Palestina sin Arafat

Por Tahar Ben Jelloun, escritor. Premio Goncourt 1987 (LA VANGUARDIA, 12/11/04):

Arafat no era únicamente el jefe de un Estado que aún ha de llegar. Ha constituido, asimismo, el símbolo de una resistencia y ha encarnado la voluntad de inscribir el combate palestino en las páginas de la historia para que su pueblo no se vea eliminado pura y simplemente.

Arafat era un auténtico jefe, un hombre cuyo carisma ha influido en el ánimo de las masas. Dotado de las cualidades de un gran dirigente, no estaba exento de defectos. Sin embargo, en estos momentos el factor primordial es dilucidar en qué se convertirá Palestina sin este hombre cuyo destino se identifica con el de su pueblo.

La verdad es que en tantas ocasiones se ha producido un acercamiento a la paz, tantas veces se ha abierto paso el convencimiento de que era posible una convivencia de ambos pueblos y hasta tal punto se ha confiado en el término de las hostilidades que en la actualidad la situación puede calificarse de catastrófica. Quienes han hecho denodados esfuerzos por apartar de sí el proceso de paz no le han hecho favor alguno a Israel, pero aún menos si cabe a los palestinos. Netanyahu, y luego Sharon, han procedido de manera obsesiva a fin de cercenar a toda costa cualquiera posible raíz u origen de un acuerdo, se llamara de Madrid o de Oslo. Han laborado, por el contrario, en sentido regresivo mediante la negativa constante, el hecho consumado con empleo de la fuerza, situación que ha provocado que la población se exasperara y los movimientos islamistas pudieran hacer su aparición en escena oponiéndose asimismo por su parte a la política de Arafat, que es un musulmán laico y respetuoso de otras confesiones.

El sueño de la derecha y la extrema derecha israelí, si cabe hablar de sueño a la vista de unos resultados catastróficos, ha sido eliminar al Arafat resistente, figura política y hombre de diálogo para enfrentarse a extremistas palestinos que ejercen el terrorismo y que, en consecuencia, no son dignos de ser tenidos por negociadores o interlocutores legítimos.

Sharon lo ha intentado todo, con sus provocaciones, para aislar a Arafat, humillarle y retirarle su confianza, al tiempo que aplicaba su política de asesinatos selectivos de líderes religiosos de Hamas o de la Yihad Islámica.

Recluyendo a Arafat desde hace más de tres años en residencia vigilada, encerrándole en los límites de un despacho de diez metros cuadrados, amenazando con expulsarle e incluso liquidarle físicamente, el Gobierno de Sharon ha sembrado las semillas del desorden, la violencia y el odio.

Arafat era, en cualquier caso, el hombre que negoció y firmó acuerdos con personalidades tan relevantes como Isaac Rabin o Simon Peres, adquiriendo una dimensión de estadista reconocido internacionalmente. Logró pasar de la etapa de la resistencia y los actos terroristas a la del diálogo y el reconocimiento; en otras palabras, de la entrada en escena diplomática y política. No obstante, ni Sharon ni el Likud la aceptaron jamás. Para ellos Palestina no existe, como tampoco los palestinos. Y Arafat pagaría en su momento este reconocimiento por parte de la comunidad internacional asistiendo al despedazamiento de los acuerdos de Oslo, anulados y echados al cubo de la basura.

Este enfoque tan negativo de la cuestión por parte de la derecha israelí ha costado muy caro a los palestinos, y también a los israelíes, en términos de vidas humanas sin haber aportado por otra parte la paz a la población israelí. Los campos de refugiados palestinos se hallan sembrados de bombas de efecto retardado. Las vejaciones diarias de la población, las incursiones de las fuerzas armadas en barrios donde dinamitan viviendas y los tiroteos indiscriminados de los soldados contra la población (entre los 120 palestinos muertos por el ejército en su operación Jornada de Arrepentimiento se cuentan 35 niños) sólo han provocado un sentimiento de trato injusto y un deseo de combatir.

Esta política que cree asegurar la paz merced a un muro de ocho metros de altura, que cree más en la fuerza que en el derecho, se ha visto acompañada del aislamiento de Arafat, un líder menospreciado pero que -a diferencia del análisis hecho por Sharon- no hizo más que reforzar su imagen y su legitimidad (fue elegido democráticamente) y que pese a todo seguía siendo persona querida de su pueblo y de los pueblos del mundo árabe. Aun cuando haya sido objeto de oposición y su política haya sido duramente criticada sobre todo por la corrupción de su entorno -y también por su apego al poder-, no por ello han disminuido la estima y atención que se le han dispensado. Cuando se gobierna con el odio en las entrañas, no se entra en la historia, se es expulsado de ella. Pero eso no lo sabe aún el señor Sharon.

Los funerales de Arafat serán una oportunidad para que los ciudadanos palestinos y árabes manifiesten su pesar y aflicción por la muerte de este hombre, tal vez el último jefe con estatura de líder, guía y resistente.

¿Quedará huérfana Palestina sin Arafat? Lo importante es que la desaparición del jefe modificará los factores en liza y permitirá posiblemente sentar a unos y otros en torno a la mesa de negociaciones, aunque a decir verdad faltará que Bush acepte la realidad y dé un paso hacia la paz. Podría permitirse lo que Iraq no le proporcionará: entrar en la historia al propiciar la paz entre israelíes y palestinos.