¿Paga lo suficiente mi país a Europa?

Durante años han sido los populistas y los soberanistas los que han atacado a Europa, quejándose de que Italia paga demasiado al presupuesto de la Unión Europea en comparación con lo que recibe a cambio.

Un argumento de fácil impacto en el electorado euroescéptico, pero instrumental y falso no sólo en cuanto a los hechos, sino también en cuanto a sus premisas, dado que la ventaja que se deriva de la pertenencia al club europeo no puede calcularse con las frías cifras del dar y recibir: la condición de miembro de la Unión Europea garantiza estabilidad económica, negocios, paz y fuerza geopolítica cuyo valor es incalculable.

No es casual que los mismos autores de las acusaciones, empezando por Matteo Salvini, nunca han cumplido con sus amenazas cada vez que se han declarado dispuestos a recortar unilateralmente la contribución italiana a las cajas de Bruselas si no se les daba la razón a propósito de tal o cual expediente.

En su condición de tercera economía de la zona euro, Italia es uno de los contribuyentes netos al presupuesto comunitario, es decir, que paga más de lo que recibe, de acuerdo con la filosofía según la cual los países ricos deben ayudar al crecimiento de los socios menos desarrollados. En 2018, por ejemplo, Roma pagó a Bruselas 17.000 millones de euros y recibió a cambio 10.000 en forma de fondos europeos. Un saldo pasivo de 7.000 millones que, por otra parte, hubiera sido menos oneroso si el país hubiera sido capaz de gastar todo el dinero de la Unión Europea a su disposición.

Por tanto, el problema no es que Italia pague demasiado a Europa, sino que nuestra Administración pública no es capaz de gastar las líneas de crédito del presupuesto común.

Además, con el Fondo de Recuperación aprobado en julio en Bruselas, Italia se convertirá entre 2021 y 2027 en un Estado beneficiario neto, ingresará más dinero del que pagará. Un hecho que debería servir de consejo a los nacionalistas tricolores italianos para que abandonaran su ya gastada retórica sobre las contribuciones a la Unión Europea.

Un consejo igualmente válido para los autoproclamados “frugales” del norte del continente, dado que los beneficios económicos que se derivan de su participación en el mercado interno europeo suponen hasta diez veces el valor de sus desembolsos para el presupuesto común. Del mismo modo, algunos países de Europa central, que reciben de Bruselas más dinero del que allí depositan y que siempre están dispuestos a dar la batalla para no ver caer las asignaciones en su favor, deberían empezar a mostrarse más solidarios con sus socios y alinearse con los valores fundacionales de la Unión cuando se hable de emigrantes y de Estado de derecho.

Si miramos hacia adelante, de hecho, las polémicas sobre dineros empalidecen respecto a la importancia estratégica de la Unión Europea. En 2050 ningún país de la UE, excepto tal vez Alemania, dispondrá de los requisitos para participar en las reuniones del G20. Frente a la potencia económica, industrial, digital, militar y geopolítica de los viejos y nuevos colosos del planeta —no sólo Estados Unidos y China—, por sí solos los distintos países europeos pronto quedarían apartados de las dinámicas globales, relegados al estatus de vasallos, protagonistas pasivos, machacados por las decisiones tomadas por otros.

Del mismo modo, por sí solo, ningún Gobierno europeo sabría abordar políticas climáticas capaces de arrastrar a la revolución verde al resto del globo. Por no hablar de los emigrantes: por sí solo ningún país de la Unión Europea sabrá enfrentarse dentro de algunos decenios a los flujos que se habrán hecho cada vez más masivos y estructurales precisamente a causa del sobrecalentamiento de la Tierra.

Ese es el asunto: en lugar de pelearse por cada mil millones de euros, en lugar de abrazarse a miopes y peligrosos nacionalismos, tanto políticos como electores europeos deberían concentrarse en los auténticos desafíos del futuro.

Solamente una Europa unida y compacta sabrá afrontarlos como actor protagonista, con espacios equiparables a los de los otros grandes del planeta. Y para hacerlo serán necesarias solidaridad, comunión de intenciones y una reforma de las instituciones de la Unión Europea capaz de hacerlas más eficientes, rápidas en sus decisiones y detentoras de una plena “soberanía europea” capaz de defender los intereses comunes.

Alberto D’Argenzio es corresponsal en Bruselas de La Repubblica. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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