Palabras al oído

Veo avisos, sugerencias, anuncios engañosos en este Chile de fines de octubre de 2019 de lo que fue el mayo de 1968 en París, situación que me tocó vivir desde adentro, sin habérmelo propuesto, y que respiré por todos los poros, comentándola hasta el agotamiento, sospechando de todo y construyendo toda suerte de conjeturas inverosímiles. ¿Significaba esto que yo pensara entonces, en mi ingenuidad, que la política chilena era fácil de comparar con la de Francia? Desde luego que no pensaba esto, por muy joven e ingenuo que fuese en esa primavera perdida. No es difícil encontrar ecos europeos en la historia chilena y sudamericana de los siglos recientes. Pero hay que evitar el facilismo comparativo, que puede inducirnos a errores graves. Para que las comparaciones sean válidas y sirvan para algo, tendríamos que encontrar un Napoleón Bonaparte o un Charles de Gaulle de esta parte del planeta, y está claro que entre nosotros no se dan personajes de esos niveles. Y no busquemos ministros de Cultura o de lo que sea de las dimensiones de un André Malraux. «Se equivocó la paloma» cantaba el poeta gaditano Rafael Alberti, que nos visitó muchas veces, cruzando la cordillera, y que comía callos a la madrileña en el viejo café Miraflores, que regentaba un emigrado vasco de apellido Besaraluce.

Al comenzar los eventos del 68, miré en el bulevar de Montparnasse a los jóvenes rabiosos que desfilaban, que gritaban sus consignas de manos empuñadas y hacían sonar con ritmos escandidos sus bandurrias y cacerolas. Saco una sola conclusión: toda situación inamovible, acompañada de sus normas, prejuicios, mezquindades y restricciones, prolongada en el tiempo, provoca reacciones de rabia, de furia destructiva, de franca y radical intolerancia. Los jóvenes del Santiago de Chile de hoy derribaron semáforos, calcinaron buses, saquearon supermercados y los poetas malditos del París de 1848, con Carlos Baudelaire entre ellos, le dispararon a los relojes públicos de la ciudad, porque reglamentaban, organizaban y dividían la vida. Los jóvenes del 68, por su lado, vociferaban a todo lo que les daban los pulmones «Dix ans, Ça suffit!» (Diez años, ¡basta ya!). El gaullismo, por ilustrado y bien inspirado que fuera, había durado demasiado. No se les podría gritar lo mismo a nuestros palomos, pero los sucesos violentos del Instituto Nacional, creado por uno de nuestros padres fundadores, ya eran reveladores, y habría habido que saber interpretarlos, y hubo un momento en que nuestras palomas y palomos oficiales y del interior confundieron el norte con el sur. Salí el domingo pasado en la mañana, cuando todavía quedaban restos de gas lacrimógeno en el aire de las calles Merced y Monjitas y de Santa Lucía, y un joven de barbicha anarquistoide llevaba horas aporreando un tambor a pocos metros de un bus calcinado por amigos y compañeros suyos. Pasaron por la calle tres vecinos gordinflones, de suspensores y caras satisfechas y le gritaron al tamborilero: «¡Abúrrete!», seguido de un chilenismo grueso, que no tiene traducción del español de Chile al de todos lados y que en los aires coloniales de la calle Monjitas sonó curiosamente divertido.

Parece que el tamborilero no tuvo dificultades para entender parte del mensaje, y desde luego la coda criolla, porque a las ocho de la noche se había retirado con sus bandurrias panfletos y cacerolas. Conclusión: los políticos en activo tienen que aprender a difundir aires de cambio, de apertura, de futuro, y a poner variaciones en sus sonsonetes. Les aconsejo, por ejemplo, que no hablen con tanta cara de rabia y si son ministros del Interior, con menos rabia todavía, y que no fotografíen a soldados con metralletas de siniestra memoria junto a estudiantes armados de inocentes cacerolas. Criticar es muy fácil, dijo hace pocos días nuestro presidente, y me permití una sonrisa discreta porque una vez le escuché una frase idéntica al comandante en jefe Fidel Castro. Reconozco que Sebastián Piñera ha conseguido uno que otro avance discreto sin necesidad de tirar el Estado de Derecho al tarro de la basura. Y concuerdo con él en que avanzar es más difícil que criticar. Y sobre todo dentro del respeto de la ley y de la constitución política.

En esos días de mayo del 68 mi teléfono de la rue Boissonade, callejuela abierta en el corazón del barrio de Montparnasse en revuelta, sonaba temprano todas las mañanas: el novelista mexicano Carlos Fuentes, autor de «La muerte de Artemio Cruz» y de «La región más trasparente» me llamaba desde Londres para saber de lo que estaba pasando en Montparnasse. Después publicó un libro sobre ese famoso mes de mayo, y reconozco, a pesar de que nunca se reconoció mi parte en la autoría, que lo hizo con buen estilo y con elegancia intelectual, a pesar de la distancia telefónica. Las caras de rabia forman parte de un estilo colectivo, mientras las palomas equivocadas de Rafael Alberti vuelan por encima de los abedules del cerro Santa Lucía y de las pilastras de La Moneda. Los tamboreros majaderos se aburren, y yo leo poemas de López Velarde y del venezolano Rafael Cadenas, recordando que los jóvenes del mayo francés levantaban efigies de Jean Arthur Rimbaud y de Edith Piaff, y me digo que los palomos nuestros se habrían equivocado menos si se hubieran acordado de nuestros poetas y si hubieran cantado «Gracias a la vida». Pero se equivocaron demasiado y previeron poco, porque no tuvieron ojos, como decía el poeta venezolano, sino sólo puntos de vista. Es decir, cambiaron la tarea de pensar bien por la de opinar a toda costa, y bien o mal, sin reflexionar sobre las consecuencias del pensamiento mal encaminado para los chilenos jóvenes y de todos los sexos y edades. Entre tanto, hubo sesiones parlamentarias tumultuosas y escandalosas, con pugilatos y empujones de diputadas y diputados, y de repente parecía que un país con historia y con Institutos Nacionales y universidades de primera línea, se había equivocado de rumbo. Escucho desde mi balcón el gorjeo de las palomas confundidas y diviso en la penumbra del fondo el perfil de la cordillera de Los Andes cubierta de una nieve grisácea, poco prometedora.

Jorge Edwards es escritor.

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