Palabras mayores

Félix Ovejero y yo somos amigos desde hace tiempo, por mucho que tendamos a pensar lo contrario sobre un número considerable de asuntos. Mejor todavía: somos amigos precisamente por eso, no a pesar de eso. Allegarse a otro porque opina lo mismo que uno, es un acto de militancia. Estimarlo a despecho de que las ideas no concuerden, señala un fervor personal. Bref, discrepo frecuentemente de mi amigo Félix, y, en particular, no coincido con las tesis que ha expuesto en un artículo de «El País» del 28 de octubre («¿Solo nos queda el Estado de Bienestar?»). Según Félix, la izquierda ha reinterpretado el Estado Benefactor, obra de bricolaje histórico y hasta cierto punto del azar, como un diseño inspirado por la razón política. ¿Por qué ha hecho esto la izquierda? A lo que parece, para consolarse de no haber impulsado una auténtica revolución democrática. No se ha verificado el despegue, la gran palingenesia, y como, a falta de pan, buenas son tortas, la izquierda ha decidido dignificar con títulos que no se merece la modesta realidad en que se encuentra actualmente instalada.

Hasta aquí, las primeras tres cuartas partes del artículo, dirigidas contra la izquierda claudicante, o, por lo menos, complaciente. En la última parte, Félix ajusta cuentas con los liberales. La crisis del Estado Benefactor ha dado bríos a quienes invocan, como remedio, el mercado y sus virtudes interminables. Este mercado al que los liberales querrían fiarlo todo es un ensrationis, un ensueño. Pero como es verdad que el Estado Benefactor flojea, y como los socialistas han cometido de añadidura la imprudencia de identificarse con él, la izquierda podría al cabo quedarse sin nada: sin la revolución que no ha hecho, y sin los logros ramplones a que tardíamente se ha apuntado. El artículo concluye con una reivindicación de nuestro poder no desmentido para cambiar la sociedad conforme a lo que mandan el bien y la justicia.

Está Félix en lo cierto cuando afirma que el Estado Benefactor ha nacido a empellones, y no con la limpieza que asociamos a una idea o un sistema filosófico. Es más, los conservadores han contribuido a crearlo tanto como los propios socialistas. Éstos empujaban, aquéllos procuraban amortiguar el ímpetu con artificios varios, y así fueron surgiendo las pensiones, la indemnización por desempleo, la atención médica gratuita. El régimen político vigente es mixto, o, mejor, mestizo. Incorpora el parlamento, un invento liberal; las garantías legales, un empeño enteramente liberal; el sufragio universal –al que los liberales han sido por lo común renuentes–, y formas de protección social que se han ido concediendo para tener la casa en paz y porque la democracia hace inevitable que los excedentes se filtren –venturosamente– hacia los más alcanzados. Sowhat?, que dirían los anglos. ¿Por qué esto es decepcionante?

Si no he entendido mal a Félix, esto es decepcionante porque sigue siendo enorme la distancia que separa la realidad manifiestamente mejorable de un orden colectivo que debería ser luminoso y magnífico. Sea. La realidad es mejorable, la política está corrompida, y nuestras sociedades, de un tiempo a esta parte, tienden a deslizarse hacia abajo. Repito que podemos estar de acuerdo. ¿Entonces? Entonces Félix resucita la revolución pendiente: la necesidad de imprimir un poderoso movimiento ascensional a la sociedad mediante la razón política. Como éstas son palabras mayores, conviene emplear las mayúsculas: la Razón Política. Pero Félix no hace mención de que ha existido una izquierda que sí ha aplicado hasta la extenuación la Razón Política. Esa izquierda, es la izquierda comunista: Lenin, Mao, y una pléyade de émulos menores, han aplicado la Razón Política. Y los resultados son los que sabemos. No tenerlo absoluta, obsesivamente presente, es lo mismo que jugar a la ruleta sin considerar que las fórmulas que hasta la fecha se han usado para acertar con el número ganador nos han dejado sin ahorros, sin automóvil, sin casa y, para abreviar, sin camisa. Considero incomprensible esta alegre abdicación de la memoria. Probablemente la fe, la fe misteriosa, constituye el don más precioso entre todos los que adornan al hombre. Pero la fe no puede, no debe, entrar en contradicción flagrante con los hechos. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que las ideas se plasman sobre el papel con mayor desparpajo que en la piel del hombre. Después de muchos millones de muertos, los rusos han acabado padeciendo una de las democracias más corrompidas del planeta; después de un número ingente de muertos, los chinos han logrado hacer compatible la rapacidad desbocada con la falta de libertades. ¿Desenlace pobre? Desde luego, pero el pobre desenlace es lo mejor dentro de lo malo. Lo verdaderamente malo es lo que ha pasado antes de llegar al desenlace. Sí, ya sé que la historia está abierta, y que no debemos refugiarnos para los restos en el miedo y la pusilanimidad. Pero no tan deprisa, por favor. Todavía estamos velando a los difuntos.

Dos palabras sobre los liberales, contra los que arremete Félix con razón y sin ella en lo postrero de su artículo. Es cierto, y es desgraciado, que el mensaje liberal haya sido secuestrado por economistas que, además de ser un poco simplones, están más cerca del utilitarismo, que del liberalismo. El liberalismo genuino gira, sobre todo, alrededor de dos puntos. Uno, es que es preciso contener al poder. Sobre esto están de acuerdo pensadores tan diversos como Locke, los padres fundadores de la constitución americana, o Tocqueville. El segundo punto, es que la acción espontánea de los hombres puede generar orden social. Los fermentos de la doctrina están en los escoceses, quienes, desafortunadamente, hablaron mucho menos de política que de economía. El mensaje, sin embargo, sigue siendo atendible: no es necesaria la intromisión permanente del Estado para que la sociedad se tenga en pie, por más que los individuos se dediquen, predominantemente, a gratificar sus pasiones o sus intereses. Sospecho que si uno no cree esto, no puede creer en la libertad. Queda, por supuesto, la Libertad, o, si se prefiere, la LIBERTAD. Por éstas, de nuevo, son palabras mayores, tanto que, a la menor sacudida, se vienen abajo y nos aplastan. Lo resume de nuevo, y muy bien, el siglo XX.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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