Pakistán: ¿la bomba para Bin Laden?

Por Bernard-Henri Lévy, filósofo francés (EL PAIS, 17/02/04):

El asunto Abdul Qadeer Khan. La increíble historia de este sabio paquistaní partidario del armamento nuclear que, desde hace 15 años, entregaba con total libertad e impunidad sus secretos más delicados a Libia, Irán, Corea del Norte y al que, según acabamos de saber, Pervez Musharraf en persona, al término de una entrevista de la que no se ha filtrado nada o casi nada, terminó por conceder su perdón. ¿Realmente está cerrado el informe? ¿Asunto archivado? Es lo que la Administración estadounidense, ajustando extrañamente el paso a la doctrina oficial paquistaní, está intentando hacernos creer. Conociendo algo el informe y siendo, salvo error, el primer observador francés que ha intentado alertar a la opinión pública sobre la extrema gravedad de la situación, creo, por el contrario, que no estamos más que al principio de esta historia. No tardaremos en descubrir, por ejemplo, que este terrible tráfico, lejos de haber cesado hace dos años, según se dice, ha continuado hasta ayer; es decir, en realidad, hasta justo después de la pretendida toma de conciencia del 11-S: este último viaje a Pyongyang, el decimotercero, realizado en junio de 2002 por el buen doctor Jan, o también ese barco apresado en agosto en pleno Mediterráneo, que transportaba hacia Libia algunos de los componentes de una futura central nuclear. El mundo, detrás de Estados Unidos, tenía los ojos fijos en Bagdad, mientras que las grandes oleadas de la proliferación nuclear partían de Karachi.

Muy pronto leeremos que, lejos de ser un Doctor Strangelove exaltado, pero al final más aislado de lo que describen la mayoría de nuestros medios de comunicación, Jan estaba en el centro de una red inmensa, de una trama increíblemente densa y tupida: sociedades pantalla en Dubai, encuentros en Casablanca y Estambul con sus colegas iraníes, cómplices en Alemania y Holanda, agentes malayos y filipinos, desvíos hacia Sri Lanka, conexiones chinas y londinenses; un mundo, sí, todo un planeta de crimen y guerra sucia que los occidentales, enredados en un gran juego que está a punto de superarles, han dejado que se desarrolle con una ligereza que recuerda, pero para peor, la que presidió en otro tiempo la puesta en órbita de los talibanes. Observaremos que, al estar Pakistán sujeto por la mano de acero de sus servicios secretos y su Ejército, es sencillamente inconcebible que Khan haya actuado solo, sin órdenes ni cobertura: comprenderemos, más exactamente, que no se puede, al mismo tiempo, repetir cada vez que se plantea la cuestión de la debilidad del sistema: "No se preocupen: el arsenal paquistaní está bajo control; ni una sola cabeza de misil se moverá sin que se informe a las autoridades" y, hoy día, frente a la magnitud de la catástrofe anunciada, jurar con la mano en el corazón: "Khan era un hombre solo, una especie de soldado perdido, actuaba por su cuenta, no hay ni un solo oficial implicado".

Nos remontaremos hasta Musharraf. Al ser Pakistán lo que es, no podremos remontarnos no sólo hasta tales o cuales generales o ex generales (de ahora en adelante, esos nombres con los que me he cruzado en el curso de mi propia investigación y que espero interesen a otros más competentes que yo: Mirza Aslam Beg y Jehangir Karamat, los dos antiguos jefes del Estado Mayor General), sino sólo hasta el presidente, del que nadie duda en Islamabad que no ignoraba nada de los oscuros manejos de aquél al que en el momento mismo en que le desenmascaraba, acabó honrando como a un "héroe". ¿Qué sabe Khan de lo que sabe Musharraf? ¿Qué sabe Dina, su hija, que se ha vuelto a marchar a Londres anunciando que llevaba maletas con informes a cuál más comprometedor?

Y, además, tarde o temprano, llegaremos al final, al verdadero secreto, el más grave, el que Daniel Pearl había empezado a entrever y quizá le haya costado la vida, ése en el que yo, a mi vez, había intentado, siguiendo sus pasos, penetrar un poco más: Al Qaeda, las relaciones de Khan con el Lashkar e Toïba, ese grupo terrorista y fundamentalista que está en el corazón de Al Qaeda; el hecho, en otras palabras, de que ese sabio loco es, para empezar, un loco de Dios, un islamista fanático, un hombre que, en alma y conciencia, cree que la bomba de la que es padre debería pertenecer, si no a la misma Umma, al menos a su vanguardia, tal como la encarna Al Qaeda; la probabilidad, pues, del guión de pesadilla que yo anunciaba al término de mi investigación y que ahora, más que nunca, es nuestro horizonte, un Estado paquistaní que, al abrigo de su alianza con un Estados Unidos que decididamente no está para frivolidades, proporcionaría a Bin Laden los medios de pasar a la última etapa de su cruzada. ¿Cuánto tiempo hará falta para que se diga todo esto? ¿Cuánto tiempo durará la mascarada de Islamabad? El mes próximo, Estados Unidos aprobará los 3.000 millones de dólares de ayuda a Pakistán. ¿Se tendrá en cuenta este aspecto de las cosas? ¿Se exigirá, por fin, a cambio de esta ayuda, la inspección de los emplazamientos paquistaníes, así como la puesta en marcha del sistema de doble llave que algunos reclamamos en Europa y EE UU? De momento, estos pocos elementos, esta modesta contribución a un debate que no ha hecho, me temo, más que empezar.