Pactos de Estado y elecciones

Si hay un tema recurrente en todos los informes solventes de los medios de comunicación, de las instituciones de la sociedad civil o de las propuestas de los expertos, es la necesidad y urgencia de los Pactos de Estado. El Pacto de Estado es una cuestión extremadamente compleja, que afecta a intereses vitales de los diferentes grupos sociales que son sus protagonistas o sus destinatarios y que en el punto de partida incluye fuertes enfrentamientos, unas veces ideológicos, otras de intereses económicos de grupos, en ocasiones de planteamientos estratégicos de largo alcance y siempre de diferencias políticas o económicas, socialmente enquistadas de tiempo atrás.

De la gran experiencia de Pactos de Estado vividos en los tiempos de la Transición, extraemos cuatro principios o conclusiones, que condicionan absolutamente su viabilidad y su éxito:

Primero. Los proponentes del Pacto tienen que expresar con toda claridad sus ideas y objetivos y plasmarlas en un documento-base, que deben aceptar los negociadores como punto de partida y en, ningún caso, ser transmitido a la opinión pública.

Segundo. El proceso de negociación debe ser realizado con extremada discreción, con la máxima reserva —y a veces con secreto— sin aparecer nunca los negociadores ante los focos de los medios de comunicación, evitando todo exhibicionismo perjudicial al pacto.

Tercero. El acuerdo sobre el Pacto, cuando ya se ha logrado, debe ser explicado con toda precisión a la opinión pública, en prensa, radio y televisión por sus líderes o dirigentes personalmente, evitando en todo el proceso cualquier filtración o exclusiva sobre el contenido del Pacto.

Cuarto. El Pacto debe alcanzarse con el acuerdo explícito o implícito —según los casos— de los grandes partidos políticos, pues en caso contrario encallará en el trámite parlamentario, necesario en todo Pacto de Estado, que por su naturaleza debe plasmarse en normas legales.

Si analizamos en profundidad los grandes pactos de la Transición: el complejo proceso de negociación y acuerdo sobre la Constitución del 78, los emblemáticos Pactos de la Moncloa, el Acuerdo de Perpiñán para el restablecimiento de la Generalitat y el retorno de Tarradellas o los Acuerdos Iglesia-Estado, veremos aplicados en la realidad política los cuatro principios enunciados en el párrafo precedente.

Por el contrario, los dos grandes pactos promovidos por el Gobierno socialista de Zapatero sobre la reforma laboral y la negociación colectiva constituyeron un estrepitoso fracaso pues se realizaron en absoluta contradicción con las conclusiones apuntadas: continuo y reiterado exhibicionismo del presidente y del ministro de Trabajo junto a los líderes sindicales y patronales ante la televisión; ausencia de un esquema base de los objetivos de la negociación; constante debate público de los temas más complejos, propiciado por los protagonistas y finalmente remisión al trámite parlamentario, con la absoluta discrepancia de los protagonistas del frustrado pacto y de los partidos políticos.

Debemos aclarar que la reciente reforma del sistema de pensiones no es un pacto de Estado, sino la consecuencia del Pacto de Toledo —acuerdo parlamentario de 1996— aplicando sus criterios con gradualidad y con unos plazos a todas luces excesivos que no podrán evitar, aunque sí retrasar, el desequilibrio futuro del sistema. Y en cuanto a la reforma del sistema financiero —o más bien de las Cajas de Ahorro— se inició con retraso declarado, lleva un proceso con altibajos y está muy lejos de convertirse en un gran y necesario pacto de Estado. Y además europeo.

Los graves problemas que padece España, provocados por la crisis económica y por los profundos errores del Gobierno del PSOE, exigen una meditada planificación que, a nuestro juicio, debe desarrollarse en cuatro fases: Primera. Los programas que aceleren la salida de la crisis económica —normalización, de una vez, del sistema financiero, acabando la reforma de las Cajas; nuevas propuestas de reforma laboral, que completen la absolutamente insuficiente de octubre de 2010; drástica reducción del gasto público en la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas con fijación de techos de endeudamiento; programa máximo de inversiones productivas y medidas tajantes anticorrupción—. Segunda. Abordar el Pacto Educativo, especialmente en la enseñanza secundaria y en la universitaria —y el Pacto para la reordenación económica del sistema sanitario—. Tercera. Revisar la estructura, competencias y financiación del Estado de las Autonomías, con especial atención al desarrollo estatutario de Cataluña, con su sentencia del Tribunal Constitucional, y al desenvolvimiento dentro de la legalidad de las instituciones controladas por la coalición Bildu. Cuarta. Modernización de la Justicia y reordenación de los Órganos del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Obviamente estas fases no son necesariamente sucesivas y deben estar integradas en una estrategia política.

Solo después de realizado este proceso y en un clima social —esperemos que dentro de dos años— menos crispado y más proclive al consenso, podrían afrontarse los temas políticos más complejos: la ley electoral, la de partidos políticos y las reformas imprescindibles de la Constitución.

Pero la cuestión capital es quién y cómo debe dirigir este proceso. La reflexión serena y apartidista nos ofrece estas conclusiones:

—El actual Gobierno, con el máximo desprestigio y el peso de una derrota electoral abrumadora, dirigido por una bicefalia adobada en una crisis interna del PSOE y mendigando apoyos nacionalistas o regionalistas para aprobar el Presupuesto del 2012, a costa de competencias estatutarias y girones presupuestarios, es la mejor hipótesis para llevarnos al declive continuado como país.

—La posibilidad de un Gobierno de concentración, que defendimos hace más de un año varios expertos y que no fue atendida ni por el PSOE ni por el PP, hoy es totalmente desaconsejable para unos pocos meses, pues el tiempo apremia.

—La mejor —más bien, la única— solución que interesa a España es la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales cuanto antes, es decir ya.

—El país no puede aguantar diez meses, ni seis, con otro «paquete» de medidas, que solo servirán de parches a nuestra deteriorada situación. Zapatero no puede presentarnos, como lo hizo en el último debate del Estado de la Nación, la enésima esperanza frustrada de brotes verdes, condenada al fracaso.

—España necesita un Gobierno fuerte, emanado de la voluntad popular, capaz de proponer con autoridad e ilusión un plan completo de regeneración de la vida económica, social y política.

—El presidente Zapatero debe aplicar el artículo 115 de la Constitución, bajo su exclusiva responsabilidad, como dice el texto de la Carta Magna, porque eso es lo que piden y necesitan la inmensa mayoría de los españoles y debe hacerlo con el principio que Platón en «La República» pone en boca de Sócrates: «El verdadero gobernante no ejerce en el cargo para mirar por su propio bien, sino por el del gobernado».

Mientras tanto los ciudadanos —la sociedad civil— no podemos esperar con los brazos cruzados hasta noviembre del 2011 o marzo del 2012 a que una clase política, en el más bajo nivel histórico de su prestigio, resuelva a satisfacción y con prontitud la grave situación por anteponer sus intereses particulares o de partido al bien común de la Nación.

Los Pactos de Estado no solo nacen de la iniciativa de la clase política, sino que también pueden surgir del impulso de la sociedad civil, que cuenta con instituciones sólidas, que agrupan a destacadas personalidades con amplia experiencia profesional, pública e institucional, plenamente capacitadas para preparar los pactos y programas que hemos descrito en este artículo dentro de un plan nacional de regeneración. Ellas pueden realizar esta tarea de forma coordinada y estructurada y ofrecérsela al próximo Gobierno de la Nación.

Salvador Sánchez-Terán, ministro durante la Transición.

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