el abracadabra de la superficialidad, el epítome de la sencillez ideológica: opciones de «derechas» frente a «alternativas de izquierda» o, mejor «de progreso», esta última ya la filigrana consagrada de la vacuidad. ¿Aprovecharemos esta ocasión compleja en la que estamos para enterarnos de que es preciso disparar con más puntería y afinar mejor nuestras posiciones?

Porque veamos: ¿es de progreso o de regreso defender la prolongación de la Castellana en Madrid? ¿Y prorrogar el contrato de Mobile World Barcelona? ¿Y qué de paralizar nuevos trayectos del AVE?

Rescatar las concesiones de las autopistas ¿es de derechas o de izquierdas? Y la moratoria para las licencias de construcción de nuevos hoteles ¿forma o no parte de un pacto «de progreso»?

¿Es de izquierdas abrir un debate sobre las procesiones de la Semana Santa? ¿O decir que se van a suprimir las corridas de toros en ciudades como Sevilla, Pamplona, Madrid, Valencia, Salamanca, Bilbao...?

Financiar un Auditorio para conciertos o para representaciones de ópera ¿dónde se encaja?

Ahora, en estos días, estamos viviendo cómo el Tribunal Constitucional -¡por fin!- está desmontando las simplezas que se habían dicho acerca de las «privatizaciones» en la Comunidad de Madrid. Y así ha recordado que «el artículo 41 de la Constitución no exige que el mantenimiento de un régimen público de seguridad social requiera necesariamente y en todo caso un sistema de gestión pública directa» pues los rasgos esenciales de su «publicidad» «han de apreciarse en relación con la estructura y el régimen del sistema en su conjunto». De forma que «la apertura a fórmulas de gestión o responsabilidad privadas queda en todo caso condicionada a la preponderancia de los elementos definitorios del carácter público del sistema de seguridad social» (el subrayado es nuestro).

De donde se sigue que, cuando una Administración opta por atribuir a un concesionario la gestión de un servicio, no está privatizando nada sino acudiendo simplemente a la prestación indirecta de un servicio público. Estar obligado a recordar esto a tanto amigo de la confusión engañosa produce un poco de tedio pues así se construyeron -ruboriza escribirlo- los ferrocarriles en el siglo XIX (por poner un ejemplo de bulto). Y lo dicho para la concesión vale igual para la constitución de una sociedad donde se entrelacen el capital público (o en plural, los capitales, si proceden de varias Administraciones) junto a los capitales privados.

Y parecida argumentación se ha empleado en el asunto del Canal de Isabel II. Cosa distinta es la liberalización de servicios o sectores.

Hace años vivimos en España un ejemplo que producía mucha risa por los términos en que acabó planteándose el debate de un asunto serio: aquel que dividía a los españoles entre derechistas e izquierdistas en función de que defendieran la aproximación o el alejamiento de la costa del Prestige, barco que había protagonizado una tragedia ambiental.

Se verá, a través de estos ejemplos, que las alineaciones a un lado u otro de esa mágica línea que divide a los buenos de los malos es bastante tenue y llena de trampas porque los argumentos se agolpan en ambas direcciones. Como por lo demás es propio de los grandes debates cuando estos son abordados por personas adultas y con las entendederas apropiadas, mentes no aniquiladas por la digestión de tópicos vertidos en los tuits que -como se sabe- son la vestimenta moderna que han adoptado las antiguas vulgaridades de taberna. Con la diferencia de que aquellas se proferían a cara descubierta y las actuales se hacen valientemente bajo el cobijo del anonimato.

Como siempre es preciso recurrir a los humoristas porque son ellos quienes, con la acidez y la lucidez de sus habilidades artísticas, aciertan a la hora de desenmascarar tanto comportamiento hipócrita y tanta mentira envuelta en el celofán de una verdad inconcusa. Así, Miguel Mihura, en su Ninette y un señor de Murcia presenta al padre de Ninette, un exiliado español con ideas claras y distintas, preguntándole a su huésped, que acabaría de novio y casándose con Ninette, si prefería «el cocido o la fabada». Como quiera que el joven contestara que a veces gustaba de tomar fabada pero otras comía también con mucho agrado el cocido, el futuro suegro le increpa y le dice que «usted tiene que inclinarse por una de las dos cosas. No se puede ser conformista. Hay que tomar siempre partido. Estar con uno o estar con otro. Ser cocidista o ser fabadista». Y sigue el diálogo: «¿Pero es que no me pueden gustar las dos cosas?» «No, señor, eso no es político, sólo le puede gustar una y dar la vida por ello si es preciso».

Se comprenderá que la hora actual de España consiste justamente en superar la diabólica alternativa gastronómica del padre de Ninette.

Ahora se aproximan las elecciones generales. En lugar de recurrir de nuevo a fórmulas gastadas, muchos esperamos oír a las formaciones políticas explicaciones fundadas acerca de qué piensan sobre las cuotas de refugiados asignadas a los Estados miembros desde las instituciones europeas, o sobre la posible salida del Reino Unido, o sobre las ayudas al carbón y la política energética y medioambiental a ellas anudadas, o sobre el Tratado de libre comercio con los Estados Unidos o sobre las Universidades...

Permítasenos utilizar estos buenos bocados a aderezar, digerir y explicar ya que hemos recurrido a un par de capítulos egregios de la gastronomía española.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo.

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