Pan y circo judicial

Lo dijo Beccaria hace más de doscientos cincuenta años en su magistral tratado ‘De los delitos y las penas’: «Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección sino cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo los que le fue concedida». Y lo ha dicho Manuel Marín en su columna del pasado 4 de agosto que tituló ‘Inocentes y miserables’: «Las condenas preventivas, las sentencias de plató y los juicios de telediario son un asco (…). Los juicios siempre llegan contaminados de prejuicios blindados y tecnicismos insufribles y caducos porque la hoguera hizo brasa mucho antes». O sea, algo parecido a lo que un día le dije a ese hombre bueno y justo que es Raúl del Pozo, de que nuestra España judicial es como un gran estrado donde unos haciendo de tribunal de la plebe, otros de jueces de horca, otros de fiscales de gallinero y el resto de abogados del diablo, juzgamos a todos y hasta los mandamos a la guillotina al estilo de los jacobinos comités de salud pública.

La publicidad es el alma de la justicia y fomenta una opinión pública que, en el supuesto inverso, sería muda e impotente. Cierto. Tanto como lo es que si los medios de comunicación se ocupan con asiduidad de los asuntos penales es porque a la gente le interesa y mucho, aunque, a decir verdad esa curiosidad del público tiene no pocas veces una faceta lúdica y ejemplos o botones de muestra no faltan. El juicio de un político de renombre, al igual que el de un empresario del Ibex 35 o el de un deportista de élite, sirve a algunos para evadirse de su propia vida y ocuparse de la de los demás. Recordando la sátira X que Juvenal dedica al poder seductor de los circos, cabría decir que hoy los problemas de los ciudadanos pueden digerirse con «pan y circo judicial». La atracción por esos procesos ha creado una especie de plaza pública o patio de vecindad donde en lugar de cotillear del prójimo, se hace de personajes sentados en el banquillo o entrando, a ser posible, esposados, en una sede judicial.

El proceso penal, visto así, está amenazado de muerte. El principio de publicidad degenera en desorden y bulla, una situación de la que es culpable cierta prensa que sigue los casos con indiscretas imprudencias y reprobables impudencias contra las que casi nadie es capaz de reaccionar. Quede claro que al censurar estas prácticas no estoy postulando restringir la libertad de expresión ni el derecho a recibir una información veraz. Muy lejos de mi intención hacerlo. Lo que sí lamento es la infravaloración de las garantías constitucionales en la que algunos medios de comunicación incurren y el abuso de lo que Francisco Tomás y Valiente llamaba «fruición condenatoria» y produce una tensión agobiante de la administración de justicia. Un declive del que, en muchas ocasiones, son responsables algunos fiscales de asalto y determinadas unidades policiales a lo ‘Harrelson’ que montan operaciones con pomposas etiquetas, realizan aparatosas entradas y registros domiciliarios y practican innecesarias detenciones, todas grabadas en imágenes que, a renglón seguido, son aireadas en prensa radio y televisión, cosa que, aparte del espanto que causan, constituye una delictiva violación del secreto sumarial que sería urgente y necesario atajar.

Para llegar a conocer esta perversión de los juicios llamados ‘de papel’, quizá fuera saludable leer algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo de los EE.UU. que declaran la nulidad de las actuaciones por violación del ‘due process’ o derecho al proceso justo, al considerar que la publicidad masiva del juicio con abuso en el ejercicio de la libertad de expresión e información quebranta el derecho de defensa del acusado. Son supuestos que suceden porque en el proceso penal la idea de la ley y la razón de la fuerza prevalece sobre la fuerza de ley y de la razón. La justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si lo son o no.

Pero hay más. Me refiero a las consecuencias del fallo absolutorio tras un doloroso vía crucis procesal de ruido y furia. ¿Cómo se repone la honorabilidad de quien se ha visto sometido a un juicio sumarísimo y ‘paralelo’, mejor, ‘secante’? El terrible mecanismo del proceso penal, imperfecto y, hoy por hoy, difícil de perfeccionar, significa para el investigado, procesado, imputado o como quiera llamarse, un auténtico calvario con todas las estaciones posibles de imaginar. Desde el escarnio a la ruina familiar y laboral e incluso la prisión preventiva, para después ni siquiera recibir excusas de quienes, consciente o inconscientemente, han trastornado y hasta destrozado su vida. El acusado expuesto en el palenque de la opinión pública, aun cuando al final resulte absuelto, probablemente se despedirá de este mundo con la marca de un proscrito.

Los datos oficiales de que dispongo son más que preocupantes. Entre 2002 y finales de 2020, varios miles de personas, algunas de las cuales incluso habían soportado la prisión provisional, fueron absueltas. ¿Por qué ocurre esto? Pues porque en el proceso penal la idea de ajusticiar prevalece sobre la de hacer justicia e indistintamente se arrojan al mismo foso a investigados y condenados. Se es delincuente o no se es. No hay delincuentes presuntos, sino delincuentes convictos o, en su caso, personas amparadas por la única presunción constitucionalmente relevante: la de inocencia, que además supone que la carga de probar el delito corresponde a quien lo imputa.

En los asuntos que presentan indicios de responsabilidad penal estamos obligados a la claridad. Sin duda. Mas también es necesario que esa claridad deseada no se empañe con la eclosión de determinadas malas prácticas, fruto de la confusión o el borrado de la linde que separa lo válido de lo que no vale. El nuevo leviatán está perfectamente legitimado para perseguir el delito, pero sólo a condición de que no haga suyo el lema del viejo Leviatán de que todo está permitido.

Nuestro nobel de literatura Camilo J. Cela nos advertía a menudo de que en España sobra pasión y falta serenidad. A los tribunales populares jamás les gustó la mesura. Tampoco las formas. La solemnidad para ellos es una liturgia en chándal y de andar por casa o, si se prefiere, de casa en casa, que tanto monta. La pródiga cosecha de imputados apiolados por los veredictos de la turba puede servir de adorno o de decorado de algún programa de televisión y, en particular, de ‘telejusticia’, donde las conductas del prójimo se juzgan por zafios jueces de palo, pero jamás un referente de la justicia que, en cualquier supuesto, debe ser neutral, sosegada y fría.

Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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