Paisaje de desolación

Podría referirme a Cataluña donde una población ensimismada con variedades autóctonas del más rancio nacional catolicismo se aferra al mito de la independencia y otorga el liderazgo de las llamadas fuerzas constitucionalistas a un ministro fracasado, gestor incompetente, del que no se conoce mejor obra que su lenguaje suave y su cara de buen chico, mientras prepara el camino para el indulto a los sediciosos con los que ansía compartir lo que ahora llaman gobierno de progreso, ¡qué perversión del lenguaje!

Podría referirme al Gobierno central donde su presidente, tras su fracaso en la gestión de la pandemia, se quita de en medio, enfrenta a las comunidades autónomas y las condena a una vana carrera por el confinamiento y las restricciones perimetrales buscando aislar un virus que ante la incapacidad para reforzar el sistema sanitario, lleva más de un año paseándose por el territorio nacional. Para consolidar su poder convierte la campaña de vacunación en una guerra ideológica y en su sectarismo expulsa a la sanidad y la iniciativa privada ignorando dolosamente que son ellas, precisamente, las que han proporcionado hasta cuatro vacunas diferentes en un tiempo récord y su gobierno el que ha sido incapaz de asegurar su suministro aunque, experto en desviar responsabilidades, culpe ahora a la misma Europa a la que ha subarrendado nuestra salvación.

Paisaje de desolaciónPodría referirme a una derecha, aún noqueada porque le robaron la cartera en una insólita moción de censura en la que se traspasaron todos los límites constitucionales con los que venía funcionando nuestra democracia y el partido socialista aceptó formar gobierno con los votos de los secesionistas y herederos del terrorismo. Una derecha que bascula entre su propio nacional catolicismo, el populismo Trumpiano y el Tancredismo arrioliano, pero de la que se expulsa a todo aquel que, con ideas propias, no se resigna a asumir la superioridad moral de la izquierda y piensa que la batalla de las ideas es condición necesaria de una buena gestión política y económica. Una derecha carente de líderes que proclamen con orgullo la defensa de la meritocracia en una España de libres e iguales, una derecha que no se haga perdonar por no asumir cuotas identitarias, de lugar de nacimiento, de sexo biológico o género libremente elegido. Una derecha que no pida el carné de identidad porque crea en el esfuerzo anónimo y en los currículums ciegos. Una derecha que reivindique el humanismo cristiano y el reformismo liberal, eso que antes llamábamos progreso económico y social.

Podría referirme al estado de una economía anestesiada que confía ingenuamente en un Plan Marshall y que asiste impávida a una nueva explosión de ERTE. Una inyección fiscal europea que llegará tarde y cuya eficacia y gobernanza es más que cuestionable. Llegará tarde porque la Unión Europea aún se debate entre disciplina fiscal y mutualización de la deuda y no sabe muy bien si ha aprobado un fondo de estabilización macroeconómica o uno estructural de transformación digital y energética; su eficacia es limitada porque en el mejor de los casos estamos hablando de una transferencia neta este año de dos puntos del PIB cuando la actividad económica cayó mas del once por ciento el año pasado; y la concentración de todo el poder de decisión en Moncloa alimenta los peores presagios de clientelismo y corruptelas del Plan E. Una economía en la que la respuesta política sigue preocupada por la liquidez cuando los problemas son ya de solvencia y requieren tratamiento urgente antes de que se hagan endógenos y arrastren al sistema financiero. Una respuesta que solo puede construirse desde la colaboración entre el sector público, el financiero y la economía real, pero que es radicalmente incompatible con la confusión ideológica de la mayoría política que sustenta al gobierno y el desconcierto que genera entre los inversores huérfanos de un referente dotado de suficiente autoridad.

Podría referirme al estado del Estado de las Autonomías, donde todo debate racional es imposible, donde todo planteamiento que busque la eficiencia en el gasto y la calidad en la provisión de los bienes públicos sucumbe ante la presión del impulso sentimental, la deformación histórica y la creación de nuevos hechos diferenciales desde la generosidad de los presupuestos autonómicos siempre disponibles, con independencia del color ideológico, para resaltar la diferencia, excitar la pasión local y encumbrar a los nuevos caciques. ¿Cómo es posible que nadie haya levantado la voz ante el clamoroso fracaso del Estado de las Autonomías para gestionar la pandemia o garantizar una educación de calidad para todos los españoles? Es un secreto a voces que el Estado de las Autonomías ha hecho aguas, que hay que repensar la distribución de competencias, el reparto de cargas financieras y de los recursos fiscales. Un replanteamiento que prime la eficacia y la solvencia sobre los criterios identitarios, la razón sobre la pasión, y que abandone definitivamente ensoñaciones carlistas, que transite definitivamente del antiguo régimen al siglo de las luces. Una transición que se antoja casi imposible ahora que los autoproclamados progresistas han descubierto que su alianza con las viejas élites locales les permite perpetuarse en el poder y alimenta la disgregación del centro derecha.

Pero realmente quiero referirme a la ausencia de una sociedad civil española que haga frente a tanta desolación. Una sociedad en la que muchas de sus élites intelectuales parecen haber sucumbido al pesebrismo y han aceptado en silencio una transgresión sin precedentes de las libertades fundamentales a cambio de una pretendida seguridad sanitaria. ¿Cómo es posible que se haya decretado un estado de alarma, una medida absolutamente excepcional de suspensión de derechos democráticos básicos, durante seis meses sin que la sociedad civil haya puesto el grito en el cielo? ¿Cómo es posible que comunidades autónomas y hasta ayuntamientos restrinjan libertades fundamentales como la de movimiento o apertura de establecimientos e impongan confinamientos y restricciones perimetrales? ¿Cómo es posible que se acepte como la única solución económica que los subsidios estatales se perpetúen, las deudas públicas y privadas se perdonen y los contratos no se cumplan? La sociedad española ha tenido un comportamiento ejemplar en muchos aspectos en su lucha contra este virus maldito. Pero ha caído en la fácil tentación del dictador benevolente, en la solución milagrosa del Estado protector. Y ha habido un Gran Timonel que ha sabido leerlo maravillosamente y beneficiarse de esa pulsión humana de sociedades con escasa tradición democrática, ante la pasividad, ignorancia o complicidad de muchos.

Fernando Fernández Méndez de Andes es profesor de Economía y Finanzas del IE Business School.

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