Ayer se conmemoró el aniversario del Plan de Partición que, en 1947, aprobaron las Naciones Unidas para dividir el territorio de Palestina. Han trascurrido casi seis décadas y los palestinos continúan esperando pacientemente el cumplimiento de las decenas de resoluciones internacionales que reconocen su derecho a la autodeterminación. Sesenta años dan para mucho. Dolorosas guerras, procesos de paz fallidos, infinidad de atentados terroristas y punitivos castigos colectivos han ahondado el abismo que separa a palestinos e israelíes. Tampoco las decenas de iniciativas diplomáticas planteadas por la comunidad internacional, ni las más arriesgadas ni tampoco las más mesuradas, han conseguido asentar la paz.
Aunque es cierto que la resolución 181 ha quedado obsoleta, debe recordarse que, además de la creación del Estado israelí, también contemplaba la aparición de un Estado palestino. Tras la guerra de 1948, en la que se hizo con toda Galilea y buena parte del Neguev, Israel pasó a controlar el 78 por ciento del territorio de Palestina y dos de cada tres palestinos fueron obligados a abandonar sus hogares. La Línea Verde, establecida tras los Armisticios de Rodas, marcó a partir de entonces la frontera oficiosa de Israel.
En 1967 se asistió al segundo acto de la tragedia palestina: Israel ocupó Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este en la Guerra de los Seis Días. Al día siguiente, Israel se enfrentó al dilema más complejo de su historia: ¿qué hacer con dichos territorios? Tras analizar ventajas e inconvenientes se optó por su incorporación gradual. Moshe Dayan llamó a «crear hechos y colonizar los territorios». De esta manera, el todopoderoso ministro de Defensa estableció la doctrina de fait accompli: modificar la naturaleza del territorio para imposibilitar la aparición de un Estado palestino entre Israel y Jordania. Aunque Israel insiste en denominarlos territorios en disputa, lo cierto es que el grueso de la comunidad internacional, incluida la Unión Europea, los considera ocupados y defiende que en ellos se establezca un Estado palestino independiente, viable y soberano.
Desde entonces no ha pasado un solo año sin que Israel construya nuevos asentamientos de colonos o, en su defecto, amplíe los ya existentes para romper la continuidad de los Territorios Ocupados. Pese a que el artículo 49 de la Cuarta Convención de Ginebra manifiesta que «la potencia ocupante no podrá efectuar la evacuación o el traslado de una parte de la propia población civil al territorio ocupado por ella», el Estado judío no ha dudado en desplazar a los territorios palestinos a 450.000 colonos. Pese a que el Consejo de Seguridad ha señalado en diversas ocasiones que «todas las medidas adoptadas para modificar el carácter físico, la composición demográfica, la estructura institucional o el estatuto de los territorios palestinos carecen de validez jurídica», Israel no ha flaqueado a la hora de judaizar el territorio ocupado.
Los más de 200 asentamientos construidos desde entonces están estratégicamente situados. Al Plan Allon de 1967 y al Plan Drobles de 1978 les siguió en 1993, mismo año de la firma del Acuerdo de Oslo, el Plan Sheves que pretendía, en opinión del analista Jean-François Legrain, «integrar todavía más los Territorios Ocupados en el territorio israelí al acelerar el proceso de cantonización». Dicho plan «ignora la Línea Verde, confirma la anexión de facto del Gran Jerusalén y del valle del Jordán, y contempla la colonización de los Territorios Ocupados dentro del marco de un plan integral de desarrollo económico de Israel». Después del naufragio del proceso de Oslo y del estallido de la Intifada del Aqsa, los gobiernos de Sharon y Olmert intensificaron esta política de hechos consumados hasta extremos insoportables por medio de la construcción del muro de separación (eufemísticamente denominado valla de seguridad por las autoridades israelíes).
Esta barrera, de 700 kilómetros de longitud, nos trae a la memoria el infausto muro de Berlín que separó a la ciudad durante casi tres décadas. Pese a que Ariel Sharon señaló en diferentes ocasiones que no se convertiría en una nueva frontera, su sucesor en el cargo, Ehud Olmert, no ha tenido reparo en manifestar lo contrario. En un reciente libro que lleva el esclarecedor título Palestine: Peace not Apartheid, el ex presidente estadounidense Jimmy Carter denuncia que «el muro no separa a israelíes de palestinos, sino a palestinos de palestinos», puesto que la mayor parte de su trazado se levanta sobre territorio árabe. El muro, pues, incorpora a Israel los grandes bloques de colonias y también los principales acuíferos de Cisjordania. Ante su avance, la Corte Internacional de Justicia de La Haya emitió el 9 de julio de 2004 un dictamen que señalaba que es contraria al Derecho Internacional y, lo más importante, que «Israel está obligado a interrumpir inmediatamente los trabajos de construcción del muro y a desmantelar de manera inmediata las estructuras allí establecidas».
Al no ir acompañado de presiones por parte de la comunidad internacional, este dictamen no ha modificado un ápice la política israelí y, por lo tanto, ha ido a parar al baúl de los recuerdos, donde hará compañía a otras resoluciones del Consejo de Seguridad que en su día reclamaron en vano la retirada de los Territorios Ocupados (nº 242), el final de la colonización (nº 465), la invalidez de la anexión de Jerusalén Este (nº 478) o, más recientemente, el establecimiento de un Estado palestino viable (nº 1.397).
El actual gobierno de coalición, dirigido por Ehud Olmert y secundado por los laboristas, parece empeñado en imponer manu militari su propia solución al problema palestino, algo que, como demostró la reciente guerra de Líbano, tiene escasas posibilidades de éxito. Quince años después de la Conferencia de Madrid, la situación sobre el terreno nos muestra que la paz israelí ha fracasado de manera rotunda y que la perpetuación del conflicto hipoteca el futuro del Oriente Medio en su conjunto. Como no se cansa de repetir el profesor Bichara Khader, la región necesita, ahora más que nunca, «menos proceso y más paz».
Ignacio Álvarez-Ossorio