País sin lengua

EL 18 de agosto de 1492 Antonio de Nebrija publicaba en Salamanca su Gramática dela lengua castellana, adelantándose así a las equivalentes de las principales lenguas europeas, que vendrían varios, o muchos, decenios más tarde. Pero no nos embelesemos con las glorias de otros españoles, tanto porque en su tiempo –y en este mismo terreno– no todo fue glorioso como porque en el nuestro, en el que podemos influir algo, si queremos, la situación es menos que aceptable. De pronto, suena la alarma porque al ministro Wert le organizan el aquelarre los separatistas catalanes, con el coro de auxilio de socialistas y comunistas (estaba cantado: no hay boda sin la tía Juana), solo atentos a desgastar al Gobierno actual, al precio que sea. Como si el señor Rajoy necesitase de ayudas para hundirse y hundirnos. Qué sorpresa: en Cataluña no se puede estudiar en español (y en Baleares, Valencia y Galicia, gobernadas por el PP, con dificultades y no siempre), como también es un hallazgo prodigioso que CiU sea un grupo separatista, si bien la única respuesta que se le ocurre al presidente del Gobierno, ante el asalto navajero al Estado, es pedir «diálogo» con quienes juran desacatar a los tribunales y las leyes (una vez más) mientras destituye a un general –sin mando de tropas y que pide atenerse a la Constitución– siguiendo, también en esto, la huella de Rodríguez. Y no es menor secreto a voces que todos los gobiernos centrales, desde el 78, han escurrido el bulto para no enfrentarse a la evidencia de lo que sucedía, en aras de pactar cualquier cosa con los separatistas, se necesitara o no, y al coste que fuera, por ejemplo manos libres para erradicar el español de las aulas, la administración y la vida social. Nadie sabía nada, nadie se responsabiliza de nada (acciones y omisiones), basta con plañir ahora por la deslealtad de los púdicamente denominados «nacionalistas»: los medios de comunicación informaban poco y mal, las sentencias –poquitas y selectivas– del Supremo y el Constitucional estaban condenadas a la inoperancia habitual en nuestra Justicia, sistemáticamente desacatadas sin consecuencia alguna. El Reino de Tócame Roque. Y, de repente, gran sorpresa, los separatistas son separatistas.

Hace unos cuantos años, más de quince, presencié en Cayo Coco (Cuba) una escena para destacar en la antología de mamarrachadas de palurdos: un catalán exigía que le entregaran, redactado en francés, el manualito de instrucciones de funcionamiento del hotel, que aparecía en inglés y… español, y como el tipo no dominaba la lengua de Shakespeare acudía a la de Molière, pero lo decía perfectamente en la de Quevedo, con perplejidad infinita del empleado cubano, cuya desbordante fantasía caribeña no alcanzaba a imaginar los grados de estupidez a que puede conducir el odio. Y eso que no vio a Montilla (Córdoba) hablando con Chaves (Ceuta) por medio de un traductor. Todos sabemos de ejemplos similares desde hace años: «Ustedes, los gallegos, se han vuelto locos», me escribía hace más de veinte años un amigo, funcionario paraguayo, que había recibido en Asunción una carta de una institución catalana redactada en inglés; o al Instituto Cervantes de El Cairo llegaba una misiva de una universidad catalana, en mal inglés, ofreciendo sus servicios para enseñar… español; o en este o aquel ayuntamiento de Andalucía o Murcia se encrespaban los ánimos porque desde un municipio catalán les escribían no ya en catalán, que habría sido mero infantilismo chovinista, sino en inglés, obedeciendo la consigna más ofensiva de todas las posibles, razón por la cual insisten en ella.

Entre graves comparsas y estudiantinas que entonan marchosas coplas el día de entrega del Cervantes para arropar la retórica oficial, nuestra lengua común no importa a nadie. Prestar un micrófono a un español para que hable, o un telefonillo para que se solace mandando SMS, es una operación de alto riesgo: faltas de ortografía, trabucamientos chistosos, logomaquias, imposibilidad de que hile dos frases con un cierto sentido lógico, huelga salvaje de concordancias de género y número, incoherencias y saltos arbitrarios en el discurso, cursilerías de los políticos a base de galicismos, pavorosos por innecesarios («poner en valor», «por contra», «Fulano viene de ganar X»), un elenco de instrumentos de tortura que patentiza la ignorancia del hablante tanto como la pésima instrucción pública (y privada) que reciben niños y jóvenes y la incuria, revestida de libertad, que aísla y margina a quienes –ilusos– intentan hacer las cosas bien. En otras lenguas (árabe, inglés, francés, alemán) se conoce la clase social en cuanto se abre la boca; en España (no digo en todo el mundo hispanoparlante) los de arriba se jactan de populacheros y desde el siglo XIX es una gracia hacerse el majo. Campechanismo mal entendido para encubrir la chapuza hasta en el habla, envuelto todo en el efecto letal, por multiplicador, de los medios de comunicación.

El señor García de la Concha, director del Cervantes, ha descrito bien la situación: en España se habla de manera zarrapastrosa. Y tiene toda la razón, aunque él mismo podía empezar por no llamar «La Colonia» a la época virreinal en Indias y que –como sabe perfectamente– nunca tuvieron un status jurídico colonial ni, en español, se denominaron colonias, expresión despectiva tomada, más tarde, por allá, del inglés. Pero esto es secundario, el problema central nos lo describe bien el Inca Garcilaso de la Vega, al referir la despreocupación y negligencia de los españoles en la enseñanza de la lengua a los indígenas americanos: «Havia tan poca curiosidad [hacia 1560] en aprender la lengua española y en los españoles tanto descuido en enseñarla, que nunca jamás se pensó en enseñarla ni aprenderla, sino que cada uno dellos, por la comunicación y el uso, aprendiese del otro lo que conviniese saber», apuntando a una pasmosa similitud con lo que acaece ahora mismo en Cataluña (aprender de oído y de cualquier manera). Bien es cierto que la Corona y la administración en Indias intentaron castellanizar a los indígenas… mandando cédulas a virreyes, oidores, secretarios, etcétera, pero la renuencia de la Iglesia fue decisiva para retrasar el proceso: son bien expresivos los escritos del jesuita mestizo Blas Valera o los del también jesuita P. José de Acosta, en radical y absoluta oposición a que se enseñara castellano a los indios, mezclando paternalismo, intereses pastorales y –sin duda, aunque no lo digan– los intereses particulares de curas y frailes que, al conocer un lenguaje local, se erigían en imprescindibles intermediarios entre la comunidad indígena y las autoridades virreinales, a la par que convertían los curatos en cotos cerrados donde solo podían entrar los conocedores de los idiomas locales (método también usado en Cataluña para eliminar la competencia de manchegos y asturianos: está todo inventado). El fracaso de la burocracia en sus pretensiones de enseñar español a los indígenas fue simultáneo al triunfo de los eclesiásticos impidiéndolo, con la Corona, eterna indecisa, en el fiel de la balanza, hasta Carlos III (Cédula de Aranjuez, 10 de mayo, 1770), quien, precisamente, informado por obispos ilustrados (v. g., el de Oaxaca), comprendió la imperiosidad de castellanizar a la población toda. Pero ya era tarde, y al iniciarse las independencias, en 1810, la mayor parte de los hispanoamericanos no hablaba español, obra que sí acometerían los criollos victoriosos.

Pero volvamos a Wert y sus buenos propósitos. Es imposible que ignorase la oposición que le aguardaba: de los separatistas y de la autotitulada izquierda, que se considera propietaria de la enseñanza y única con derecho a destrozarla, como han hecho desde 1983, concienzudamente y sin misericordia, en todos sus niveles. Me temo que a Wert no le van a permitir sacar nada en limpio, pero no ya separatistas y progres, sino sus propios conmilitones, jamás dispuestos a cerrar el paso al secesionismo (Aznar fue una rara avis, y aun habría que matizar según los casos). El profesor Rodríguez Adrados escribía en esta misma página con motivo de una sentencia del Tribunal Constitucional: «Esa sentencia debería ser un comienzo. La piedra de toque es esta: ¿va a haber enseñanza en castellano para todos, aparte de la que haya en catalán? Que aceptaran esto las autoridades de Cataluña sería una prueba de buena voluntad». El artículo tiene fecha de 24 de enero de 1995: fuerza es reconocer que la eficacia de nuestros políticos corre pareja con su diligencia. O con su honradez para cumplir promesas. A elegir.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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