Palabras de Julio César a España

España es un país belicoso y un paisaje idóneo para la guerra. Sus habitantes siempre hemos sido despiadados y temibles guerreros. Ya César hablaba de estos parajes hispanos como los más propicios para la guerra que él había conocido: «Haec loca sunt montuosa, et natura edita ad rem militarem» (De Bello Hispaniensi, VII ). De todos los escenarios en que la Guerra Civil, entre cesarianos y republicanos, tuvo lugar, el de Hispania fue el más sangriento, el más salvaje, el más implacable. Aquí la Guerra Civil («Bellum civile ac domesticum») llegó a unos grados de tal crueldad que hasta enturbió el ánimo frío y calculador de Julio César. Sus sentimientos, profundamente excitados por la inhumana conducta de los hispanos, en ocasiones se desviaron. Nunca hubo lugar ni ocasión, como en otros sitios, para el perdón, y a todos los prisioneros se les cortaban las manos antes de soltarlos. Jamás César antes vio las barbaridades y amencia sangrienta que en España se perpetraban entre sí los españoles de distinto bando. Y eso que César había visto muchos crímenes horribles y espantos durante sus muchas conquistas. Lo dice incluso de forma expresa: «De acuerdo a los recuerdos que los hombres tienen jamás estas cosas se habían hecho».

Palabras de Julio César a EspañaLa compasión no existía hacia ningún ser vivo, ya fuera anciano, mujer o niño, que fuera prendido por los enemigos. «Vivos aliquos ceperunt, qui postero die sunt interfecti». No había jamás clemencia en la rendición de cualquier pueblo de Hispania, sino exhibición de crueldad infinita. Los siervos estrangulaban a sus amos, y a los hijos y mujeres de estos, para salvar la vida ante un enemigo siempre inclemente. Las matanzas de ciudades enemigas enteras («iugulatio oppidanorum») era el procedimiento ordinario. A los enemigos políticos se les mataba no sin antes pasar por la espada a la familia entera. Contra la crueldad de algunos, César, contra su costumbre, comenzó también a ser cruel. Así, el esclavo que mató a su dueño, y a su mujer y a sus hijos, para conquistar el corazón de César, César lo quemó vivo. Aunque, en general, a los esclavos los crucificaban y a los soldados los decapitaban.

La palabra «ferocitas» sólo se emplea en el Corpus Cesarianum en el caso español. Es un hápax que César reserva para nosotros. Y es evidente que «ferocitas» deriva de «fera», animalizándose con ello la humanidad del hombre, lo mismo que hoy el coronavirus de la nueva gripe es un contacto de lo humano con lo animal. Cuando la peste viene de enfermedades de animales sólo la risa puede conjurar a la muerte que trae la pandemia. Por eso los romanos, de acuerdo a lo que nos cuenta Tito Livio, conjuraron el miedo mortal a la primera gran pandemia trayendo a ludiones e histriones etruscos que los hicieran reír. Fue así cómo nació el teatro en Roma, ofreciendo a la muerte la carcajada. Mejor la muerte por epidemia que coger una tenebrosis. Ambas epidemias te dejan un color macilento, caquéctico. La tenebrosis es siempre peor que una gripe, aunque sea de coronavirus. Quizás el rito apotropaico de la risa habría que celebrarlo ahora en España, en estos momentos.

La muerte entre hermanos fue también muy frecuente en Hispania durante esta guerra civil entre César y el moribundo régimen republicano: «Miles, qui fratrem suum in castris iugulasset, interceptus est a nostris, et fusti percussus». Este tipo de crímenes los romanos los castigaban matando a palos al fratricida. Se utilizaban los cadáveres de los enemigos para hacer las empalizadas frente a los enemigos sitiados, y las cabezas de los muertos, puestas en orden, se volvían hacia los enemigos para que se consternasen sus ánimos y el terror los paralizase. Es así que la crueldad se retorcía y complicaba tanto que producía arabescos de horror.

En la toma de Córdoba, César, infectado por el ambiente de horror, ejecutó a 22.000 personas. Se ejecutaba de noche en masa a las cohortes más tímidas y dubitativas en la pelea. César entró en Sevilla con la cabeza de Pompeyo «El Mozo» (Adulescens), para exponerla él mismo en la principal plaza de la ciudad. Y terminada la guerra, César se despidió de Hispania con un discurso de estilo ático, dirigido para aquellos españoles, pero que también nos puede llegar a nosotros, que hemos repetido bastantes veces los mismos pecados de nuestros padres, y del que podemos entresacar las siguientes líneas: «“Vosotros habéis aborrecido siempre la paz”, de suerte que el pueblo romano no puede jamás sacar de aquí sus legiones, a fin de que no os matéis entre vosotros. Los beneficios los recibís como injurias, y estimáis por favores los agravios. Despreciáis a quienes os gobiernan bien, y amáis a quienes os tiranizan. Así jamás habéis podido conservar ni la concordia en la paz ni el valor en la guerra (“Ita neque in otio concordiam, neque in bello virtutem ullo tempore retinere potuistis”)».

No está uno desde luego muy seguro de que los españoles hayamos cambiado mucho nuestro carácter moral que Julio César describió hace 2.070 años. Y no lo está a tenor de algunos comportamientos que nuestros políticos tienen, que no son conscientes de lo que pueden producir con sus palabras incendiarias en un entorno con tantos materiales milenariamente inflamables. Hace cuarenta años los españoles, quizás por primera vez, usamos la paz para llegar a la concordia fraternal, de suerte que la paz fuera más auténtica y más segura, pero desde hace unos pocos años jugamos al peligroso juego de desmontar la concordia. No hacemos bien. La concordia y la paz en este suelo son conquistas que han costado mucho conseguir, y haremos muy bien en mimarlas continuamente, haciendo, entre otras cosas, que la libertad de expresión sea indivisible, y que bajo ella se expresen todos, estos y los otros, los de un bando y los de otro. La hazaña de estos últimos cuarenta años la tenemos que proteger con todo nuestro afán. Es nuestro tesoro común.

Martín-Miguel Rubio Esteban es Doctor en Filología Clásica y escritor.

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