Paisajes después de la exhumación

De entre los pecados capitales de la historia contemporánea española algunos son tabú. Mencionemos el más difícil de reconocer: la modernización económica y social del país (patológica y deforme, como todas lo han sido siempre en todas partes) resultó, en medida mayor de lo que hubiera gustado a muchos, un producto del franquismo. Tal afirmación requiere cierta cantidad de glosas y apostillas, pero hay dos que resultan obligadas. Lo primero que debe decirse es que se trató de un efecto en sentido pleno y no de un subproducto: no es que el franquismo pretendiera otra cosa y lograra, sin quererlo ni quizá saberlo, la modernización de España. No: su voluntad fue precisamente que tal modernización, tenida por ineluctable, estuviera pilotada por aquel régimen y no por sus enemigos, los cuales habrían de contentarse con terminarla.

Lo segundo quizá sea todavía menos agradable de admitir. Franco y los franquistas sabían que su tiempo era más biológico que histórico, lo que implicaba la necesidad de aprovechar al máximo, hasta que aquella anomalía se extinguiese con la muerte natural de su protagonista, la capacidad de condicionar el futuro.

En lo estrictamente político, apenas ningún franquista debía hacerse muchas ilusiones, y la gran batalla consistía en que, cuando el país hubiese recorrido los hitos exigidos (cuando lograse, dicho con el lenguaje de la época, “entrar en el Mercado Común”, antecedente entonces de la Unión Europea), fuese ya lo más moderno posible, pero lo fuese con un sesgo particular, de naturaleza, sobre todo, mental.

¿Para qué negar que los franquistas se salieron en esto con la suya? El día en que comprendamos bien cuál era ese sesgo imaginado y lo cotejemos con la realidad, entenderemos lo ocurrido durante la llamada Transición, y, sobre todo, nos haremos cargo de quiénes hemos acabado siendo. Cierto es que a algunos franquistas les hubiera gustado un país más viril, más beato, más castizo, más cuartelario, más admirador de su pasado imperial y más riguroso con el servicio doméstico y con las clases menestrales. Pero ese futuro hecho a base de pesadillas era mera fantasía y puro anacronismo, y los franquistas inteligentes no lo deseaban en serio. Hay, sin embargo, otra herencia del franquismo, insidiosa y profunda, que ha triunfado avasalladoramente. Lo peor del caso es que muchos antifranquistas la bendecirán si se les describe, y aquí radica lo decisivo de la historia de este país en los últimos cincuenta años.

Todos somos capaces de reconocer ese pragmatismo achulapado, hijo de la tecnocracia de los años sesenta del siglo XX, que se hallará cada vez que alguien susurra “si te digo la verdad, yo es que voy a lo mío” (teniendo esta expresión por un derroche de ingenio, ante el que hay que sonreír pícaramente y mostrar complicidad), la letanía de quien es partidario de nadar siempre a favor de la corriente, de quien sabe que el éxito es señal de virtud y el fracaso de negligencia y culpa, y de quien, antes que nada, odia el buscarse problemas (algo que, según la leyenda, Franco recomendaba mucho: “Usted haga como yo: no se meta en política”).

¿A quién no le resulta familiar el franquismo metafísico de la persona que rehúye las complicaciones mentales y que, por encima de todo, cree que, si algo pertenece a lo que se llama “los hechos”, ya no cabe mejor prueba de que es la cosa más estimable del mundo? Toda esa inconfundible cantilena, y no otra, es la verdadera herencia de un régimen que en plazo breve logró sustituir el nacionalcatolicismo por el culto al desarrollo.

Los motivos que la derecha ha esgrimido contra la exhumación de Franco no han sido del tipo superficialmente tenido por franquista, sino del profundo. Consignas propias de quien sabe que no ha perdido el tren de la historia y vocea su convencimiento para que a nadie le quepan dudas: “¿Acaso no tenemos problemas más urgentes que resolver? ¿No es un capricho gastar dinero en esto? ¿No sería mejor ir con los tiempos y pensar en positivo? ¿No nos traería más cuenta tener la vista puesta en el porvenir?”.

En realidad, Franco creyó que no sería desenterrado nunca porque en el futuro esas ceremonias pasarían a ser vistas, sobre todo, como gastos inútiles que nadie estaría dispuesto a permitirse. No acertó, desde luego, en el detalle, pero eso no significa que errara lo principal. Porque lo esencial sí quedó atado y bien atado: la palabra convertida en guiño, la virtud en condecoración, la belleza en pérdida de tiempo y el pensamiento en balance contable. La triquiñuela, la arrogancia, el desdén, el sobrentendido y el acomodo al ambiente como manifestaciones superiores del espíritu; he aquí la impronta inconfundible de nuestra modernidad. Vano resulta buscar otra.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Sus últimos libros son Signos de contrabando (Underwood) y Sin imagen del tiempo (Abada).

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