Pan para hoy...

En política, posiblemente no solo en política, pero, con seguridad, en política, quien se queda solo pierde y quien consigue cerrar alianzas más o menos formalizadas gana. Esa regla no está escrita en ninguna Constitución, pero opera de manera inexorable.

Y es así porque en todas las democracias contemporáneas nunca un partido político tiene mayoría en la sociedad. Incluso cuando un partido obtiene unos resultados excepcionales, como le ocurrió al PSOE en 1982, y alcanza una mayoría parlamentaria superabsoluta (202 escaños), dicha mayoría parlamentaria no es nunca mayoría política y mucho menos mayoría social. En 1982 el PSOE obtuvo el 48 % de los sufragios, lo que quiere decir que hubo más ciudadanos que no lo votaron que los que sí optaron por él. Si añadimos los ciudadanos que se abstuvieron, la relación entre los que votaron al PSOE y quienes no lo hicieron fue de 40 a 60. En el mejor de los casos, el partido de gobierno no ha llegado a tener mayoría política, aunque sí parlamentaria, y ha quedado muy lejos de la mayoría social. En todas las demás elecciones, todavía más.

Obviamente lo que acabo de decir para el partido de gobierno que gobierna vale todavía más para el partido de gobierno que está en la oposición y para todos los partidos que no son partidos de gobierno, tanto si están en la oposición como si tienen algún tipo de acuerdo con el partido que está en el Gobierno.

Al Gobierno se puede llegar en solitario, pero en solitario no se puede gobernar. Hay que conseguir la complicidad de otras fuerzas políticas y de sectores sociales a los que el partido de gobierno no representa mayoritariamente, para poder sacar adelante un programa de dirección política de la sociedad. Y a la inversa. El partido de gobierno que está en la oposición también tiene que conseguir la complicidad, en este caso más activa que pasiva, de los demás, a fin de poder desalojar al partido que ocupa el Gobierno y sustituirlo.

La política de alianzas se convierte, pues, en el eje central de cualquier estrategia que pretenda tener éxito. Saber elegir en qué momentos y con quién uno se alía, acaba convirtiéndose en la cuestión políticamente decisiva. El programa y el equipo propio es la condición necesaria para que un partido pueda tener éxito en la competición política, pero para que esa condición necesaria se convierta en condición suficiente, tiene que pasar el filtro de la aceptación o, al menos, de la no beligerancia de quienes están fuera.

Si están de acuerdo con lo que acabo de decir, convendrán conmigo que resulta difícilmente explicable la conducta del PP a lo largo de la presente legislatura. En primer lugar, porque ha conseguido no ya aislarse, sino enemistarse con todos los partidos representados en las Cortes Generales y prácticamente sobre todos los temas. Y en segundo lugar, porque las únicas alianzas que ha conseguido cerrar, le privan de autonomía a la hora de decidir su propia estrategia y contribuyen a acentuar todavía más su aislamiento político.

El PP ha delegado en la Iglesia católica la definición de su política en materia de enseñanza, de matrimonio homosexual, a cambio de recibir su apoyo en la política de reformas territoriales. Ha delegado en la Asociación de Víctimas del Terrorismo la definición de su política antiterrorista. Y ha dejado que le hagan la hoja de ruta medios de comunicación sobradamente conocidos, que le hacen comulgar con ruedas de molino en asuntos tan esperpénticos como el de la autoría de ETA en el 11-M.

En esta política de alianzas tejida por la dirección del PP está la raíz de la extraordinaria radicalización de su discurso y de la crispación que genera. Cada aliado del PP tiene un discurso extraordinariamente radical sobre los temas que considera propios. Sobre la enseñanza de la religión, sobre la nueva asignatura de la educación para la ciudadanía, sobre la familia en general y el matrimonio homosexual en particular, sobre la política para poner fin a la violencia. La dirección del PP ha perdido autonomía en la definición de su estrategia en todos estos campos y se ve obligado a ponerse detrás de la pancarta que en cada caso decidan los obispos o el señor Alcaraz. O tiene que aceptar el chantaje que le hacen los medios de comunicación, que se expresan en unos términos, que en algunos casos puede no compartir, pero de los que no puede desmarcarse.

En el único terreno en el que la dirección del PP fija la línea a seguir es en la política territorial, en donde su discurso es el más radical de todos, en el que sus aliados le devuelven el apoyo.

El resultado es la suma de discursos particulares sumamente radicales, que resultan incompatibles con la elaboración de un discurso político general para la dirección de la sociedad. El PP se ha convertido en rehén de instituciones, grupos o medios de comunicación que tienen una presencia importante en la sociedad española y que tienen una gran capacidad de movilización, pero que tienen un discurso que es claramente minoritario. De ahí el deterioro que se viene produciendo en la valoración del PP, en general, y de su presidente, en particular, en todas las encuestas tras la celebración de cada una de las manifestaciones de esta legislatura. La política de movilización permanente parece que va a hacer bueno el refrán del título.

Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional.