Paisajes después de la batalla

Ee 1934, Thomas Mann escribió la necrológica de Sammi Fischer, su editor húngaro judío de Berlín, el hombre que, en gran medida, había hecho que él llegase a ser escritor. Allí recordaba Mann la conversación mantenida con el anciano, ya muy enfermo, la última vez que se vieron:
—No es europeo —dijo Fischer, expresando su opinión sobre un conocido común.
—¿No es europeo? ¿Y por qué no?
—No comprende nada de las grandes ideas humanas.

Las grandes ideas. Esa es la cultura europea. Eso es lo que Mann había aprendido de Goethe y los mejores escritores del primer tercio del siglo XX de Cervantes. Esta es la tradición sobre la que se edifica la educación liberal, el sentimiento democrático y el humanismo europeo, creador de las grandes utopías modernas de la libertad y la igualdad. En él aprendió su oficio de poeta Antonio Machado. De ahí que su muerte en los últimos días de la guerra civil pudiera ser sentida como el final de un sueño y de una España que había tocado la gloria de la belleza y el pensamiento, como no lo hiciera desde el Siglo de Oro. «En el dolor de España —escribiría Altolaguirre al despedir al autor de Campos de Castilla— te he sentido».

Con el triunfo de Franco y el desguace del país liberal de Machado, España se alejaba de las grandes ideas y, dicho en palabras del editor de Thomas Mann, dejaba de ser europea. Pasaron los años y los españoles enterraron la dictadura pero la mala conciencia de su excepcionalidad en el viejo continente acompañó inmisericorde su caminar hacia la democracia. Quedó poco tiempo para las grandes ideas y la cultura democrática no dejó de naufragar en agendas que permiten llamar a cualquiera para decirle «esto me lo arreglas» mientras los demás deben enfrentarse al «vuelva usted mañana», dependiendo si supieron o no tomar el tren adecuado. Y algo, grave y excéntrico en las formas de construir regímenes sólidos en Europa, alcanzó niveles de mascarada cuando quienes se consideran ajenos a una nación, pasaron a redactar los certificados de buena conducta ciudadana no sólo en aquellos territorios donde se supone que disponen de un apoyo más o menos importante, sino que determinaron también cuál debía ser el perfil de una España con la que dicen mantener lazos casuales.

Para mayor desgracia, la recuperación de las instituciones democráticas y el fortalecimiento de una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad se han visto golpeadas continuamente por la actividad terrorista y la infamia de un discurso de justificación que convierte a los asesinos en la encarnación de una Causa. En ningún otro lugar de Europa se hace de los criminales la expresión de una realidad nacional ni nadie piensa que a través de ellos se manifiesta la voluntad de un pueblo. En España, por el contrario, hasta el discurso eclesiástico desbocado ha engendrado mecanismos de defensa e imposición violentos: lo que podríamos llamar síndrome de Jerusalén, el sentirse mesías del nacionalismo más extremoso pertenece también a la ceremonia de la confusión político-religiosa del País Vasco.

Sufrimos ahora la gran impostura de que la comprensión de los fenómenos sociales olvida, alegremente, algunas verdades elementales que están por encima de los acontecimientos históricos y los condicionantes de los tiempos: el derecho a la vida, a la libertad, a la justicia, a ni siquiera tener que dar explicaciones sobre lo que uno piensa, para poder vivir en paz con uno mismo, sin la compañía del miedo, de la marginación o del desprecio que destilan los portadores de las ideas dominantes y sus vehículos de expresión.

Sufrimos ahora la gran impostura de ver cómo los que han exigido su presencia en las urnas a golpe de pistola son convertidos en respetables demócratas, a los que, ya sin armas, no se puede juzgar por sus ideas, olvidándose de que el fascismo radica en el discurso no en la acción de poner bombas. Nada más equivocado que creer que el diálogo es posible con quien ha enterrado en sangre y en furia el lenguaje de la humanidad. Hemos visto mentir, envilecer, amenazar, secuestrar, matar, y nunca fue posible persuadir a quienes lo hacían de que no lo hicieran. Porque están seguros de sí mismos y porque no se persuade al representante de una idea absoluta, de un mesianismo sin matices.

De otro lado, los asesinos convertidos en héroes, por el simple hecho de entregar sus vidas más tarde, han llenado las páginas de nuestra historia. Saint Just no es inocente porque la guillotina le corte el cuello a él también. Trotsky no es un mártir porque ha sido previamente verdugo. El falangista que acabó con la vida de Ciges Aparicio no fue inocente porque su vida pudiera concluir en el frente ni porque su corazón estallara de fervor patriótico. Y el requeté que se embadurnaba de escapularios ensuciaba una fe al convertirla en excusa de la masacre.

Por una u otra causa, en España se ha instalado una confusión elemental: tantos años de nacionalismo violento que ha matado a cientos de personas en nuestro país han permitido al que no recurre a esa violencia física aparecer como demócrata, sin reparar en que la extrema derecha europea es calificada de antidemocrática cuando no mata a nadie, como ocurre con el Frente Nacional francés. Conviene insistir: lo antidemocrático es el discurso, no solamente la acción. ¿Por qué nos alarmamos cuando los franceses votan a Le Pen y ponderamos la calidad democrática del voto al nacionalismo vasco heredero de ETA? ¿O es que estos mismos nacionalistas no aplauden con entusiasmo la represión de grupos neofascistas, a quienes se requisan materiales, se cierran librerías o se mete en la cárcel por negar el Holocausto? Claro que hay ideas criminales, claro que hay ideas punibles. Simone de Beauvoir decía que había palabras que mataban, cuando se negó a firmar la petición de gracia a favor del escritor Brasillach fusilado por orden del general De Gaulle por haber colaborado con la Alemania nazi durante la ocupación de Francia. Hay ideas que pueden ser consideradas denigratorias de los derechos de los demás, como las xenófobas, y es obvio que son criminales en el sentido estricto del código penal.

En nombre de la pluralidad se nos cuela todo y hemos llegado a creernos que todas las opiniones son integrables, incluso aquellas que atentan contra la democracia, y quizás es la hora de poner ciertas ideas en orden, aprovechando la forma que ha adquirido el paisaje después de la batalla electoral. Los rasgos más pintorescos de nuestra situación proceden de la falta de voluntad política, de capacidad argumentativa, de coraje ideológico para enfrentarse a aquellos que nos han impedido ser una nación normal, equivalente en su conciencia propia a aquella que poseen naciones que ni siquiera necesitan recordar a cada instante que lo son, entre otras cosas porque en ninguna parte se han construido las naciones sobre la permanente negociación con quienes no las aceptan. Y como ocurre siempre al calor de la ausencia de respuestas políticas, los nacionalistas no se han conformado con decirnos quiénes son, sino que se empeñan en indicarnos lo que debemos ser los demás. Incluso cuando los demás somos la inmensa mayoría de la sociedad española. Quien esté libre del pecado político de haber considerado que una extravagancia arcaizante era una muestra de modernización y de calidad democrática española, que tire la primera piedra, antes de que todos los proyectiles estén a disposición de los de siempre.

Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de mayo, Nación y Libertad.

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