Paisaje alemán

Toda campaña electoral supone un torbellino de mensajes, y a veces incluso de ideas, que tienen como objeto enriquecer la democracia. Ese es el destino de las elecciones: formar mayorías de gobierno y comprobar la salud del sistema. Alemania es un buen ejemplo de cómo, a lo largo de su historia, se han logrado entender formaciones políticas muy alejadas entre sí: cristianodemócratas con liberales, socialistas con liberales y también con cristianodemócratas y con verdes, un panorama que se puede complicar si miramos hacia los gobiernos regionales.

Ahora bien, digamos ya de entrada que esta flexibilidad, propia de un país maduro, tiene un límite, a saber, que a los partidos que constituyen una amenaza para el Estado social y democrático de derecho se les mantiene al margen de aquellos acuerdos que son sustanciales para el mantenimiento del orden constitucional. Así, por ejemplo, tras la última jornada electoral, al centro-derecha de Angela Merkel no se le pasa por la cabeza intentar un Gobierno con la ultraderecha representada por la Alternativa para Alemania pero tampoco al partido socialdemócrata se le ocurrió hace cuatro años intentar un Gobierno -que hubiera sido posible- con los comunistas de Die Linke.

Es claro que los partidos del Ejecutivo saliente han sufrido el domingo un serio varapalo por parte del electorado alemán y se verán obligados a extraer las consecuencias pertinentes.

Con todo, la canciller, que revalidará ahora su cargo, goza de una imagen de política poderosa e influyente ganada con un estilo de gobierno sosegado, austero y honesto. Angela Merkel ha logrado con tesón y sin estridencias llevar a la realidad de la vida alemana reformas que han sido sustanciales: tal, por ejemplo, la del Estado federal que ha resuelto muchos de los problemas del reparto de competencias entre la Federación y los Länder (que podríamos aprender nosotros), el abandono paulatino de la energía nuclear o la creación masiva de puestos de trabajo. Ha sido, sin embargo, víctima de su decisión más atropellada, la referente a la llegada masiva de inmigrantes, bien inspirada desde el punto de vista moral pero mal planteada en términos políticos.

Por su parte, Martin Schulz, un clásico socialdemócrata a la vez que un político flexible, enseñado en las complejas batallas europeas que exigen siempre pactos y acuerdos, se ha enfrentado en la campaña con una contrincante extremadamente escurridiza: comete pocos errores, entra poco al cuerpo a cuerpo y, sobre todo, es increíblemente voluble en sus posiciones. A oídos del lector español esto puede resultar sorprendente, acostumbrado quizás a ver en la canciller alemana el paradigma de la inflexibilidad. Nada más lejos de la realidad. Merkel ha conseguido en las dos últimas coaliciones (con los liberales y ahora los socialdemócratas) privar a sus compañeros de buena parte de sus banderas ideológicas más destacadas. Valga como ejemplo esta última legislatura que ahora fenece: a pesar de haber rozado la mayoría absoluta, los socialdemócratas han logrado sacar adelante los puntos centrales de su programa de las últimas elecciones. Prueba sin duda de su habilidad pero también de la capacidad de Merkel para desactivar a sus contrincantes.

Y así el Gobierno alemán, a instancias de sus ministros socialdemócratas, ha aprobado cuestiones como el salario mínimo interprofesional, el matrimonio homosexual, la paridad en los consejos de administración de las grandes empresas, entre otras iniciativas. Y en la campaña, el SPD, al contrario de lo que ocurre en el socialismo español, embarcado en confusos debates metafísicos sobre plurinacionalidades, no ha tenido dudas acerca de cuál debe ser el núcleo de su propuesta política: la justicia social. Es verdad que Alemania está en un momento económico boyante pero los indicadores de desigualdad han aumentado: ocasión por tanto de situar la justicia social como un gran objetivo que ha de impregnar todo el debate en esta legislatura que ahora se inicia sean quienes sean los llamados a hacerse cargo del Gobierno alemán.

Porque las combinaciones que se presentan resultan complicadas. De un lado está claro que la batuta la conservarán los democristianos (unidos a los socialcristianos de Baviera) pero han de buscar aliados toda vez que no existe experiencia en Alemania de gobiernos en minoría y la canciller, a poco de conocerse los resultados, la ha descartado porque siempre sería un gobierno débil, incapaz de afrontar los graves problemas que se avizoran.

Los socialdemócratas de Schulz ya han anunciado que pasan a la oposición con lo que, de un lado, aceptan con decencia su derrota y, de otro, evitan que el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania se convierta en el portavoz de la oposición federal.

Descartada pues la reedición de una nueva gran coalición, la alternativa única para lograr el respaldo de la mayoría absoluta de los diputados en el Bundestag pasa por una coalición muy difícil de trenzar: estamos hablando de la unión de las huestes de la canciller con liberales y verdes. Las razones de tales dificultades radican en el hecho obvio de que se trata de tres organizaciones políticas de perfiles muy distintos que han de repartirse, con todo tipo de recelos, las carteras. Especial significado tiene la de Asuntos Exteriores, un Ministerio que ha sido clave en la historia del partido liberal alemán. Porque no se puede concebir la política exterior alemana desde hace varios decenios sin tener en cuenta la aportación liberal (el caso de Hans Dietrich Genscher es bien expresivo). Pero, al mismo tiempo, preciso es añadir que, cuando los verdes han actuado como socios junior (de Gerhard Schröder), también ocuparon brillantemente esa cartera con Joschka Fischer a la cabeza.

Tras lo dicho empiezan los problemas que se agigantan si pensamos que estos partidos comparten una visión que podríamos llamar liberal de la sociedad (en costumbres, modos de vida, etc) pero discrepan seriamente en cuestiones básicas en este momento político. Pensemos por ejemplo en la exigencia del presidente Trump de aumentar los gastos de defensa por parte de los Estados europeos. Angela Merkel ha respaldado esta petición pero es materia difícilmente asumible por los verdes de larga tradición pacifista. Además, los verdes probablemente someterán la decisión sobre una posible entrada en el Gobierno a los militantes, sin que se tenga muy claro cuál puede ser el resultado de esa consulta aunque su actual líder, Katrin Göring-Eckardt, se comprometerá con el voto positivo.

De otro lado, el resultado electoral tiene una lectura europea. Hay ya, por parte del presidente francés y de la canciller alemana, principios de acuerdo sobre el gobierno de la UE que podrían acabar incluso en una reforma de los Tratados. El eje franco-alemán está tomando vitaminas y el discurso de Jean Claude Juncker en el Parlamento europeo, al iniciarse el curso político europeo, oponiéndose a algunas ideas manejadas por Merkel y Macron, anuncian una época de debate fecundo, previo a las elecciones europeas de 2019 que han de celebrarse ya sin el Reino Unido. En este apartado también nos encontramos con posiciones muy nítidas de los liberales, contrarias al refuerzo del gobierno económico europeo (creación por ejemplo de un ministro europeo de Finanzas) de la misma manera que son contrarios a cualquier intento de mutualización de la deuda.

El lector español advertirá que el simple hecho de estar barajando una coalición de Gobierno entre tres fuerzas parlamentarias tan dispares da una idea de la solidez del sistema alemán y también de que los líderes alemanes saben que conformar una realidad tan compleja es una obra de arte, del arte precisamente de la política. Aprender algo por nuestra parte ¿será un sueño o, como se decía antiguamente, pensar en lo excusado?

Francisco Sosa Wagner es catedrático e Igor Sosa Mayor es doctor por el Instituto Europeo de Florencia y por la Universidad de Erlangen (Alemania), actualmente investigador en la Universidad de Valladolid.

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