Palabras bajo sospecha

Cada vez me resulta más aburrido soportar el que, cuando abordo distintos temas de interés general, bien sea la inmersión lingüística en Cataluña o el franquismo, surjan réplicas agresivas fundamentadas no en mi argumentación sino en mi condición de jesuita. Algo que podría rozar la inconstitucionalidad pues no parece respetar el espíritu y la letra del ordenamiento de 1978 que en su artículo 14 prohíbe el señalamiento o la discriminación por razón de religión o creencias. Y es un verdadero ataque a la sociedad laica, que muchos defendemos, el que en el debate se cuele la condición religiosa del opinante como si ésta fuera su mejor desautorización o un factor de distinción entre quienes tienen derecho a hablar y quienes no lo tienen.

Hace unos días un periodista me obsequiaba pródigamente con el histórico apelativo de «gran inquisidor» y, deduzco, que al atribuirme ese papel, él aceptaba gustoso el del hereje, que nadie le había atribuido. Más allá de la peripecia personal ya saldada, el incidente merece un comentario porque expresa una de las patologías que sufre un país donde tantas veces la historia se ha padecido más que realizado, una España que durante años ha estado al margen de lo que Occidente ha considerado normal. Creíamos que el franquismo nos iba a dejar indemnes, o que una guerra civil iba a pasar al olvido o a la historia, y nos damos cuenta de que su presencia no es sino el resultado de que las actitudes de entonces, necesariamente ajustadas a las condiciones de ahora, se repiten en lo que constituye ya una forma de ser español en los comienzos del siglo XX: el no querer serlo o el serlo de forma trágica. Que seamos el único país europeo que se encuentre en estas condiciones, salvo los desdichados restos del «socialismo real», dice mucho al respecto.

La referencia a la Inquisición rememora uno de los aspectos más vergonzosos de la historia que no tiene que ver con el catolicismo ni con el protestantismo —¡cuánto se olvida a Miguel Servet...!— sino con la pretensión de organizar un mundo atento a una verdad, cuya no aceptación conduce a la muerte física o a esa otra muerte que asestan de modo distinto, reduciéndote a la nada en el mundo en el que tratas de expresarte. La Inquisición es la impunidad permanente de un poder que ejerce la violencia contra quienes ponen en peligro la única forma de pensar posible. Esa ha sido la tragedia en el mundo de los intelectuales desde que se inició la modernidad, como lo es del mundo popular el escándalo de la miseria y la opulencia conviviendo a los ojos de los hombres.

La Inquisición es esa violencia que se ha hecho siempre en nombre de alguien que nunca está presente. En nombre de Marx se encarcelaba a los comunistas disidentes o a los campesinos díscolos en el Gulag. En nombre de Jesús se estableció el derecho a torturar a quien no sólo no creyera en él, sino que no creyera en la forma en que la Iglesia había decidido que debía hacerse. La Inquisición es un insulto arrojado, como el último escupitajo del suplicio que acabó en la cruz, a Jesús de Nazaret. Que se busque en el relato de su vida un solo episodio en que pretenda imponer por la violencia sus creencias o en que proclame que debe hacerse de este modo. Su mensaje es la primera gran revolución universal de la humanidad, el credo liberador que decretó la igualdad de los hombres muchos siglos antes que la Enciclopedia francesa. La Verdad os hará libres, del Evangelio de Juan, significa también que sólo se podrá alcanzar esa Verdad por el camino de la libertad. Y vulnerar ésta significa poner en peligro aquélla. La dinámica torturador/torturado nada tiene que ver con la defensa de la fe, sino con un escenario en el que se demuestra la necedad dolorosa de los hombres, que buscan ejemplificar la permanencia de su poder absoluto sobre otros.

Vincular la condición de católico o cura a la Inquisición —nadie se atreve a hacerlo con el islamismo— es un nauseabundo juego que pretende ser ingenioso, o que confunde el ingenio con la inteligencia, lo cual haría que Chiquito de la Calzada y Kant compartieran páginas en un texto de filosofía. Nada tiene que ver con el cristianismo ni como mensaje de libertad y fraternidad ni como ejemplo de vida de una persona que quiso ser hombre hasta el final, demostrando que sólo sería creíble si compartía hasta el paroxismo el sufrimiento de sus hermanos crucificados y torturados. Nada habría sido del cristianismo si se hubiera tratado solamente de un libro comunicado a los siglos posteriores. Pero tampoco habría sido nada si Jesús hubiera despreciado la vida: su mensaje tiene validez porque no deseaba sufrir ni morir de aquel modo atroz. Y en esa reivindicación de la vida, que escapa a cierta necrofilia ritual que la Iglesia no consigue superar, se encuentra la relación de muchos creyentes y también agnósticos con el personaje a través de tantos siglos. Su miedo lo humaniza y lo acerca, su angustia en Getsemaní lo convierte en alguien demasiado parecido a todo hombre.

En tiempos de cinismo, esa coherencia que lleva a la cruz nos puede parecer tan increíble que necesite de los designios de Dios y de cierta indiferencia de Cristo ante el sufrimiento para ser aceptado. Sin embargo, esa resistencia, esa rebeldía de su cuerpo angustiado, es lo que permite que su ejemplo lo sea de verdad. La defensa de los valores que vertebran una cultura cristiana es indispensable, porque el relativismo moral se convierte en la carencia de principios, no en la tolerancia mutua, y esa es la gran trampa de nuestro tiempo. Pero esta firmeza de convicciones nada tiene que ver con la Inquisición. Nada tiene que ver ésta ni con Jesús ni con el cristianismo. Lo mismo, nada, imagino, que tiene que ver el Estado moderno con la capacidad de matar en la Gran Guerra, de permitir la muerte de seres indefensos en el África subsahariana o de tolerar que niños trabajen desde los cinco años escarbando en las basuras de los arrabales de Bogotá. ¿Qué tiene que ver la fe con la Inquisición? Lo mismo que declararse liberal y tener que aceptar todas y cada una de las cosas que se han hecho en nombre de una civilización abusona, cretina y cruel.

En épocas de incertidumbres —y la nuestra lo es—, la literatura ha denunciado el miedo que atenaza las seguridades humanas. Y lo hizo Dino Buzzati en su estremecedora novela El desierto de los tártaros, publicada en el fragor de la II Guerra Mundial. Los enemigos, los míticos tártaros, siempre están por llegar y a esa espera de lo que nunca ocurre, a ese espejismo entrega su vida, encerrado entre los muros cuarteleros de una fortaleza, el teniente Giovanni Drogo.

Abundan en España los defensores de fortalezas contra enemigos invisibles, pero existen también quienes desean tocar las trompetas de la libertad para que los muros de esta Jericó de hipocresía pasen a ser las avenidas de una ciudad que merezca el nombre del que se derivó uno de los más hermosos de nuestro tiempo: ciudadano. Somos muchos los que rechazamos el que se nos asigne el papel de ese enemigo exterior al acecho, pero también el de un Giovanni Drogo que sólo cree digna la muerte en la lucha por defender una fortaleza contra un adversario inexistente. Nuestro lugar está allí donde se pretenda acabar con las fortificaciones alzadas frente al diálogo, donde se cubran las trincheras cavadas contra el entendimiento, en el espacio donde el estrépito de las consignas huecas sea silenciado en favor de las palabras.

Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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